XXVI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Autor: Padre Julio Alonso Ampuero 

Fuente: Libro: Meditaciones bíblicas sobre el Año litúrgico
Con permiso de la Fundacion Gratis Date

 

 

Se humilló
Fil 2,1-11

«Tened entre vosotros los sentimientos propios de una vida en Cristo Jesús». San Pablo va siempre a la raíz de las cosas. No se trata de imitar a Cristo «por fuera». Por el bautismo hemos sido «injertados» en Cristo, hemos sido hechos «una misma cosa» con Él (Rom 6,5) y tenemos en nosotros la misma vida de Cristo. Por tanto, ya no se trata de imitar o copiar a Cristo por fuera, sino de dejar que esa vida que llevamos dentro aflore a toda nuestra conducta, de modo que nuestros pensamientos y deseos, sentimientos, palabras y acciones, sean los de Cristo. Se trata de que en nosotros llegue a cumplirse con toda verdad lo que san Pablo dice de sí mismo: «Vivo, pero ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20).
«Se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo». Está claro que para vivir las actitudes de Cristo hace falta sobre todo mirarle a Él. Para un cristiano el punto de referencia continuo es Cristo; no el ambiente, ni las modas, ni los líderes humanos, sino Cristo; siempre Cristo y, en la medida en que corresponde, los que siguen e imitan de cerca a Cristo. Por eso, hay que mirar mucho a Cristo en la oración, en la lectura de la Biblia, en los santos... para aprender de Él.
Para aprender sobre todo estas actitudes fundamentales de obediencia, humildad y abajamiento. Por la desobediencia, soberbia y orgullo de Adán nos vinieron todos los males; por la obediencia y humillación de Cristo, todos los bienes (Rom 5,19). ¿De qué lado nos ponemos? Podemos seguir propagando males en la Iglesia y en el mundo. O podemos prolongar la acción redentora y salvífica de Cristo: la condición es que nos revistamos de los sentimientos de Cristo, despojándonos, tomando actitud de esclavo, humillándonos, obedeciendo hasta la muerte...

El peligro de creerse bueno
Mt 21,28-32

Como tantas veces, también hoy Jesús arremete contra los fariseos, contra ese fariseo que hay dentro de cada uno de nosotros, para quienes se proclama el evangelio: «Los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del Reino de Dios».
Los fariseos no se convirtieron ante la predicación de Jesús porque se creían buenos, porque «cumplían» con la Ley; por eso no necesitaban de Jesucristo. También es ese nuestro peligro: creernos buenos, sentirnos satisfechos de nosotros mismos, cuando la realidad es que estamos muy lejos de ser lo que Dios quiere que seamos. Hemos de huir como de la peste de pensar que ya hemos hecho bastante. El amor de Dios y de los hermanos no conoce límites y el que ha entrado por los caminos del Reino reconoce que tiene un horizonte inmenso por recorrer, tan amplio como la inmensidad de Dios.
Lo que Jesús alaba en los publicanos y prostitutas no es su pecado, sino que han sabido reconocer su pecado y cambiar para entregarse del todo a Dios. En cambio, el fariseo al creerse bueno, se queda encerrado en su mezquindad sin recibir a Cristo. Todos tenemos el peligro de quedarnos en las buenas palabras –como el segundo hijo de la parábola–, sin entregarnos en realidad al amor del Padre y a su voluntad y rechazando en el fondo a Cristo.