XI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Mt 9,36-10,8: "La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos"

Autor: Padre Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alba

Fuente: almudi.org (con permiso)  suscribirse  

 

 

(Ex 19,2-6a) "Seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa"
(Rm 5,6-11) "Cristo murió por los impíos"
(Mt 9,36-10,8) "La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos"
        

Jesús, preocupado -el verbo griego es muy expresivo: conmoverse en las entrañas- por la muchedumbre de seres humanos que, “como ovejas sin pastor”, andan desorientadas y, en ocasiones, maltratadas, pide a sus discípulos que rueguen a Dios para que “envíe obreros a su mies”, su Iglesia. Después, Él mismo eligió a Doce dándoles poderes especiales.

Antes de elegirlos y antes también de enviarlos a evangelizar, el Señor reza y manda rezar. Toda actividad apostólica debe ir precedida y acompañada de una intensa y continua oración. La misión de los cristianos es, eminentemente, sobrenatural, excede nuestras posibilidades humanas, por tanto los medios han de ser también sobrenaturales: contar con Dios por la oración. “Venga a nosotros tu Reino”, nos hace decir Jesús en la oración compuesta por Él. Debemos hablar de Dios a los hombres, pero antes, debemos hablarle a Dios de esas personas que queremos acercar a Jesucristo.

Los Doce elegidos por el Señor van a ser como los doce patriarcas del nuevo Pueblo de Dios que es su Iglesia. “El Señor Jesús, después de haber hecho oración al Padre, llamando a sí a los que quiso, eligió a doce para que viviesen con Él y para enviarlos a predicar el reino de Dios... para que, participando de su potestad, hiciesen discípulos de Él a todos los pueblos”  (LG, 19). También a quienes pertenecemos a la Iglesia nos llama el Señor para extender la verdad cristiana por todas partes y nos concede el poder para superar los obstáculos que se interpongan en el éxito de esta gran obra de la redención del género humano. ¡También yo cuento para Dios y puedo serle útil! ¡También yo puedo devolver la vista a los ciegos, curar a paralíticos, resucitar muertos! Esto es, lograr que quien no veía la trascendencia de la verdad de Cristo, ahora la comprenda. Que quien estaba muerto para la vida eterna, resucite a una vida cristiana recta, bautizándose o haciendo una sincera Confesión y acudiendo a la Eucaristía.

“Milagros como Cristo, milagros como los Apóstoles haremos. Quizá en ti mismo, en mí se han operado esos prodigios: quizá éramos ciegos, o sordos, o lisiados, o hedíamos a muerto, y la palabra del Señor nos ha levantado de nuestra postración... He predicado constantemente esta posibilidad, sobrenatural y humana, que nuestro Padre Dios pone en las manos de sus hijos: participar en la Redención operada por Cristo. Me llena de alegría encontrar esta doctrina en los textos de los Padres de la Iglesia. S. Gregorio Magno precisa: los cristianos quitan las serpientes, cuando desarraigan el mal del corazón de los demás con su exhortación al bien... La imposición de las manos sobre los enfermos para curarlos, se da cuando se observa que el prójimo se debilita en la práctica del bien y se le ofrece ayuda de mil maneras, robusteciéndole en virtud del ejemplo. Estos milagros son tanto más grandes en cuanto que suceden en el campo espiritual, trayendo la vida no a los cuerpos sino a las almas. También vosotros, si no os abandonáis, podréis obrar estos prodigios, con la ayuda de Dios” (Hom in Ev, 29, 4) (S. Josemaría Escrivá).

Pero nuestra experiencia nos dice que hay personas y ambientes tan impermeables al mensaje cristiano, que parece que tienen atrofiada la dimensión eterna de la vida y se comportan como aquellos atenienses que escucharon a S. Pablo: “¿Qué querrá decir este charlatán?; parece un predicador de divinidades extranjeras” (Hch 17,18). Con todo, hemos de insistir confiados en que la Redención se sigue haciendo. Los mismos poderes que Jesús tenía para sanar los transmitió a su Iglesia. En ocasiones puede parecer que la realidad de la falta de fe en amplios sectores desmiente esta verdad. No sabemos en qué medida podemos influir en quienes nos rodean y a dónde va a parar el buen ejemplo, o qué repercusión tuvo aquel consejo, aquella advertencia..., pero es evidente que cuando hacemos el bien a nuestro alrededor, eso nunca es estéril. “Mis elegidos, nunca trabajan en vano” (Is 65,23).

No deberíamos medir la eficacia de nuestros esfuerzos para que Cristo sea conocido y amado por los frutos inmediatos que alcanzamos a ver. El influjo del empeño de cada uno, llega más allá del círculo en que nos movemos: se extiende al mundo entero. Debemos mirar con ojos de fe la gran obra de la liberación iniciada por Cristo y que, como eficaz medicina, devolverá la salud perdida a todo el género humano. La fe permite ver el final de las labores. “He aquí que se acercan los días -dice el Señor-: y el que ara alcanzará al que siega, y el que pisa las uvas al que siembra; y los montes destilarán dulzura” (Amós 9,13).