Domingo de Ramos, Ciclo B

Autor: Padre Julio Alonso Ampuero 

Fuente: Libro: Meditaciones bíblicas sobre el Año litúrgico
Con permiso de la Fundacion Gratis Date

 

 

Se despojó
Fil 2,6-11

El himno de la carta a los filipenses (segunda lectura de la misa del domingo de hoy) resume todo el misterio de Cristo que vamos a celebrar estos días de la Semana Santa.
«Se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo». Estas son las disposiciones más profundas del Hijo de Dios hecho hombre. Justamente lo contrario de Adán, que siendo una simple creatura quiso hacerse igual a Dios (Gén 3,5). Justamente lo contrario de nuestras tendencias egoístas, que nos llevan a enalte-cernos a nosotros mismos y a dominar a los demás (Mc 10,42). Pero Jesús se despojó. Prefirió recibir como don la gloria a la que tenía derecho por ser el Hijo. Prefirió hacerse esclavo de todos siendo el Señor de todos (Jn 13,12-14).
«Se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz». Es preciso contemplar detenidamente esta tendencia de Cristo a la humillación. Lo de menos es el sufrimiento físico –aun siendo atroz–. Lo más impresionante es el sufrimiento moral, la humillación: Jesús es ajusticiado como culpable, pasa a los ojos de la gente como un malhechor. Más aún, pasa a los ojos de la gente piadosa como un maldito, uno que ha sido rechazado por Dios, pues dice la Escritura: «Maldito todo el que cuelga de un madero» (Gal 3,13).
«Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre». Precisamente «por eso», por humillarse. Jesús no busca su gloria (Jn 8,50). No trataba de defenderse ni de justificarse. Lo deja todo en manos del Padre. El Padre se encargará de demostrar su inocencia. El Padre mismo le glorificará. He aquí el resultado de su humillación: el universo entero se le somete, toda la humanidad le reconoce como Señor. La soberbia de Adán –y la nuestra–, el querer ser como Dios, acaba en el absoluto fracaso. La humillación de Cristo acaba en su exaltación gloriosa. En Él, antes que en ningún otro, se cumplen sus propias palabras: «El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido» (Mt 23,12).
Mc 11,1-10
En el pórtico de la Semana Santa el Domingo de Ramos presenta la entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén (Mc 11,1-11). El texto muestra a un Jesús que prevé y domina los acontecimientos totalmente, precisamente cuando encara directamente el camino de la pasión. Marcos, que había custodiado cuidadosamente en silencio la identidad de Jesús para evitar confusiones, manifiesta ahora a Jesús aclamado abiertamente como Mesías –«bendito el reino que llega, el de nuestro padre David»–. Sin embargo, no es un Mesías guerrero que aplasta a sus enemigos por la fuerza de las armas, sino el Mesías humilde que trae el gozo de la salvación el la debilidad –montado en un borrico: ver Zac 9,9–.

La Pasión
Mc 14-15

También en el domingo de Ramos de este ciclo B se proclama el relato de la Pasión según san Marcos (Mc 14-15). El evangelista no disimula los contrastes de un acontecimiento que resulta desconcertante: la cruz es escándalo (14,27) al tiempo que revela perfectamente al Hijo de Dios (15,39). Jesús ha aceptado plenamente el plan del Padre (14,21-41) en una obediencia absolutamente dócil y filial («Abba»: 14,36). En la escena central del relato –al ser interrogado por el Sumo Sacerdote– Jesús confiesa su verdadera identidad (14,61-62): es el Mesías, el Hijo de Dios y el Hijo del Hombre –es decir, el Juez escatológico–. A diferencia de Pedro, que reniega de Jesús para salvar su piel (14,66-72), Jesús confiesa en absoluta fidelidad, sabiendo que esta confesión le va a llevar a la cruz (14,63-64). Paradójicamente, en el momento de mayor humillación –cuando agoniza y expira– es cuando manifiesta plenamente quién es (15,39). Pero para conocerle y aceptarle como Hijo de Dios en el colmo de su humillación es necesaria la fe que se somete al misterio: frente a la reacción de los discípulos, que huyen abandonando a Jesús (14,50), la única actitud válida ante lo chocante y desconcertante de la Pasión es el acto de fe del centurión (15,39).

