Solemnidad. Pentecostes, Misa de vigilia
San Juan 7, 37-39: Quien tenga sed acuda a mí a beber.

Autor: Padre Julio Cesar Gonzalez Carretti OCD 

 

MISA DE LA VIGILIA
a.- Gn. 11, 1-9: La torre de Babel.
b.- Ex. 19, 3-8. 16-20: Os llevé en alas de águila y os traje a mí.
c.- Ez. 37, 1-14: Infundiré mi espíritu en vosotros.
d.- Joel 3, 1-5: Vuestros hijos e hijas profetizarán.
e.- Rm. 8, 22-27: El Espíritu intercede por los consagrados.
f.- Jn. 7, 37-39: Quien tenga sed acuda a mí a beber.

En esta solemne Vigilia de Pentecostés, la Iglesia nos propone una serie de lecturas para introducirnos en la vida del Espíritu que Jesús Resucitado nos quiere entregar cuando nos dona su Espíritu.

La primera lectura, no remonta a los descendientes de Noé, donde el autor sagrado nos presenta una humanidad muy unida, concentrada en un lugar, que decide construir una torre tan alta que llegue al cielo. Quiere ser el símbolo de su unidad, de su eficacia y poder. Todos ellos hablaban un misma lengua, aquí es presentada como algo valioso, por lo que dice, pero es una fuerza centrada en sí misma, afirmadora, integradora, pero sin Dios; esta es otra imagen del paraíso. El autor quiere presentar el pecado de orgullo y soberbia, en su conflictividad, presentarse como una autosalvación. El autor no escatima recursos para hablar de la técnica en la construcción de la torre, ladrillo bien cocido y el nombre de la ciudad, Babel, puerta de Dios. La confusión de las lenguas, es debida a la confusión que reina en lo interior del hombre mismo, fruto del pecado de origen. Ya no se transgrede un mandato, ni es un crimen contra el hermano, sino que es la humanidad que está confundida, la lengua que debería ser principio básico de unión se ha convertido en todo lo contrario, expresión de desorden, confusión y debilidad. El problema está en la intención de esa humanidad, en su proyecto, expresión de la desarmonía interior. Esa humanidad concibe alcanzar el cielo, por sus fuerzas, llegar a la morada de Dios, la misma ambición de Adán y Eva. Lo mismo sucede hoy que la técnica en todas sus manifestaciones, busca hacerse un nombre, autorredimirse. Pero Dios bajó para confundir las lenguas y calificar de pecado, la autosalvación de la humanidad, el pecado de vanidad, soberbia y orgullo de esa humanidad. La elección de Abraham, abre un camino de esperanza para la humanidad (Gn.12). La unidad se restaurará en Cristo Jesús, en el milagro de las lenguas de fuego en Pentecostés (cfr. Hch. 2, 5-12) y en la reunión de las naciones en el cielo, que nos presenta el Apocalipsis (7,9-10).

En la segunda lectura, contemplamos la teofanía de Yahvé, previa la alianza con la promulgación del decálogo. El pueblo se acerca al monte, ahí esta el mediador, que es Moisés, puente entre Dios y su pueblo. Yahvé deja sentir su cercanía, su presencia. Le recuerda al pueblo como los ha sacado de Egipto, los ha llevado sobre alas de águila, si obedecen la alianza, serán su propiedad como pueblo, serán una nación santa un pueblo sacerdotal. La respuesta del pueblo es aceptar todo cuanto les propone Yahvé, su Dios. La teofanía final quiere mostrar la gloria y majestad de Dios, su trascendencia y el temor religioso que inspira al pueblo de Israel. En Pentecostés encontramos al nuevo pueblo de Dios nacido de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, que el Espíritu Santo constituye como nación santa, pueblo sacerdotal, propiedad de Dios Padre. Es por medio del Bautismo, como entramos a formar parte de este pueblo sellado por el Espíritu en la sangre de Jesucristo, por la redención del mundo. Pueblo que revive este misterio en la Eucaristía, donde se come y bebe el pan de vida eterna.

