Mateo 8, 5-11:

El Señor llama a nuestra puerta

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté  

 

 

De la oración colecta: “Concédenos, Señor, Dios nuestro, anhelar de tal manera la llegada de tu Hijo Jesucristo, que cuando llame a nuestras puertas, nos encuentre velando en oración y cantando sus alabanzas”

“¡El Señor está cerca!” Es el grito que la liturgia hace resonar en nuestros oídos de mil modos diferentes, a lo largo de estas semanas preparándonos para la venida del Señor. Pues “Adviento” es preparación para “la venida”: Jesús quiere llegarse a nuestra alma –como nació en Belén- por la gracia, el día de Navidad. Hay un famoso cuadro en la catedral de San Pablo, en Londres, que se paseó por medio mundo, muestra Jesús llamando a nuestra puerta. Cuando fue presentado por el pintor, un asistente le hizo ver que quizá se había olvidado la manecilla de la puerta, por que Jesús pudiera entrar. Pero el autor aprovechó para explicarle que esa puerta, la de nuestro corazón, no tiene picaporte por fuera, sólo se puede abrir por dentro. Por eso, mientras hacemos memoria de nuestra salvación y agradecemos la próxima venida del Hijo de Dios a la tierra, nos preparamos para abrirle la puerta de nuestro corazón, de modo que pueda entrar, aquel que así lo haga –dice la primera lectura, de Isaías- “será llamado santo, así como todo el que está escrito en la vida en Jerusalén”: esta venida está relacionada con la final, venida de Jesús al término del mundo como Juez supremo de vivos y muertos. Y esta preparación –sigue Isaías- “ocurrirá cuando limpiare el Señor las manchas de las hijas de Sión y lavare la sangre de Jerusalén con espíritu de justicia y con espíritu de ardor”. Como canta el salmo, nuestra respuesta ha de ser alegre, decidida: “iremos con alegría a la casa del Señor”, deseando ese día de la salvación, deseando que Jesús venga: “Ven para librarnos, Señor Dios nuestro; muéstranos tu rostro, y seremos salvos” (Aleluya).

Esta es la salvación que proclama el Evangelio, con la fe del Centurión que ruega por su siervo enfermo. “Y le dijo Jesús: ‘yo iré y lo sanaré’. Y respondiendo el centurión, dijo: ‘Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero mándalo con tu palabra y será sano mi siervo’…” Jesús se emociona con esas palabras: “se maravilló y dijo a los que le seguían: ‘verdaderamente os digo que no he hallado fe tan grande en Israel’”… Cuando en cada Misa recordemos esas palabras antes de comulgar, podemos renovar nuestra fe, y pedir al Señor la curación de nuestra alma, que venga y nos transforme. En ese pasaje, además, podemos responder a la pregunta que el Papa hace en su Encíclica: “¿Es individualista la esperanza cristiana?” Muchos piensan en “salvarse”, como recuerda H. de Lubac: « ¿He encontrado la alegría? No... He encontrado mi alegría. Y esto es algo terriblemente diverso... La alegría de Jesús puede ser personal. Puede pertenecer a una sola persona, y ésta se salva. Está en paz..., ahora y por siempre, pero ella sola. Esta soledad de la alegría no la perturba. Al contrario: ¡Ella es precisamente la elegida! En su bienaventuranza atraviesa felizmente las batallas con una rosa en la mano ». Pero esto no es así, sigue diciendo de Lubac, siguiendo la teología de los Padres: “la salvación ha sido considerada siempre como una realidad comunitaria”, como vemos en el Centurión, que se ocupa de su siervo, como vemos en la lectura de Isaias que habla de una « ciudad » (Sión, Jerusalén) “y, por tanto, de una salvación comunitaria”. El pecado aparece “como la destrucción de la unidad del género humano, como ruptura y división. Babel, el lugar de la confusión de las lenguas y de la separación, se muestra como expresión de lo que es el pecado en su raíz”. Hoy también aparecen esas nuevas Babeles, multitudes incomunicadas, una agresividad en el ambiente… Entonces, ¿es algo a la ver personal y comunitario, y en qué consiste?

En la Carta a Proba, san Agustín “intenta explicar un poco esta desconocida realidad conocida que vamos buscando”. Buscamos « vida bienaventurada [feliz] ». como expresa tan bien el Salmo 144 [143],15: « Dichoso el pueblo cuyo Dios es el Señor ». Y dice Agustín: « Para que podamos formar parte de este pueblo y llegar [...] a vivir con Dios eternamente, ‘‘el precepto tiene por objeto el amor, que brota de un corazón limpio, de una buena conciencia y de una fe sincera'' (1 Tm 1,5) ». La mirada limpia del corazón nos lleva a pensar en los demás, salir de uno mismo con el don de sí, expresión de esa esperanza cierta, esa es la llave que abre la puerta a Jesús Salvador.