Misterio desconcertante

Frente al relato de la pasión, hemos de evitar ante todo la impresión de algo «sabido». Es preciso considerar, uno por uno, los indecibles sufrimientos de Cristo. En primer lugar, los sufrimientos físicos: latigazos, corona de espinas, crucifixión, desangramiento, sed, descoyuntamiento... Pero más todavía los interiores: humillación, burlas y desprecios, abandono de los discípulos y amigos, contradicciones, injusticia clamorosa... Basta pensar en nuestro propio sufrimiento ante cualquiera de estas situaciones. Pero lo más duro de todo, la sensación de abandono por parte del Padre; aunque Jesús sabía que el Padre estaba con Él, quiso experimentar en su alma ese abandono de Dios que siente el hombre pecador.
San Marcos nos sitúa ante la pasión como un misterio desconcertante. El que así sufre y es humillado es el mismo Hijo de Dios. Esto es algo que sobrepasa nuestra mente y choca contra nuestra lógica humana. Al considerar los sufrimientos de Cristo, hemos de evitar quedarnos en la mera conmoción sensible, contemplando en este hombre al Hijo eterno de Dios. Para ello es necesaria la fe del centurión (Mc 15,39), que nos hace entrar en el misterio, oscuro y luminoso a la vez.
La meditación de la pasión desde la fe arroja luz sobre nuestra vida de cada día. El sufrimiento no es una muralla, sino una puerta. Cristo no ha venido a eliminar nuestros sufrimientos, lo mismo que Él no ha bajado de la cruz cuando se lo pedían; ha venido a darles sentido, transfigurándolos en fuente de fecundidad y de gloria (Rom 8,17; 2Cor 4,10s; Fil 3,10s; 1Pe 4,13). Por eso, el cristiano no rehuye el sufrimiento ni se evade de él, sino que lo asume con fe; la prueba no destruye su confianza y su ánimo, sino las proporciona un fundamento más firme (Rom 5,3; St 1,2-4; Heb 12,7; He 5,41). Para quien ve la pasión con fe, la cruz deja de ser locura y escándalo y se convierte en sabiduría y fuerza (1Cor 1,22-25).
La Pasión según San Marcos
El relato de la Pasión ocupa en cada evangelio un lugar importante y extenso. Desde el principio, la Iglesia ha considerado la Pasión como una luz y un tesoro y ha proclamado estos hechos (Jn 21,24) como fuente y fundamento de su fe. Por un lado, la Pasión da a conocer quién es Cristo y atestigua su autenticidad divina; por otro, la Pasión ilumina la existencia de los hombres, llena de sufrimientos y dolores.
Desconcierto y fe
Al relatarnos la Pasión de Jesús, cada evangelista lo hace desde una perspectiva propia e insistiendo en determinados aspectos. San Marcos proclama la realización desconcertante del designio de Dios. Expone los hechos en su cruda realidad, con la vivacidad de un testigo. No disimula nada, más bien relata los contrastes: la cruz es escandalosa, al tiempo que revela al Hijo de Dios.
De hecho, ante una situación que es «escándalo» y «locura» (1Cor 1,23), la reacción de los discípulos es de desconcierto: «abandonándole huyeron todos» (14,50), según había predicho el mismo Jesús: «todos os vais a escandalizar» (14,27). Ante lo chocante de la Pasión, la única actitud válida es la del centurión (15,39): un acto de fe que se somete al misterio.
El prendimiento de Jesús
San Marcos narra los hechos con un estilo directo y brusco: «se presenta Judas, uno de los Doce, acompañado de un grupo con espadas y palos» (14,43). Jesús es apresado. Una palabra suya subraya la anomalía de la situación: «como contra un salteador habéis venido a prenderme con espadas y palos» (14,48). Todos le abandonan y huyen. El evangelista subraya lo que la escena tiene de sorprendente. Sólo de paso se indica la clave que explica esta situación desconcertante: «es para que se cumplan las Escrituras» (14, 49).

Proceso judío

Después del prendimiento, Jesús es remitido a las autoridades de su pueblo. El evangelista indica cómo la orientación del interrogatorio está fijada desde el principio: buscan «dar muerte a Jesús» (14,55). Pero esta intención es contraria con los hechos: no encuentran ningún cargo verdadero contra Jesús. Finalmente, cuando el sumo sacerdote la pregunta si es el Mesías, el Hijo del Bendito, Jesús declara solemnemente que sí: el interrogatorio, en vez de establecer la culpabilidad de Jesús, revela su suprema dignidad.
Sin embargo, esta revelación de su verdadera personalidad no encuentra eco positivo; en vez de rendirle homenaje, le llaman blasfemo y reo de muerte (14,64), se burlan de Él (14,65), el más ardiente de sus discípulos le niega (14, 66-72), le atan como un malhechor para entregarlo a Pilato (15,1). Vistos desde el exterior, los hechos parecen contradecir la declaración solemne de Jesús.

Proceso romano

Al llamar a Jesús «rey de los judíos» (15,2.9.12), sus enemigos traspasan al plano político la dignidad del Mesías, lo cual deforma burdamente la declaración de Jesús (es Rey en otro sentido: Jn 18,33-38).
Ante Pilato, san Marcos sigue resaltando lo chocante: son los judíos quienes se encarnizan contra el Rey de los judíos (15,3-5), mientras que Él calla y no responde; por otro lado, es puesto en comparación con un sedicioso homicida (15,7) y condenado no habiendo cometido ningún crimen (15,14).
El Calvario: de las tinieblas brota la luz
El «Rey de los judíos» recibe un manto de púrpura, una corona y homenajes; pero la corona es de espinas y los homenajes son burlas y golpes (15,17-20). En la cruz es reconocido como «Rey de los judíos», pero los hechos contradicen esta dignidad: desnudez completa (15,24), humillación suprema –dos bandidos como asesores–, impotencia del ajusticiado que debe morir.
Todo son burlas, pues los hechos no cuadran con las pretensiones atribuidas a Jesús. Desde el punto de vista humano debería bajar de la cruz (15,30.32), escapando de la muerte y destruyendo a sus adversarios; de esa manera se podría creer en Él (15,32). El evangelista sabe que esta manera de ver las cosas es falsa, pero la deja expresar con toda su crudeza chocante sumergiéndonos así en la oscuridad del misterio.