III Domingo de Cuaresma, Ciclo C.
San Lucas 13, 1-9:
Aprender del mal ajeno

Autor: Padre Juan Sánchez Trujillo

 

 

En una ocasión, se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían.
Jesús les contestó: Pensáis que esos galileos eran mas pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pareceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceareis de la misma manera.
Y les dijo esta parábola: "Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo, encuentro. Córtala. Para qué va a ocupar terreno en balde? Pero el viñador contestó: Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas". Lucas 13, 1-9

El texto evangélico de hoy nos trae dos signos de Dios conservados por Cristo, dos casos de muertes prematuras y repentinas en una represión y en un accidente, en que mueren por sorpresa unas personas determinadas pudiendo haber muerto otras. La muerte y el juicio de Dios las cogieron de improviso como a un ladrón el amo que vuelve inopinadamente a su casa, cayendo sobre quienes menos lo esperaban.

La muerte de los otros, en situaciones extrañas o normales, puede ser para que el que sabe leerla e interpretarla un motivo eficaz de conversión, una ocasión valiosísima para la propia transformación, una gracia excepcional para una mayor calidad de vida.

Cristo responde a los que le piden signos que éstos sólo existen realmente para quien los sabe captar y comprender. La muerte, en efecto, es el signo más claro, el que todos pueden leer, el que más eficazmente lleva a la conversión .Conversión ésta, que se realiza lentamente, porque no es fácil cambiar los ejes de la propia libertad; y Dios paciente concede los plazos necesarios a quienes pueden hacer penitencia, a quienes pueden convertir en fructuosa la propia higuera que hasta ahora no ha dado los frutos que debiera dar.

Es sorprendente el lugar que ocupa la muerte en el anuncio del Reino, y muchos ateos e incluso cristianos reprochan a la Iglesia su complacencia en utilizar el terror de la muerte para llevar a los hombres a la conversión. Nos lamentamos de los pobres seres que se convierten ante la muerte, como si su conversión no pudiera ser auténticamente humana, provocada por tan indignas motivaciones.

Sin embargo, la muerte no es un espanto, sino por el contrario es un “signo” muy fuerte, el que todo hombre debe y debiera interpretar a toda costa como antesala de plenitud existencial. Y la invitación de Cristo a hacer penitencia no es una invitación a hacerse rápidamente una operación de cirugía estética, válida para prepararse a la entrada en el más allá. La penitencia, la conversión, es más exactamente el consentimiento en la muerte, que es para cada hombre la prueba más decisiva de su condición de criatura y, en definitiva, la aceptación de esta condición. Es la aceptación dolorosa pero sanante de la propia limitación, el reconocimiento humilde y doloroso de que no está en nuestras manos ni el esquivar la muerte ni el poder añadir un segundo más a los minutos contados de nuestra caduca existencia. Es el grito de auxilio, el recurso necesario, para quien necesita seguir viviendo, a ese Alguien misterioso, inmortal e inmortalizador, que nos puede y nos quiere salvar.