Solemnidad. Santa María, Madre de Dios

San Lucas 2, 16-21: De tal Madre para tal Hijo

Autor: Padre Juan Sánchez Trujillo

 

 

En aquel tiempo, los pastores fueron corriendo a Belén y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que les hablan dicho de aquel niño. Todos los que lo oían se admiraban de lo que les decían los pastores. María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón.
Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído; todo como les hablan dicho.
Al cumplirse los ocho días, tocaba circuncidar al niño, y le pusieron por nombre Jesús, como lo habla llamado el ángel antes de su concepción. Lucas 2, 16-21

Déjanos, María, hurgar en tu misterio maternal.
Déjanos que, creyéndonos contigo hijos de un mismo Padre, nos asombre tu condición simultánea de madre de Dios.

Nos gustaría, Madre, que tú misma nos dijeras qué se siente con Jesús entre tus brazos, dejándote beber por Él. Cómo nos agradaría, Madre, comulgar con tu misterioso gozo de saborearte pendiente y dependiente de Aquel mismo que tanto pende y depende de ti.
Si tú misma te nos revelaras en tu densa y compleja experiencia, llegaríamos tal vez a presentir levemente que recibir es dar, y que ser hija plena de Dios es hacerse madre plena de Él...

Pero para ello, Madre, ¡cómo necesitamos ser cubiertos igual que tú por la sombra del Espíritu, y saborearnos humanos y divinos a la vez, barruntando la paradójica verdad de un maternidad divina encarnada en una maternidad terrena, y de un maternidad común revelando y velando simultáneamente tu excepcional y singularísima maternidad... !

Ciertamente, Madre, es infinito nuestro asombro, al contemplarte al mismo tiempo como todas las madres y como ninguna de ella.
Por una parte, te contemplamos viendo en tu Niño tu propia reedición, tu exclusiva reproducción, tu doble perfecto y fiel, tu pinta y tu estampa... hasta el punto de que podemos decir que eras tú en Él y Él en ti...
Y, por otra parte, Madre, te imaginamos percibiéndote a ti misma como enteramente otra y distinta de Él; y que, cuanto más igual a tu Hijo te veías, también más diferente; que cuanto más divino lo ibas descubriendo, más humana te notabas a ti misma; que cuanto más esclava te hacías de Él, más señora para Él resultabas; que cuanto más hija de Dios te sabías y saboreabas, más madre para él te revelabas...

Y con este asombro, Madre, conservamos todas tus cosas en nuestro corazón, admirados de cuanto de Él y de ti se nos ha contado, seguros de que en tu rostro nos muestras también a Jesús, fruto bendito de tu vientre y del seno eterno del Padre. Así, al verte a ti, descubrimos a Cristo y por la pinta de Cristo te descubrimos a ti.

¡Y ojalá, Madre, que todas las madres descubran en los hijos de sus entrañas lo que en ellos hay de entrañas de Dios y de las tuyas propias!