XII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Marcos 4,35-41:
Salvador en las tormentas

Autor: Padre Juan Sánchez Trujillo

 

 

LUn día, al atardecer, Jesús dijo a sus discípulos: Vamos a la otra orilla del lago. Entonces los discípulos despidieron a la gente y condujeron a Jesús en la misma barca en que estaba. Iban además otras barcas.
De pronto se desató un fuerte viento y las olas se estrellaban contra la barca y la iban llenando de agua. Jesús dormía en la popa, reclinado en un cojín. Lo despertaron y le dijeron: Maestro, ¿no te importa que nos hundamos? Él se despertó, reprendió al viento y dijo al mar ¡Cállate, enmudece! Entonces el viento cesó y sobrevino una gran calma. Jesús les dijo: ¿Por qué tenéis tanto miedo? ¿Aun no tenéis fe? Todos se quedaron espantados y se decían unos a otros: ¿Quién es éste, a quien hasta el viento y el mar obedecen? Marcos 4, 35-41

En una sociedad como la nuestra en la que fácilmente se perciben los poderes fácticos; en la que los poderosos son más que exhibidos y propagados; en la que podemos descubrir incluso las fuerzas escondidas del psiquismo individual y colectivo; en una civilización de tal cualificación sabemos a qué salvador concreto tenemos que invocar y a qué instancia recurrir cuando está en peligro la salud, el negocio, el puesto de trabajo... A veces costará dar con la subvención requerida, con la influencia eficaz, con el articulado y procedimiento procedentes, pero siempre pensamos que alguien podría echarnos una mano para que las olas circunstantes no hagan naufragar a nuestra angustiada tripulación. Removemos Roma con Santiago, aun cuando Roma y Santiago estén lejos e invisibles, para de esta manera no ser engullidos por los mares embravecidos.

Hasta ese mismo procedimiento podemos utilizar cuando se trata de nuestros avatares espirituales. Un Dios a punto, una promesa generosa, un recurso a un Dios “salva-vidas”, un llameteo persistente a las puertas del cielo, un chantaje a la divinidad adormecida... pueden ser nuestro método de hacernos propicia la providencia de Dios.

Y no es que todo esto sea simplemente malo. Corre, eso sí, el peligro de convertir a Dios, de querer convertir a Dios, en una instancia fácil de rellenar, en un grifo a punto ante cualquier sed que de su presencia despierta pudiéramos tener los hombres...

Pero muchas veces el cielo no responde; más bien permite el naufragio total de la persona, difiriendo para tiempos finales, para momentos escatológicos, la salvación solicitada por quien en el tiempo sólo fue necesidad de un Dios despierto y superación de un Dios escondido y callado.

Ciertamente es demasiado fácil para ciertas religiosidades confiarse a la omnipotencia de Dios e invocar su trascendencia. Pero no es a esta clase de fe a la que nos llama el Evangelio. Creer es, ciertamente, remitirse a un Dios vencedor, pero ausente y silencioso; es saber a Dios “muerto” e “inútil” y, sin embargo vivir en comunión con Él. Es remar sin saber a dónde se va; es aceptar perecer en el camino sin haber alcanzado personalmente el fin de nuestras empresas pero convencidos de que Dios no nos ha abandonado a lo largo de todo el viaje proceloso; es luchar en la prueba, guardando la certeza de que Jesús ha resucitado de la prueba...

Señor, concédenos vivir la “no-fe”. Que no necesitemos que nos comprueben tu acción sobre nosotros. Haz que no necesitemos estar siempre puntualmente motivados por Ti, aunque en realidad así es. Concédenos, Señor, pensar que también en el naufragio, que sólo en el naufragio, nos concedes tu puerto salvador aun siguiendo Tú para nosotros “dormido” e “inoperante”.