San Lucas 1, 39-45:
Visita de María a Isabel.Autor: Padre
Julio Cesar Gonzalez Carretti OCD
Lecturas:
a.- Miq.
5,1-4: De ti Belén de Efrata, saldrá el jefe de Israel.
b.- Heb. 10, 5-10: Aquí estoy para hacer tu voluntad.
c.- Lc. 1, 39-45: Visita de María a Isabel.
Este pasaje nos anuncia que de Belén de Efrata, tierra donde nació
David, y de donde fue escogido para ser rey, “sacaré de ahí” (v.1), al futuro
gobernador de Israel, es decir, saldrá de la dinastía de David. Presenta a la
doncella que lo dará a luz, para hablarnos de su origen humano, mientras que
“sus orígenes son antiguos, desde tiempos remotos” (v.1), quiere significar, su
origen eterno y divino. El Mesías será jefe y pastor, su gobierno será con la
fuerza del Señor, un reino de paz hasta los confines de la tierra. Esta profecía
encuentra en Cristo Jesús, su pleno cumplimiento, cuyo reino ya está en entre
nosotros camino de su plenitud escatológica. Cada hombre que acepta el Bautismo
y su inmersión en el misterio pascual de Cristo, nace a una vida nueva de
santidad y gracia, de justicia y de paz. Y todo comenzó en Belén. El autor de la
carta a los Hebreos, quiere establecer la superioridad del nuevo culto realizado
por Cristo, con su propia oblación, por sobre el culto establecido por la Ley de
Moisés. En este nuevo estado tiene su origen en la entrega total de Jesús a la
voluntad del Padre. Sacrificio por el cual nosotros somos santificados, y no
como fruto de ritos y sacrificios ineficaces. Entrega sacrificial de Cristo que
comienza en la Encarnación y culmina en la cruz, con una entrega de toda la vida
al servicio de la voluntad de Dios Padre.
El evangelio nos presenta a María, la Madre, como la protagonista, por la
proximidad del nacimiento de su Hijo. Su visita a Isabel encuentra su sentido
más profundo en las palabras que ésta le dirige: “Dichosa tú que has creído,
porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá” (v. 45). En María se desencadena
el cumplimiento de las promesas hechas por Dios a su pueblo. En Ella convergen
todas las profecías del AT, encarna la espera, porque creyó al Señor cuando
dijo: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc. 1, 38). Esa misma actitud, es un eco
de la de Cristo, cuando entró en la historia de los hombres en su Encarnación,
como nos dice la segunda lectura a los Hebreos: “Aquí estoy para hacer tu
voluntad” (v. 9). La fe y la obediencia hacen de María, apertura y
disponibilidad total ante el Señor, servicio al Hijo y su obra redentora. Pero
como vemos hoy, también es servicio a los hombres y mujeres, mejor dicho
solicitud maternal, por todos sus hermanos, como en el caso de su visita a
Isabel. En el trasfondo encontramos el crecimiento en la fe de María, pasando de
la luz de la Encarnación, la oscuridad del Calvario, hasta la fuerza renovadora
de Pentecostés. En todos ellos se presenta María como la Mujer nueva, la Madre,
donde la fe la sostuvo en todo momento, como a los pobres de Yahvé, confiando y
esperando la salvación que procede de ÉL. Su fe, como la nuestra, iba creciendo
en la medida que la salvación se hacía presente en su vida, que guardaba esos
acontecimientos en su corazón para meditarlo continuamente. Es lo que
denominamos la peregrinación de la fe (cfr. LG 58). La fe de María, fue mayor
que la nuestra por la cercanía al misterio de su Hijo. Comprende que ese
misterio la supera y que sólo la fe lo puede penetrar. Por lo mismo, cuanto más
nos acercamos a Dios, como los santos y místicos, sobrecogidos sentimos más
profundamente su condición humana pobre y frágil. Desde esta realidad y desde la
fe, María vive su maternidad divina y su condición de discípula perfecta de su
Hijo. Su hágase inicial, lo tuvo que renovar continuamente, porque así
comprendió y progresó María en la aceptación del proyecto de Dios, iniciado en
su Hijo, en medio de la historia de los hombres. Todo esto la convierte a la
Virgen María en modelo de creyente para la comunidad eclesial, camino que todo
peregrino de fe cristiana debe hacer, hasta la alcanzar la plenitud en Dios. Si
creemos en la palabra de Dios, como María e Isabel, es palabra que transforma la
vida en relación a nuestro prójimo, la familia, el trabajo, la sociedad.
Necesitamos profundizar en la fe que creemos, para ser guiados por el Espíritu
Santo, hasta poseer una fe ilustradísima. Hay que pedir al Señor que esa fe que
nos dio, como don y responsabilidad, aumente su ejercicio para que como María,
seamos dichosos por haber creído cuanto nos ha dicho el Señor, por su continuo
cumplimiento en nuestra vida.
Si Isabel alabó la fe de su prima María, Teresa de Jesús no cesa de
recomendarnos de imitar a la Virgen en su humildad y dedicación a Dios.
“Alabadle, hijas mías, que lo sois de esta Señora verdaderamente, pues tenéis
tan buena madre, imitadla y considerad qué tal debe ser la grandeza de esta
Señora y el bien de tenerla por patrona, pues no han bastado mis pecados y ser
la que soy para deslustrar en nada esta sagrada orden.” (3M 1,3).