Domingo de Ramos, Ciclo B

Mc 14,1-15-47: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Autor: Padre Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alba

Fuente: almudi.org (con permiso)  suscribirse  

 

 

 

(Is 50,4-7) "No retiré mi rostro de los que me injuriaban"
(Fil 2,6-11) "Se anonadó a sí mismo, tomando forma de siervo"
(Mc 14,1-15-47) "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Cualquier episodio de la vida de Jesús es de una profundidad insondable, infinita, y lo que observamos en una primera mirada es tan sólo la superficie de algo que comienza y termina en la eternidad. Con todo, la mente y el corazón se quedan perplejos al ver padecer de forma tan cruel y humillante a Aquel por quien fueron creados los ángeles, los hombres, los cielos y la tierra.

En estos días solemnes de la Semana Santa, la Iglesia nos invita a considerar los sufrimientos del Señor: el prendimiento en la noche, la traición de uno de los suyos, los golpes e insultos, los testigos falsos y el juicio clandestino, la tortura de la flagelación, la lenta marcha hacia el calvario, la muerte en las afueras de la ciudad como si fuera un criminal. Pero si el dolor físico fue grande, el de su alma roza el misterio cuando escuchamos esa pregunta dirigida al Padre: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.

Los evangelistas nos cuentan con escueta sobriedad la entrega sin resistencia de Jesús al tormento y al ridículo, pero eso no impide que intuyamos el abismo de su dolor. Jesús toma sobre sí, por amor al Padre y a nosotros, el castigo que habían merecido por sus pecados todos los hombres de todos los tiempos: “Él es la víctima de propiciación por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino por los del mundo entero” (1 Jn 2,2).

¡Qué angustia probaría Jesús cuando se viera cubierto por lo que de más odioso y horrible cometió y cometerá hasta el fin de los tiempos la criatura humana! La arrogancia, la incredulidad, la rebeldía, la fiebre de la concupiscencia, las pasiones descontroladas, la obstinación del orgullo que han originado y originarán todavía tantas guerras inhumanas. La rapiña, tan vieja como la humanidad, que vende y explota a tantos inocentes. Esa ceguera humana que elimina a incontables seres humanos antes de nacer, o que mueren sin saber por qué víctimas del hambre y la miseria. Todos estos pecados están ahora ante Él, sobre Él. S. Pablo dirá: “Al que no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros” (2 Cor 5,21). Jesús se dirige a su Padre-Dios en la Cruz como el criminal y no la víctima. El sufrimiento humano ha alcanzado aquí su límite porque el Padre “cargó sobre Él la iniquidad de todos nosotros” (Is 53,6). Este horrible peso que Cristo percibe como nadie por su unión esencial con el Padre -entre el Tres veces Santo y el pecado hay un abismo infranqueable- le lleva a decir: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.

El dolor de Cristo en su Pasión es un misterio absoluto para nosotros. El misterio de un amor que no es de este mundo y que debe hacer brotar en nosotros el más sentido agradecimiento, un sincero dolor por nuestras ofensas y olvidos, y un amor afectivo y efectivo a quien nos ha amado tanto que no se detuvo ante una muerte tan atroz y misteriosa.