XXV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

San Marcos 9, 30-37: ¡Ascender al último puesto!

Autor: Padre Juan Sánchez Trujillo

 

 

Y saliendo de allí, iban caminando por Galilea; él no quería que se supiera, porque iba enseñando a sus discípulos. Les decía: El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres; le matarán y a los tres días de haber muerto resucitará. Pero ellos no entendían lo que les decía y temían preguntarle.
Llegaron a Cafarnaúm, y una vez en casa, les preguntaba: ¿De qué discutíais por el camino? Ellos callaron, pues por el camino habían discutido entre sí quién era el mayor.
Entonces se sentó, y llamó a los Doce, y les dijo: Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos. Y tomando un niño, le puso en medio de ellos, le estrechó entre sus brazos y les dijo: El que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe; y el que me reciba a mí, no me recibe a mí sino a Aquel que me ha enviado. Marcos 9, 29-36

El instinto y el complejo de superioridad (el querer ser y tener más que los otros; el desvivirse por el mejor coche y la mayor nómina y el mejor puesto; el codiciar la admiración, la envidia, la adulación de los demás; el mirar a los otros con orgullo o conmiseración o paternalismo; el pretender deslumbrar a nuestros semejantes y a nuestros inferiores y a nuestros superiores; el usar la zancadilla para ser líder, campeón, as; el ser “todo un señor”, todo un director, todo un mando; el regodearse por ser notado y saludado y echado de menos...)

Es un factor descristianizador de primera magnitud, de suprema virulencia, de mortífera eficacia, no porque Dios vea en el hombre su rival y opositor; ni porque el cristianismo pretenda hacer enanos a los hombres, sino porque la grandeza y la dignidad es patrimonio de todas las personas. No porque el Dios cristiano sienta celos del desarrollo del hombre (“sed perfectos como vuestro Padre es perfecto”), sino porque la grandeza del hombre más que en ser grande consiste en hacer grandes, en engrandecer a todos. No porque tengamos que anestesiar nuestra tendencia y obligación de crecer, sino porque la grandeza que buscamos es con frecuencia a base de generar pequeñez ajena...

Discutir, por ello, quién es el más importante resulta tan vergonzante y vergonzoso, que sólo a espaldas de Dios y de nuestra mejor humanidad es posible hacerlo. Y la postura, entonces, menos insensata es “hacer mutis por el foro”, escurrirse como ratas y desaparecer ante el temor de un inminente rapa-polvos de Cristo. Porque en la jerarquía evangélica de valores “el que quiera ser el primero será el último de todos y el servidor de todos”.

¿Qué valoración cristiana, por tanto, merecemos nosotros, si valoramos a las personas más por el puesto que ocupan que por el servicio que prestan; más por el capital que tienen que por el dinero que reparten; más por los súbditos que esclavizan que por los hombres que liberan; más por los títulos que ostentan que por el analfabetismo que destruyen; más por lo que imponen que por lo que proponen; más por lo que tienen que por lo que son; más por lo que hacen que por lo que sufren; más por lo que ganan que por lo que producen...?

¿Y qué grado de cristianismo tiene, en consecuencia, nuestra sociedad, competitiva y orgullosa? ¿No tendrá, no tendremos que pedir insistentemente a Dios que nos haga hacernos niños de nuevo y siervos universales, reconvirtiéndonos sinceramente a Él y a su escala de valores para merecer, no su reprobación y reprimenda sino su alabanza y sobresaliente aprobación?