El profeta Ezequiel, en la tercera lectura, nos introduce en la experiencia que los muertos reviven por la acción del Espíritu de Dios. El profeta es trasportado por el Espíritu al desierto, como lo será Jesús más adelante, y contempla una inmensidad de huesos secos y al viento-espíritu, el soplo restaurador, en definitiva, el ruah. Viento que comunica vida por todo el lugar; huesos y espíritu, muerte y vida, centran la visión del profeta. La pregunta de Yahvé es fundamental: “Me dijo: «Hijo de hombre, ¿podrán vivir estos huesos?» Yo dije: «Señor Yahveh, tú lo sabes.» Entonces me dijo: «Profetiza sobre estos huesos. Les dirás: Huesos secos, escuchad la palabra de Yahveh. Así dice el Señor Yahveh a estos huesos: He aquí que yo voy a hacer entrar el espíritu en vosotros, y viviréis. Os cubriré de nervios, haré crecer sobre vosotros la carne, os cubriré de piel, os infundiré espíritu y viviréis; y sabréis que yo soy Yahveh.» (vv. 3-6). La respuesta del profeta, confirma que Dios es dueño de la vida y de la muerte, y Ezequiel confiesa su ignorancia frente a la sabiduría y poder de Dios. Recreado el hombre en su cuerpo, falta lo principal, el aliento de vida, el soplo de Yahvé, la acción del espíritu-aliento, la vida divina. Esos seres se pusieron de pie, se transformaron en seres vivos. De la visión se pasa a la parábola, los huesos calcinados, representan el desaliento que existe entre los exiliados. Ellos saldrán de Babilonia, sepulcro de todas sus esperanzas, para establecerse en la tierra de la vida. Todo ello será obra de la infusión del Espíritu de Dios en cada uno de ellos; volverán a ser hombres libres, vivos para el prójimo y ante Dios. Si bien la intención de Ezequiel, es pensar en la liberación del destierro y no en la resurrección de los muertos, pero, la imagen que nos ha entregado, nos habla de Dios como Señor de la vida y de la muerte, que salva al Israel histórico. Es la victoria de la vida sobre la muerte, esencia del anuncio pascual; como cristianos podemos ver en esta imagen un símbolo de la resurrección particular y universal.

Joel, en la cuarta lectura, anuncia la efusión del Espíritu en el día de Yahveh. En Pentecostés, comienza esta efusión del Espíritu sobre la humanidad, Pedro cita este texto en su discurso (cfr. Hch. 2, 17; Ez. 36,27; Hch. 2,16-21). El Espíritu es derramado sobre todos sin distinción de razas ni pueblos, como lo deseaba Moisés (cfr. Nm. 11, 29); pero este es también el espíritu de profecía, caracterizado por los sueños y las visiones, motivo de una gran renovación interior (cfr. Nm. 12,6; Ez. 11, 19-20). Esta profecía se cumple plenamente con Jesús, y luego de Pentecostés en muchos y mujeres que viven una profunda experiencia de Dios, los santos y místicos, que aprenden a conocer el querer de Dios.

San Pablo, en la epístola nos habla de cómo la creación fue sometida a la vacuidad, a la inutilidad y al sin sentido por el pecado del hombre. A él se le había confiado toda la creación, pero juntamente con el responsable, la creación sufre por el desorden que hay en el interior del hombre. El mundo material creado por el hombre participa de su mismo destino. Ahora se halla en estado de corrupción, mas, el cuerpo del hombre, está destinado a la gloria, así también toda la creación (vv. 21-23); está llamado el hombre y la creación a la gloria. Con Cristo y el Espíritu Santo la creación y el hombre tienen la posibilidad de salvación eterna, por lo mismo, el cristianismo libera al hombre y la materia de la corrupción. Ahora es el Espíritu Santo, quien intercede por todos los cristianos, porque el que escruta los corazones, Dios Padre, conoce que la intercesión del Espíritu Santo es según su querer.

Juan, en su evangelio, nos invita a venir a Cristo Jesús, y beber de ÉL; les entregará su Espíritu a quienes lo hagan. Jesús se halla en la fiesta de los Tabernáculos, donde luego de una procesión con antorchas se impetraba del cielo las lluvias de otoño. Toda esta atmosfera acuática, son el trasfondo de las palabras de Jesús: “El último día de la fiesta, el más solemne, Jesús puesto en pie, gritó: «Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí», como dice la Escritura: De su seno correrán ríos de agua viva.” (vv. 37-38). Se puede leer de dos formas: “Si alguien tiene sed, que venga a mí y beba. El que crea en mí, según dice la Escritura, ríos de agua viva brotarán de su seno”. La otra forma sería: “Si alguno tiene sed, venga a mí; el que cree en mí, que beba, como dice la Escritura”. En la primera lectura, encontramos que las aguas brotan del seno de Cristo Jesús, en cambio, en la segunda, puede ser del seno del creyente como del Señor Jesús. La cita que menciona Jesús de la Escritura no se encuentra tal como la pronuncia. Puede referirse al agua que brotó de la roca al toque de Moisés, a las aguas del templo de Zacarías o de Ezequiel (cfr. Ex. 17,6; Zac. 14, 8; Ez. 47, 1-12). Más tarde Pablo interpretará que Cristo Jesús era la roca (cfr. 1 Cor. 10,4). Queda claro que, para que brote agua del interior del hombre, debe antes haberla bebido, y la única fuente es Cristo Jesús. Como señala el apóstol Juan, una vez glorificado Cristo Jesús, los creyentes ahora reciben el Espíritu. El agua es símbolo del Espíritu, se entrega para ser bebida en la Iglesia, luego de la resurrección de Cristo. Ese manantial que se halla en el seno de Cristo Jesús es al que debemos dirigirnos para beber y seguir creyendo en ÉL, fuente de vida eterna al que el Espíritu nos ayuda buscar también en nuestro interior por medio de la oración.