XXIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C.
San Lucas 15, 1-32: La conversiónAutor: SS. Juan Pablo II
Fuente: almudi.org (con permiso) suscribirse
Homilía en el Parque del Danubio, Viena (11-IX-1983)
--- La conversión
--- La misericordia de Dios
--- Confesión y Santa Misa
--- La conversión
"Me levantaré e iré a mi padre" (Lc 15,18). En esta profunda parábola
de Cristo se contiene de hecho todo el eterno problema del hombre: el drama de
la libertad, el drama de la libertad mal utilizada.
El hombre ha recibido de su Creador el don de la libertad. Con su libertad puede
organizar y configurar esta tierra, realizar las maravillosas obras del espíritu
humano de las cuales está lleno este país y todo el mundo.
Pero la libertad tiene un precio. Todos los que son libres deberían preguntarse:
¿hemos conservado nuestra dignidad en la libertad? Libertad no significa
capricho. El hombre no puede hacer todo lo que puede o le agrada. No hay
libertad sin lazos. El hombre es responsable de sí mismo, de los hombres y del
mundo. Es responsable ante Dios. Una sociedad que convierte en bagatela la
responsabilidad, la ley y la conciencia hace tambalear los fundamentos de la
vida humana. El hombre sin responsabilidad se precipitará en los placeres de
esta vida y, como el hijo pródigo, caerá en dependencias, perdiendo su patria y
su libertad. Abusará con egoísmo desconsiderado de los otros hombres o se
aferrará insaciablemente a bienes materiales. Donde no se reconocen el ligamen
con los valores últimos, fracasan el matrimonio y la familia, se minusvalora la
vida del otro, sobre todo de los que aún no han nacido, de los ancianos y de los
enfermos. De la adoración a Dios se pasa a adorar el dinero, el prestigio o el
poder.
¿No es también toda la historia de la humanidad una historia de la libertad mal
usada? ¿No siguen muchos también hoy el camino del hijo pródigo? Se encuentran
ante una vida rota, amores traicionados, miseria culpable, llenos de miedo y de
dudas. "Han pecado y han perdido la gloria de Dios" (Rom 3,23). Se preguntan:
¿Donde he caído? ¿Dónde hay una salida?
--- La misericordia de Dios
En la parábola de Cristo, el hijo pródigo es el hombre que ha utilizado
mal su libertad -es decir, ha pecado-: las consecuencias que pesan sobre las
conciencias del individuo así como las que van en perjuicio de la vida de las
diferentes comunidades humanas y en su entorno, en perjuicio, incluso, de los
pueblos y de la entera humanidad (cfr. G et S 13). El pecado significa una
depreciación del hombre: contradice su auténtica dignidad y deja, además,
heridas en la vida social. Ambas oscurecen la visión del bien y arrebatan a la
vida humana la luz de la esperanza.
Con todo, la parábola de Cristo no permite que nos quedemos en la triste
situación del hombre caído en pecado con toda la postración que ello comporta.
Las palabras "me levantaré e iré a mi padre" nos permiten percibir en el corazón
del hijo pródigo el ansia del bien y la luz de la esperanza infalible. En esas
palabras se le abre la perspectiva de la esperanza. Tal perspectiva se presenta
siempre ante nosotros, dado que todo hombre y la entera humanidad pueden
levantarse conjuntamente e ir al Padre. Esta es la verdad que está en el núcleo
de la Buena Nueva.
Las palabras "Me levantaré e iré a mi padre" revelan la conversión interior.
Pues el hijo pródigo continúa: "Le diré: Padre, he pecado contra el cielo y
contra ti" (Lc 15,18). En el centro de la Buena Nueva aparece la verdad sobre la
metanoia, la conversión: la conversión es posible; y la conversión es necesaria.
¿Y por qué esto es así? Porque aquí se revela lo que hay en lo más profundo del
alma de cada hombre y que, a pesar del pecado, incluso mediante el pecado,
continúa vivo y en acción: Ese hambre insaciable de verdad y de amor que
testimonia cómo el espíritu del hombre tiende hacia Dios por encima de todo lo
creado. Este es el punto de partida de la conversión por parte del hombre.
--- Confesión y Santa Misa
A él corresponde el punto de partida por parte de Dios. En la parábola
se presenta ese punto de partida con una sencillez impresionante y, al mismo
tiempo, con una gran fuerza de convicción. El padre espera. Espera la vuelta del
hijo pródigo como si estuviera ya seguro de que tendría que volver. El padre
sale a las calles por donde podría regresar el hijo. Quiere salir a su
encuentro.
En esa misericordia se revela el amor con que Dios ha amado al hombre desde el
principio en su Hijo eterno (cfr. Ef 1,4-5). El amor que, oculto desde toda la
eternidad en el corazón del Padre, se ha manifestado en nuestros días a través
de Jesucristo. La cruz y la resurrección constituyen el punto culminante de esa
revelación.
En el signo de la cruz continúa siempre presente el punto de partida divino en
cada una de las conversiones que acontezcan en la historia del hombre y de la
humanidad. Pues en la cruz ha descendido a la humanidad de una vez para siempre
el amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; un amor que nunca se agota.
Convertirse significa entrar en contacto con ese amor y acogerlo en el propio
corazón; significa construir sobre la base de ese amor nuestra conducta futura.
Es esto precisamente lo que ocurrió en la vida del hijo pródigo cuando decidió:
"Me levantaré e iré a mi padre". Pero al propio tiempo tuvo conciencia clara de
que, al volver al padre, debía reconocer su falta: "Padre he pecado" (Lc 15,18).
Convertirse es reconciliarse. Y la reconciliación se realiza únicamente cuando
se reconocen los propios pecados. Reconocer los propios pecados significa dar
testimonio de la verdad de que Dios es Padre; un padre que perdona. A quien
testimonia esta verdad al reconocer su pecado lo vuelve a acoger el Padre como
hijo suyo. El hijo pródigo es consciente de que sólo el amor paternal de Dios
puede perdonarle los pecados. En esta parábola la perspectiva de la esperanza
está estrechamente unida al camino de la conversión. Meditad todo aquello que
forma parte de este camino: examinar la conciencia -el arrepentimiento
acompañado del firme propósito de cambiar-, la confesión y la penitencia.
Renovad en vosotros la valoración de este sacramento, denominado también
"sacramento de la reconciliación". Se halla estrechamente unido al sacramento de
la Eucaristía, sacramento del amor: la confesión nos libera del mal; la
Eucaristía nos otorga el don de la comunión con el bien supremo.
Tomad en serio la invitación que os dirige la Iglesia con carácter obligatorio a
participar todos los domingos en la Santa Misa. Aquí debéis encontrar
continuamente, en medio de la comunidad, al Padre y recibir el don de su amor,
la santa comunión, el pan de nuestra esperanza. Configurad todo el domingo con
esa fuente de energía como un día consagrado al Señor. Pues a Él pertenece
nuestra vida; a Él se debe nuestra adoración. Así podrá permanecer viva en al
existencia cotidiana vuestra unión con Dios y convertirse todas vuestras
acciones en testimonio cristiano,
Todo esto significan también las palabras: "Me levantaré e iré a mi padre". Un
programa de nuestra esperanza, más profundo y simple que el cual no puede
imaginarse otro (cfr. "Dives in Misericordia" 5 y 6).