XXXI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Autor: Padre Julio Alonso Ampuero 

Fuente: Libro: Meditaciones bíblicas sobre el Año litúrgico
Con permiso de la Fundacion Gratis Date

 

 

Recibir y dar la Palabra
1Tes 2,7-9.13

«Al recibir la Palabra de Dios que os predicamos la acogisteis no como palabra de hombre...» El que acoge la Palabra de Dios con fe es transformado por ella. Pues esta Palabra «permanece operante», es enérgica y activa, es «viva y eficaz» (Hb 4,12). Pero sólo si se recibe con fe. La razón del poco fruto que esta palabra –tantas veces escuchada– produce de hecho es la falta de fe, que se refleja en falta de interés, en rutina, en falta de docilidad, en quedarse en los hombres, en no recibirla con actitud de conversión, con auténtico deseo de dejarse cambiar por ella... Si la predicación del evangelio produjo tales maravillas entre los tesalonicenses, ¿por qué no puede producirlas en nosotros? Basta que la recibamos con las mismas disposiciones que ellos.
«Os teníamos tanto cariño que deseábamos entregaros no sólo el evangelio de Dios, sino hasta nuestras propias personas». Además de acoger la Palabra de Dios estamos llamados también –todos– a transmitirla a otros. Este es el mayor acto de caridad que podemos realizar pues lo más grande que podemos dar es el evangelio de Jesucristo, la Buena Noticia de que todo hombre es infinitamente amado por Dios y de que este amor lo ha manifestado entregando a su Hijo por él y por la salvación del mundo entero (Jn 3,16).
Pero es preciso subrayar que esta increíble noticia del amor personal de Dios a cada uno, sólo puede ser hecha creíble si el que transmite el evangelio está lleno de amor hacia aquel a quien se lo transmite. El evangelio no se comunica a base de argumentos. Para que cada hombre pueda entender que «Cristo me amó y se entregó por mí» (Gal 2,20), es necesario que el que le hable de Cristo le ame de tal modo que esté dispuesto a dar la vida por él. Y con un amor concreto y personal, lleno de ternura y delicadeza, «como una madre cuida de sus hijos»; un amor que a san Pablo le llevó a «esfuerzos y fatigas», incluso a trabajar «día y noche para no ser gravoso a nadie»...

Vivir en la mentira
Mt 23, 1-12

Las palabras de Jesús nos dan pie para examinar qué hay de fariseo dentro de nosotros mismos. En primer lugar, el Señor condena a los fariseos porque «no hacen lo que dicen». También nosotros podemos caer en el engaño de hablar muy bien, de tener muy buenas palabras, pero no buscar y desear vivir aquello que decimos. Sin embargo, sólo agrada a Dios «el que hace la voluntad del Padre celestial», pues sólo ese tal «entrará en el Reino de los cielos» (Mt 7,21).
En segundo lugar, Jesús les reprocha que «todo lo que hacen es para que los vea la gente». ¡Qué demoledor es este deseo de quedar bien a los ojos de los hombres! Incluso las mejores obras pueden quedar totalmente contaminadas por este deseo egoísta que lo estropea todo. Por eso san Pablo exclamará: «Si todavía tratara de agradar a los hombres, ya no sería siervo de Cristo» (Gal 1,10). El cristiano solo busca «agradar a Dios» (1 Tes 4,1) en toda su conducta; le basta saber que «el Padre que ve lo secreto le recompensará» (Mt 6,4).
Y, finalmente, Jesús les echa en cara que buscan los honores humanos, las reverencias de los hombres, la gloria mundana. También a nosotros fácilmente se nos cuela esa búsqueda de gloria que en realidad es sólo vanagloria, es decir, gloria vana, vacía. Los honores que los hombres consideran valiosos el cristiano los estima como basura (Fil 3,8), pues espera la verdadera gloria, la que viene de Dios, «que nos ha llamada a su Reino y gloria» (1 Tes 2,12). En cambio, buscar la gloria que viene de los hombres es un grave estorbo para la fe (Jn 6,44).