Ascensión del Señor

Autor: Padre Julio Alonso Ampuero 

Fuente: Libro: Meditaciones bíblicas sobre el Año litúrgico
Con permiso de la Fundacion Gratis Date



Actuaba con ellos
Mc 16,15-20

El breve texto de san Marcos nos presenta de Jesús como un ser llevado «al cielo», es decir, al lugar propio de Dios, y un «sentarse» a la derecha de Dios. Efectivamente, el misterio de la ascensión significa que el que por nosotros tomó la condición de siervo, pasó por uno de tantos y se humilló hasta la muerte de cruz (Fil 2,6-10), ahora ha sido exaltado, enaltecido, constituido «Señor». Cristo en cuanto hombre se ha sentado en el trono de su Padre (Ap 3,21), ha recibido todo poder en el cielo y en la tierra (Mt 28,18) y ha sido constituido Señor del Universo ante el que toda rodilla se dobla.
Sin embargo, ascensión no significa ausencia de Cristo. A renglón seguido de narrar la ascensión de Jesús, san Marcos subraya que «El Señor actuaba con ellos». Ciertamente Cristo ha dejado su presencia visible, sensible. Pero sigue presente. Y lo manifiesta «cooperando» con la acción de los discípulos. En estas breves palabras queda resumido todo misterio de la Iglesia. Toda acción de la Iglesia –y de cada cristiano en ella– no es algo simplemente humano, sino acción de Cristo a través de ella. Cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza... Por tanto, todo nuestro empeño ha de ser buscar la sintonía con Cristo para que realice esa cooperación y nuestros actos sean también suyos y tengan un valor inmenso: «El que cree en mí hará las obras que yo hago y aún mayores» (Jn 14,22).
De ahí la importancia de los signos, que indica el evangelio. Los signos manifiestan que la Iglesia es más que palabras, es hechos. Mediante ellos se ve la acción del Señor. Ya no se tratará de coger serpientes en las manos, pero hay que preguntarnos cómo hoy nosotros podemos ser «milagro» –es decir, signo que se ve– para aquellos con los que vivimos.
Domingo de Pentecostés

Sed del Espíritu
Jn 20,19-23

«Recibid el Espíritu Santo». El gran don pascual de Cristo es el Espíritu Santo. Para esto ha venido Cristo al mundo, para esto ha muerto y ha resucitado, para darnos su Espíritu. De esta manera Dios colma insospechadamente sus promesas: «Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un Espíritu nuevo» (Ez 36,26). Necesitamos del Espíritu Santo, pues «el Espíritu es el que da la vida, la carne no sirve para nada» (Jn 6,63). El Espíritu Santo no sólo nos da a conocer la voluntad de Dios, sino que nos hace capaces de cumplirla dándonos fuerzas y gracia: «Os infundiré mi Espíritu y haré que caminéis según mis preceptos y que guardéis y cumpláis mis mandatos» (Ez 36,27).
«Sopló sobre ellos». Para recibir el Espíritu hemos de acercarnos a Cristo, pues es Él –y sólo Él– quien lo comunica. Él mismo había dicho: «El que tenga sed que venga a mí y beba» (Jn 7,37). Es preciso acercarnos a Cristo en la oración, en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, para beber el Espíritu que mana de su costado abierto. Y es preciso acercarnos con sed, con deseo intenso e insaciable. De esta manera, Cristo no nos deja huérfanos (Jn 14,18), pues nos da el Espíritu que es maestro interior (Jn 14,26; 16,13), que consuela y alienta (Jn 14,16; 16,22).
«Como el Padre me envió, así os envío yo». Jesús afirma al inicio de su ministerio que ha sido «ungido por el Espíritu del Señor para anunciar la Buena Noticia a los pobres» (Lc 4,18). Y a los apóstoles les promete: «Recibiréis la fuerza del Espíritu y seréis mis testigos» (He 1,8). Jesús nos hace partícipes de la misma misión de anunciar el evangelio que él ha recibido del Padre y lo hace comunicándonos la fuerza del Espíritu Santo. El Espíritu nada tiene que ver con la lentitud, la falta de energías, la pasividad; es impulso que nos hace testigos enviados, apóstoles.



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