XXVII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Autor: Padre Julio Alonso Ampuero 

Fuente: Libro: Meditaciones bíblicas sobre el Año litúrgico
Con permiso de la Fundacion Gratis Date

 

 

Imitadores de Cristo
Fil 4,6-9

«En toda ocasión, en la oración y súplica con acción de gracias, vuestras peticiones sean presentadas a Dios». El pecado rompe la relación y el diálogo familiar con Dios. Adán y Eva, creados para este trato y para esta intimidad con Dios, huyen de Él cuando han pecado (Gén 3,8); más aún, se produce –como consecuencia del pecado– un distanciamiento y una imposibilidad de diálogo con Dios (Gén 3,23-24). Por el contrario, en la medida en que somos arrancados del dominio del pecado, surge de nuevo la posibilidad y el deseo del diálogo con Dios en la oración. Una oración de súplica y petición, porque somos criaturas indigentes y necesitadas. Una oración de acción de gracias, porque «todo don perfecto viene de arriba» (St 1,17). Una oración «en toda ocasión», pues no debe reducirse a algunos tiempos y lugares, sino que el diálogo con Dios tiende a impregnarlo todo.
«Todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable... tenedlo en cuenta». El cristiano no es alguien retraído frente a los valores que descubre en el mundo. Por el contrario, si alguien sabe apreciarlos de verdad es él, pues reconoce que todo lo bueno, todo lo verdadero, todo lo bello, todo lo realmente valioso, procede del Creador. Es cierto que no debe ser ingenuo, sino practicar un sano discernimiento: «Examinadlo todo y quedáos con lo bueno» (1 Tes 5,21). Pero tampoco debe cerrarse por principio, despreciando la creación buena de Dios. Debe «tener en cuenta» todo lo bueno para juzgar con sabiduría sobrenatural y elegir lo que es voluntad de Dios.
«Lo que aprendisteis, recibisteis, oísteis y visteis en mí, ponedlo por obra». A primera vista parecería arrogante esta indicación de san Pablo. Sin embargo, él es perfecto maestro y perfecto modelo, porque es perfecto discípulo y perfecto aprendiz: «Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo» (1 Cor 11,1). Su autoridad le viene de su sumisión a Cristo.

¿Qué más pude hacer por ti?
Mt 21,33-42

El acento de la parábola –sobre todo a la luz de la canción de la viña que leemos en la primera lectura– está puesto en el amor de Dios por su viña: la cavó, le quitó las piedras, la planta de cepa exquisita, la rodeo de una cerca... Todas ellas son expresiones que indican el cuidado delicado y amoroso que Dios ha tenido para con su pueblo y para con cada uno de nosotros. Para darnos cuenta de ello hace falta pararnos a contemplar la historia de la salvación entera y la historia de la vida de cada uno: cómo Dios se ha volcado incluso con mimo de manera sobreabundante. De ahí el grito dolido del corazón de Dios: «¿Qué más pude hacer por mi viña que no haya hecho?»
Ante tanto cuidado y tanto amor se entiende mejor la gravedad de esa falta de respuesta. Dios ha «arrendado» la viña, la ha puesto en nuestras manos haciendo alianza con nosotros. Y he aquí lo absurdo del pecado: esa viña tan cuidada por parte de Dios no da el fruto que le correspondía.
Pero lo peor, lo que es realmente monstruoso, es que los viñadores se toman la viña por suya, despreciando al dueño. Esto es lo que ocurre en todo pecado: en vez de vivir como hijo, recibiendo todo de Dios, en dependencia de Él, el que peca se siente dueño, disponiendo de los dones de Dios a su antojo, hasta el punto de ponerse a sí mismo en lugar de Dios. He aquí la atrocidad de todo pecado. Por eso también a nosotros se dirige la amenaza de Jesús de quitarnos la viña y entregarla a otros que den fruto.