II Domingo de Pascua, Ciclo B

Jn 20,19-31: ¡Señor mío y Dios mío!

Autor: Padre Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alba

Fuente: almudi.org (con permiso)  suscribirse  

 

 

 

(Hch 4,32-35) "Lo poseían todo en común"
(Jn 5,1-6) "Lo que ha conseguido la victoria sobre este mundo es nuestra fe"
(Jn 20,19-31) ¡Señor mío y Dios mío!

Con la muerte violenta y afrentosa de Jesús el pasado fin de semana, parecía que todas las
esperanzas de sus discípulos habían sido destrozadas. Jesús había unido de tal modo su
mensaje de salvación a su persona que, viéndolo colgar de un palo como un maldito de Dios,
propagar su doctrina era un escándalo para los judíos y una locura para los gentiles (Cf. 1
Cor 1,23). Sin embargo, pocos días después de aquel Viernes espantoso, sus enseñanzas
corrían de boca en boca con un dinamismo inimaginable. Fue el verlo resucitado lo que
originó este vigoroso impulso catequético que se mantiene vivo en nuestros días.

El escepticismo que un suceso de esta naturaleza puede provocar en quien recibe esta
noticia: Jesucristo ha resucitado, no es mayor que el que encontró en el grupo de sus
discípulos más íntimos. Los evangelios nos hablan de las dudas, de la incredulidad y de la
terquedad con que es recibida esta noticia. Especialmente expresiva resulta la postura de
Tomás que nos narra el Evangelio de la Misa de hoy. Con dolorida y cariñosa ironía invita
Jesús a Tomás a que realice la exploración que exige. El discípulo se rinde ante la
evidencia, pero Jesús le dice y nos dice: “Dichosos los que crean sin haber visto”.

Creer no es estar convencidos de algo por una información sin fundamento. Es escuchar unas
palabras, aceptarlas y llevar la inteligencia más allá de sus límites basándonos en la
confianza y la autoridad de la persona que me asegura aquello. Creer es poner el corazón
cerca de esa persona que merece nuestra confianza. Es un modo de amar, como afirmaba
Newman: “creemos porque amamos”. Sin la fe, que es el conocimiento más espontáneo y más
frecuente del hombre, no podríamos dar un paso en la vida. Toda nuestra convivencia está
sostenida por una tupidísima red de actos de fe. En el mundo del trabajo, de las
comunicaciones, en la ayuda que unos a otros nos prestamos en el campo médico, jurídico,
financiero, alimenticio, etc., juega un papel decisivo la fe en los demás. La fe es también
nuestra primera y más rica fuente de conocimientos científicos. El saber humano en todas
sus vertientes depende del aporte de conocimientos y de esfuerzos de años de investigación
paciente de una multitud de seres humanos. La mayor parte de lo que la ciencia biológica,
matemática, jurídica, etc., me ha legado con los años y me sigue aportando todavía, lo
recibo por la fe. Ciertamente y en teoría, podría comprobar si esos datos que recibo son
exactos, pero en la práctica carecería de tiempo y tal vez de capacidad para ello. Si
desconfío de los datos que a diario me están suministrando millones de personas, tampoco en
el ámbito del saber podría dar un paso. Lo más irracional de este mundo es conducirse sólo
con la razón. Es un imposible.

Si esto es así, ¿qué tiene de extraño que Dios y su Iglesia nos pidan un asentimiento a las
verdades reveladas aun cuando no siempre las comprendamos del todo o nos parezcan absurdas?
“Dichosos los que crean sin haber visto”. Aquí estamos nosotros recogiendo esta alabanza
que viene de Dios y que elogia algo tan humano como es la confianza, la buena fe. ¡Si tú me
lo dices, lo creo! ¡Qué humano es esto! Es lo que Jesús espera de nosotros, que le creamos.

Pero la fe no debe estar sólo en los labios porque, como enseña el apóstol Santiago, “¿qué
aprovecha, hermanos míos, que uno diga que tiene fe, si no tiene obras? ¿Puede acaso la fe
sola salvarle?” (2, 14). Fe que nos lleve a amar a Dios de verdad, cumpliendo con amor sus
mandatos; a preocuparnos seriamente por los demás, procurando influir cristianamente en sus
vidas y ayudándoles también materialmente con nuestro trabajo bien hecho y la limosna