XXIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

San Marcos 7,31-37: Oír y decir a Cristo

Autor: Padre Juan Sánchez Trujillo

 

 

Y Se marchó de la región de Tiro y vino de nuevo, por Sidón, al mar de Galilea, atravesando la Decápolis. Le presentan un sordo que, además, hablaba con dificultad, y le ruegan imponga la mano sobre él. El, apartándole de la gente, a solas, le metió sus dedos en los oídos y con su saliva le tocó la lengua. Y, levantando los ojos al cielo, dio un gemido, y le dijo: Effatá, que quiere decir: ¡Ábrete! Se abrieron sus oídos y, al instante, se soltó la atadura de su lengua y hablaba correctamente. Jesús les mandó que a nadie se lo contaran. Pero cuanto más se lo prohibía, tanto más ellos lo publicaban. Y se maravillaban sobremanera y decían «Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos.» Marcos 7, 31-37

Alguien ha escrito que el hombre actual, a pesar de tantos medios de comunicación, es un hombre incomunicado y sordo. Un hombre que ni importa riquezas ajenas, ni exporta valores propios. Que ni escucha preocupaciones extrañas, ni habla vivencias entrañables. Que ni recibe en su interior a los hermanos, ni se da a los hermanos. Un hombre, en definitiva, sordomudo.

Y el sordomudo es un hombre a punto de agonizar o, si se prefiere, apenas nacido. Un hombre o amortiguado o mortecino o muerto. Un hombre sin cosas que poder decir y sin posibilidades de decirse. Un hombre infantil, “infante”, sin voz, reducido a su silencio autista y auto-oyente, sin ecos fraternos poblando su interior y con la emisora de su espíritu cerrada a cal y canto. Un hombre-isla, aislado, sin nada que aprender y con todo por enseñar.

Un hombre producto de las prisas y de los ruidos, privado de tiempos espaciosos en los que hacer trasiego y trasvase de su alma con calma y gratuidad. Un hombre, a quien el orgullo le ha taponado los oídos ante la verdad proveniente de otros. A quien el miedo o la cobardía le han cerrado la boca en presencia del poderoso y del violento. O a quien la pereza y el egoísmo le han impedido poner en comunicación con los demás las propias vivencias y los propios pensamientos...

Y es precisamente a ese sordomudo a quien Cristo, Palabra de Dios, viene a quitar la sordera y el mutismo, y a posibilitarle comunicación y vida, Él que hace que los oídos del sordo se abran y que la lengua del mudo cante. Porque, cuando es Cristo quien mete sus dedos en nuestros oídos y con su saliva nos toca nuestra lengua, se reactualiza el mesianismo de Jesús y adquiere credibilidad la implantación de su Reinado. Es entonces cuando surge la nueva criatura, la nueva sociedad, creadas y recreadas en la audiencia de la Buena Noticia, convertidas en receptores oyentes y en transmisores proféticos de la Palabra que da vida, en medio de unos hombres tan bombardeados de medios de comunicación y tan estérilmente incomunicados, tan sensibles a captar mensajes frívolos y tan negados a hacer de su fe vergozante una fe confesada y pública.