IV Domingo de Cuaresma, Ciclo B

Autor: Padre Julio Alonso Ampuero 

Fuente: Libro: Meditaciones bíblicas sobre el Año litúrgico
Con permiso de la Fundacion Gratis Date

 

 

2Cron 36,14-16.19-23; Ef 2,4-10; Jn 3,14-21
Mirar al Crucificado

Toda Cuaresma converge hacia el Crucificado. Él es el signo que el Padre levanta en medio del desierto de este mundo. Y se trata de mirarle a Él. Pero de mirarle con fe, con una mirada contemplativa y con un corazón contrito y humillado. Es el Crucificado quien salva. El que cree en Él tiene vida eterna. En Él se nos descubre el infinito amor de Dios, ese amor increíble, desconcertante.
Este amor es el que hace enloquecer a san Pablo. Estando muertos por los pecados, Dios nos ha hecho vivir, nos ha salvado por pura gracia. Es este amor gratuito, inmerecido, el que explica todo. Es este amor el que nos ha salvado, sacándonos literalmente de la muerte. Nos ha resucitado. Ha hecho de nosotros criaturas nuevas. Este es el amor que se vuelca sobre nosotros en esta Cuaresma. Esta es la gracia que se nos regala.
A la luz de tanto amor y tanta misericordia entendemos mejor la gravedad enorme de nuestros pecados, que nos han llevado a la muerte y al pueblo de Israel le llevaron al destierro. Entendemos que las expresiones de la primera lectura no son exageradas y se aplican a nosotros en toda su cruda y dolorosa realidad: hemos multiplicado las infidelidades, hemos imitado las costumbres abominables de los gentiles, hemos manchado la casa del Señor, nos hemos burlado de los mensajeros de Dios, hemos despreciado sus palabras...
Que Dios es rico en misericordia no significa que nuestros pecados no tengan importancia. Significa que su amor es tan potente que es capaz de rehacer lo destruido, de crear de nuevo lo que estaba muerto. La conversión a la que la cuaresma nos invita es una llamada a asomarnos al abismo infernal de nuestro pecado y al abismo divino del amor misericordioso de Cristo y del Padre.

Amor sin medida
Jn 3,14-21

Lo mismo que los israelitas al mirar la serpiente de bronce quedaban curados de las consecuencias de su pecado (Núm 21,4-9), así también nosotros hemos de mirar a Cristo levantado en la cruz. Estas últimas semanas de cuaresma son ante todo para mirar abundantemente al crucificado con actitud de fe contemplativa: «Mirarán al que traspasaron» (Jn 19,37). Sólo salva la cruz de Cristo (Gál 6,14) y sólo mirándola con fe podremos quedar limpios de nuestros pecados.
«Tanto amó...» Si algo debe calarnos profundamente es ese «tanto», esa medida sin media, del amor del Padre dándonos a su Hijo y del amor de Cristo entregándose por nosotros hasta el extremo (Jn 13,1), por cada uno (Gal 2,20). La contemplación de la cruz tiene que llevar a contemplar el amor que está escondido tras ella e infunde la seguridad de saberse amados: «Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros?» (Rom 8,31-35).
«Tanto amó al mundo». Junto con la contemplación de este amor personal hemos de contemplar que Dios ama al mundo, el único que existe, tal como es, con todos sus males y pecados. Gracias a este amor más fuerte que el pecado y que la muerte, el mundo tiene remedio, todo hombre puede tener esperanza, en cualquier situación en que se encuentre. Por el contrario –según las expresiones de san Juan–, el que no quiere creer en el crucificado ni en el amor del Padre que nos le entrega, ese ya está condenado, en la medida en que da la espalda al único que salva (cfr. He 4,12).