IV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B.

Autor: Padre Julio Alonso Ampuero 

Fuente: Libro: Meditaciones bíblicas sobre el Año litúrgico
Con permiso de la Fundacion Gratis Date



El cuarto domingo nos sitúa ante la fascinación irresistible de la palabra de Jesús (1,21-28). Es una palabra como la de Yahvé: eficaz, que «dice y hace»; tiene, sobre todo, poder y autoridad, que se manifiesta expulsando a los demonios con la sola palabra. Por eso no es sólo un profeta, sino el profeta que habla en nombre de Dios hasta el punto de que Dios pide cuentas al que no le escucha (1ª lectura: Dt 18,15-20). Demuestra así con los hechos que es real su proclamación de que ha llegado el Reino de Dios (1,15).

Un corazón poseído por Cristo
1Cor 7,32-35

El texto de la primera carta a los corintios en la segunda lectura de hoy es uno de esos que choca a primera vista, porque da la impresión de que san Pablo no valorase el matrimonio. Sin embargo no hay tal, porque en el mismo capítulo indica que «cada cual tiene de Dios su gracia particular» (7,7), unos el celibato y otros el matrimonio, e insiste en que cada uno debe santificarse en el estado al que Dios le ha llamado (7,17), casado o célibe.
Supuesto eso, hace una llamada especial al celibato como un estado de especial consagración. Y da las razones: el célibe se preocupa exclusivamente de los asuntos del Señor, busca únicamente contentar el Señor, vive consagrado a Él en cuerpo y alma, se dedica al trato con Él con corazón indiviso.
Con ello traza las líneas maestras de esta preciosa vocación dentro de la Iglesia. Resaltar el celibato no quiere decir despreciar el matrimonio. Pero la Iglesia siempre ha apreciado como un don singular de Cristo la virginidad consagrada a Él. La virginidad testimonia belleza de un corazón poseído sólo por Cristo Esposo. Manifiesta al mundo el infinito atractivo de Cristo, el más hermoso de los hijos de los hombres (Sal 45,3), y la inmensa dicha de pertenecer sólo a Él. Grita el que quiera entender que Cristo basta, que Cristo sacia plenamente los más profundos anhelos del corazón humano.
Por lo demás, la vocación a la virginidad o al celibato no es una cuestión privada. Existe en la Iglesia y para la Iglesia. Es un don de Cristo a su Esposa la Iglesia. El testimonio de los célibes debe recordar a los que tienen mujer que vivan como si no la tuvieran (7,29), que la apariencia de este mundo pasa (7,31) y que en el mundo futuro ni ellos ni ellas se casarán (Lc 20,34-35). El celibato debe testimoniar palpablemente que Cristo se quiere dar del todo a todos. Por ello el Papa puede afirmar que los esposos «tienen derecho» a esperar de las personas vírgenes el testimonio de la fidelidad plena a su vocación (FC 16).

Asombro y admiración
Mc 1,21-28


«Cállate y sal de él». Los evangelistas tienen mucho interés en presentar a Jesús curando endemoniados y expulsando demonios. Quieren resaltar el dominio de Jesús sobre el mal, sobre el pecado y sobre la muerte; pero sobre todo ponen de relieve que Jesús ha vencido a Satanás, que –directa o indirectamente– es la causa de todo mal. Ningún mal tiene poder sobre el cristiano adherido a Cristo, pues todo está sometido a Cristo: «¡Veía a Satanás caer como un rayo!» (Lc 10,18). Frente al mal en todas sus manifestaciones, Dios es el Dios de la vida. «Si echo los demonios con el dedo de Dios es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros» (Lc 11,20). Y también al discípulo de Cristo se someten incluso los demonios (Mc 16,17).
«Quedaban asombrados». Con breves pinceladas, san Marcos nos pinta el poder de Jesús. Desde el principio de su evangelio pretende presentarnos la grandeza de Cristo, que produce asombro a su paso en todo lo que hace y dice. Y la Iglesia nos presenta a Cristo para que también nosotros quedemos admirados. Pero para admirar a Cristo, hace falta antes que nada mirarle y tratarle. Y es sobre todo en la oración y en la meditación del evangelio donde vamos conociendo a Jesús. Por lo demás, también la vida del cristiano de-be producir asombro y admiración. Mi vi-da, ¿produce asombro con la novedad del evangelio o pasa sin pena ni gloria?
«Enseñaba con autoridad». Jesús no da opiniones. Enseña la verdad eterna de Dios. Por eso habla con seguridad. Y, sobre todo, su palabra tiene poder para realizar lo que dice. Si escuchamos la palabra de Cristo con fe, esa palabra nos transforma, nos purifica, crea vida en nosotros, porque «es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo» (Heb 4,12).