I Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
Mc. 1, 7-11:
Tú eres mi Hijo amado, mi preferido.

Autor: Padre Julio Cesar Gonzalez Carretti OCD

 

 

Lecturas: 

a.- Is. 55, 1-11: Acudid por agua; escuchadme y viviréis.
b.- 1Jn. 5, 1-9: El Espíritu, el agua y la sangre como testigos
c.- Mc. 1, 7-11: Tú eres mi Hijo amado, mi preferido.

Este oráculo ha de ser contemplado desde la perspectiva de los oráculos de salvación y luz que siguen a la humillación del destierro. Se pasa del símbolo y las imágenes a la realidad. Es la invitación a todos al banquete escatológico de los tiempos mesiánicos. Basta ser necesitado, tener sed, para considerarse invitado. Son los pobres de Yahvé o los Anawin. El banquete bíblico es imagen del amor de Dios. Queda patentado en las relaciones de Dios con los hombres que culminan con un sacrificio y un banquete como: en la salida de Egipto, en la Alianza del Sinaí, el banquete de la Sabiduría y en el Cantar de los Cantares entre Dios e Israel, hasta el banquete de la nueva alianza, y el banquete escatológico en el Reino de Dios. Socialmente, el festejar entre los hombres se hace comiendo y bebiendo, con el deseo de manifestar el deseo de ser feliz. Hay una condición que es saber escuchar, dar oídos, pues la felicidad está en la Palabra de Dios aprendida como precepto, alianza, etc. Quienes oigan, tendrá viva para siempre (v. 3). Vida plena, que en el NT es vida eterna. Es necesario realizar la nueva y eterna alianza, de la que Abraham fue testigo para su pueblo, lo mismo ahora el pueblo entero será testimonio para todas las naciones. No un testimonio de fuerza al estilo de David, militar, sino que serán atraídos a Jerusalén por el Santo de Israel, por la santidad de su pueblo, por su fidelidad a la Nueva Alianza. Se trata de volver a Yahvé, al camino de la conversión por parte de todos los pueblos, es decir la vida de redimidos y perdonados. La libertad es la mejor señal de la libertad de todas las esclavitudes. La cercanía de Dios es causa de alegría y salvación. La Palabra de Dios es su plan de salvación para todos los hombres que en Cristo se hizo carne. El banquete eucarístico, es Palabra bajada del cielo, salida de Dios, ofrecida en sacrificio y alimento de su pueblo para cuantos tienen sed y hambre de justicia y verdad, de amor y paz.
Fruto del misterio de la Encarnación, es el hecho que los hombres ingresan a la familia de Dios y son capaces de vencer al mundo y sus influencias. Prueba de todo esto es amar a Dios y al prójimo, cumplir los mandamientos que le agradan. La victoria sobre el mundo se logra por la fe. La voluntad de Dios supone una batalla que se libra en lo interior y en lo exterior, donde se conjuga la voluntad de Dios y la purificación de la propia. Dios y el mundo se excluyen mutuamente. La lucha de la fe es contra lo que se opone a Jesucristo y su Reino, es decir, las tinieblas del mal, del pecado y del demonio. Es una batalla que tiene garantizada la victoria, porque la vida de Dios está por sobre la que ofrece el mundo. (cfr. Jn. 16, 33). La unión con Dios es fuerza y vida nueva para el creyente. La fe que vence al mundo se tiene es en una persona concreta: Jesucristo, el Señor. Es el mismo que se bautizó, el agua, (cfr. Mc. 1,11; Jn. 1, 33) y que sufrió la Pasión y la Cruz (cfr. Jn.1, 7. 29). Y que sigue viniendo a nosotros por el agua y el Espíritu en el Bautismo, lo que nos hizo cristianos, y por la sangre derramada en su muerte sacrificial, que se actualiza en cada celebración eucarística. El que testimonio de esto hoy es el Espíritu Santo, garantiza la verdad y la eficacia salvadora de la fe.
Jesús se acerca al Bautista para ser bautizado. Toma la condición de un pecador, se hace pecado (2 Cor. 5, 21) pero enseguida de oye la voz del cielo. “En cuanto salió del agua vio que los cielos se rasgaban y que el Espíritu, en forma de paloma, bajaba a él. Y se oyó una voz que venía de los cielos: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco.» (vv. 10-11). Se enfatiza lo humano comparte la condición de pecador, pero al mismo tiempo se subraya su dimensión divina, condición única entre los profetas que ha conocido el pueblo de Dios. Jesús es hombre y Dios, pecador e inocente por nosotros. Lo humano y divino se conjugan en forma admirable en Cristo Jesús. Esto ayuda a comprender, como la Iglesia, deberá también compartir su condición de pecadora pero también deberá ser pura y santa desde lo interior de sí misma para luchar contra el pecado. La inmersión de Cristo en el mar de los pecados de la humanidad es para redimirla con su misterio pascual de muerte y resurrección. Lo mismo hace la Iglesia, cuando evangeliza en nombre de la Trinidad, lo hace para que nazca en el corazón de los hombres el arrepentimiento y la conversión. La renovación personal, eclesial y social, será una realidad cuando cada cristiano asuma su condición de bautizado.
Sor Isabel de la Trinidad contempla en el alma de sus sobrinas, pequeños tabernáculos donde adorar a Dios Uno y Trino. “Me llena de satisfacción poder adorar a la Santísima Trinidad en esta alma constituida en su templo por el Bautismo. ¡Qué misterio!” (Cta.174)