XII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Autor: Padre Julio Alonso Ampuero 

Fuente: Libro: Meditaciones bíblicas sobre el Año litúrgico
Con permiso de la Fundacion Gratis Date

 

 

No temáis...
Mt 10,26-33


Ante evangelios como este uno se asusta viendo lo poco cristianos que somos los cristianos. Jesús nos dice que no tengamos miedo a los que matan el cuerpo, y sin embargo todo son temores ante la muerte, ante el sufrimiento, ante lo que los hombres puedan hacernos, ante lo que puedan decir de nosotros...
El verdadero cristiano –es decir, el hombre que tiene una fe viva– encuentra su seguridad en el Padre. Si Dios cuida de los gorriones ¿cómo no va a cuidar de sus hijos? Sabe que nada malo puede pasarle. Lo que ocurre es que a veces llamamos malo a lo que en realidad no es malo. ¿Qué de malo puede tener que nos quiten la vida o nos arranquen la piel a tiras si eso nos da la vida eterna? Ahí está el testimonio de tantos mártires a lo largo de la historia de la Iglesia, que han ido gozosos y contentos al martirio en medio de terribles tormentos.
Este evangelio de hoy nos invita a mirar al juicio –«nada hay escondido que no llegue a saberse»–. En ese momento se aclarará todo. Y en esa perspectiva, ante lo único que tenemos que temblar es ante la posibilidad de avergonzarnos de Cristo, pues en tal caso también Él se avergonzará de nosotros ese día ante el Padre. El único mal real que el hombre debe temer es el pecado, que le llevaría a una condenación eterna –«temed al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo»–. Ante este evangelio, ¡cuántas maneras de pensar y de actuar tienen que cambiar en nuestra vida!.


La gracia ha desbordado
Rom 5,12-15


A partir de hoy, durante los próximos domingos leeremos como segunda lectura la carta a los Romanos, tan rica en alimento para nuestra vida cristiana.
«Todos pecaron». Debemos prestar una atención mucho mayor al realismo de la palabra de Dios, que no anda con eufemismos ni disimulos. Todos somos pecadores, sometidos a la ley inexorable del pecado que nos encadena (Rom 3,10ss. 23). ¿Por qué seguir pensando y actuando como si la gente no fuera pecadora? Todo hombre es irremediablemente pecador; no puede salvarse por sí mismo ni puede ser bueno por sus solas fuerzas; necesita de Cristo, el único que se nos ha dado capaz de salvarnos (He 4,12; Rom 3,24ss).
«Por el pecado entró la muerte». Desde el pecado de Adán, la tragedia del hombre consiste no sólo en pecar de hecho, sino en dejarse engañar por Satanás tomando lo malo por bueno y lo bueno por malo. Por eso, Dios que nos ama insiste en recordarnos que «el salario del pecado es la muerte» (Rom 6,23). El pecado es siempre muerte y sólo muerte; es causa de muerte y destrucción; es fuente de todos los males en este mundo y para la eternidad. El pecado es el único mal real.
«Gracias a un solo hombre, Jesucristo, la benevolencia y el don de Dios desbordaron». La situación de pecado, humanamente irremediable, ha sido transformada por Dios. La ley inexorable del pecado ha sido destruida por un amor más grande que el pecado. He aquí la grandeza de Jesucristo, que hace que «no haya proporción entre la culpa y el don». Si Dios ha permitido el pecado ha sido en vista de Cristo. Y también nosotros hemos de aprender a ver el mundo y cada persona desde Cristo: no disimular o disculpar su pecado, pero sí tener la certeza de que su pecado tiene remedio, porque la gracia de Cristo «ha desbordado».