XX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Mt 15,21-28: "Mujer, qué grande es tu fe"

Autor: Padre Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alba

Fuente: almudi.org (con permiso)  suscribirse  

 

 

(Is 56,1.6-7) "Mi casa es casa de oración"
(Rm 11,13-15.29-32) "Los dones y la llamada de Dios son irrevocables"
(Mt 15,21-28) "Mujer, qué grande es tu fe"
   

“Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,4). Esta universalidad de la salvación es recogida en las tres lecturas de hoy y tiene como único requisito la fe. La fe de esta mujer cananea logra que se adelante la hora prevista por Dios para anunciar la Buena Nueva a todas las gentes, como la súplica confiada de María, la Madre de Jesús y nuestra, hizo que se adelantase también la hora del ministerio público de Jesús (Cfr. Jn 2,4-11).

Centremos nuestra atención en el diálogo entre Jesús y esta mujer. Hay una resistencia inicial del Señor que ha sido enviado para salvar a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Y hay también una insistencia sin desmayos en esta mujer libanesa: “¡Señor, Hijo de David, apiádate de mí! Mi hija es cruelmente atormentada por el demonio”. Es el grito angustioso de tantas madres que ven cómo el mal se ha cebado en sus hijos. Hay males del cuerpo; pero también los hay del espíritu: gentes que no creen en Dios. Y de la voluntad: gentes que no quieren creer porque eso obliga a compromisos. Empujada por el amor a su hija, esta madre apeló con todas sus fuerzas a la piedad y al poder de Jesús. Pero Él, no le respondió palabra. ¡El silencio de Dios! ¡He aquí algo tan escandaloso o más que el sufrimiento del cuerpo o del espíritu! ¿Cómo creer en un Dios que permite tanto drama humano, tanta desorientación religiosa? El hombre tiende a responsabilizar a Dios del mal que le rodea y que se debe al uso torcido que él mismo hace de la libertad que Dios le ha concedido. Esta madre no protesta, no acusa, sino que postrándose ante Jesús le dice: “Señor, ayúdame”.

“Pedid y se os dará…” (Mt 7,7-11). Sí, pero ¿quién podría contar el número de los que desertaron de la vida de oración retirándole a Dios su confianza al no ver atendidas sus peticiones? ¿Para qué sirve rezar?, se dice con despecho al ver que los males no se solucionan. Que Dios no nos dé siempre lo que le pidamos no quiere decir que no nos haya oído. Es éste un error frecuente. Querer que Dios ejecute nuestros deseos no sería pedir sino mandar. ¿Y qué pedimos la mayoría de las veces? El alejamiento del dolor, el éxito fácil, la solución rápida de un problema. Y nuestro Padre Dios, que sabe mejor que nosotros lo que nos conviene, deja que los acontecimientos sigan su curso porque de ellos se derivará un bien mayor para nosotros. Ignorantes o impulsivos pedimos piedras en lugar de pan.

Dios es la Bondad y la Sabiduría eterna y nos ama más de lo que nosotros nos amamos a nosotros mismos; nos conoce mejor de lo que nos conocemos y, en consecuencia, da siempre lo que más nos conviene aunque no lo entendamos así. Unas veces nos dirá como a esta mujer: “que te suceda como tú deseas”; y, otras, como a sus discípulos Santiago y Juan: “no sabéis lo que pedís” (Mt 20,22). Pero tanto en una ocasión como en la otra, nos ha escuchado. “Me invocaréis y Yo os oiré” (Is 58,9).

Esta mujer cananea es el símbolo de la Iglesia que clama a Dios, día y noche, año tras año, a lo largo de los siglos para que la libre del mal. Hay etapas de su historia, en las que parece que Dios calla. Pero no es así. La Iglesia cree en la salvación ofrecida por Dios aunque el mal parezca triunfar como creyó esta mujer sin haber visto la curación de su hija. “Por esto que has dicho, vete, el demonio ha salido de tu hija”, dijo Jesús. “Y al regresar a su casa, encontró a la niña en la cama, y que el demonio había salido”. La fe permite ver el final anticipadamente.