Mateo 7,21.24-27:
Cristo, fundamento para la vida eternaAutor: Padre Llucià Pou Sabaté
“Vivamos con justicia y piedad en el tiempo presente, aguardando la feliz esperanza y la manifestación de la gloria del gran Dios” (Antífona de Comunión: Tito 2, 12-13)
El Evangelio
(Mt 7,21.24-27) nos muestra hoy cómo “Jesús dijo a sus discípulos: «No todo el
que me diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los cielos, sino el que haga
la voluntad de mi Padre celestial”. Y nos indica el modo en que hemos de
edificar nuestra vida: “Así pues, todo el que oiga estas palabras mías y las
ponga en práctica, será como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca:
cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, y embistieron
contra aquella casa; pero ella no cayó, porque estaba cimentada sobre roca. Y
todo el que oiga estas palabras mías y no las ponga en práctica, será como el
hombre insensato que edificó su casa sobre arena: cayó la lluvia, vinieron los
torrentes, soplaron los vientos, irrumpieron contra aquella casa y cayó, y fue
grande su ruina»”. ¿Es la fe, o son las obras, lo que salva? En nuestro mundo
vemos muchas cosas en contraste con lo que indica la Iglesia, la sociedad no es
como “tendría que ser”, y esto lleva a muchos a soñar tiempos mejores, y sufrir
por la condenación de tantas almas, y nos gustaría cambiarlo todo enseguida, aún
a costa de la libertad. En la Encíclica sobre “Salvados por la esperanza”,
Benedicto XVI indica: “el esfuerzo cotidiano por continuar nuestra vida y por el
futuro de todos nos cansa o se convierte en fanatismo, si no está iluminado por
la luz de aquella esperanza más grande que no puede ser destruida ni siquiera
por frustraciones en lo pequeño ni por el fracaso en los acontecimientos de
importancia histórica. Si no podemos esperar más de lo que es efectivamente
posible en cada momento y de lo que podemos esperar que las autoridades
políticas y económicas nos ofrezcan, nuestra vida se ve abocada muy pronto a
quedar sin esperanza”. No está ahí nuestro fundamento: “El reino de Dios es un
don, y precisamente por eso es grande y hermoso, y constituye la respuesta a la
esperanza. Y no podemos –por usar la terminología clásica– « merecer » el cielo
con nuestras obras. Éste es siempre más de lo que merecemos, del mismo modo que
ser amados nunca es algo « merecido », sino siempre un don”. Dios nos sigue
amando igual, aunque nosotros no nos portemos bien. El corazón de Dios se vuelca
en nosotros como hijos suyos, más allá de la realidad concreta de nuestras obras
buenas o malas. El otra día un niño, enfadado con su padre, le decía: “¡ya no te
quiero!” y el padre le contestaba: “pues yo sí, te seguiré queriendo siempre”.
Así hace Dios...
Cuantas
angustias se han causado, por no explicar bien como es Dios, mostrándolo como
"justiciero"... toda justicia divina hay que entenderla desde esta misericordia.
Dicen de un
niño que era un desastre, la maestra en lugar de reñirlo se le acercó, él
esperaba ya una bofetada, pero ella le dio un beso, y le ayudó. Al cabo de los
años, el chico, ya bien situado a la vida, le escribió a la maestra que no había
tenido experiencia de los padres, vivía con unos tíos, y “el beso de aquel día
fue el primero que recuerda de su vida”, que a partir de aquel momento cambió.
Eso es lo que hace el amor, nos lleva a la salvación. En una sociedad inmersa
dentro del remolino de mejorar el bienestar temporal nos ayuda a verlo todo -el
hombre y la creación entera- desde la felicidad última, no solo lo que somos
sino sobre todo lo que estamos llamados a ser.
Pienso que
nosotros no podemos acoger este don infinito de Dios sino ensanchando nuestro
corazón para poderlo llenar según la capacidad, por eso las obras importan, como
sigue diciendo el Papa: “No obstante, aun siendo plenamente conscientes de la «
plusvalía » del cielo, sigue siendo siempre verdad que nuestro obrar no es
indiferente ante Dios y, por tanto, tampoco es indiferente para el desarrollo de
la historia. Podemos abrirnos nosotros mismos y abrir el mundo para que entre
Dios: la verdad, el amor y el bien. Es lo que han hecho los santos que, como «
colaboradores de Dios », han contribuido a la salvación del mundo (cf. 1 Co 3,9;
1 Ts 3,2)”. Como la Escritura hay que leerla en el contexto de su unidad,
sabemos que los que creen no quedarán confundidos; todos los que reconocen a
Jesús como Salvador y así lo invocan, se salvarán (Romanos 10,9-13). Pero la fe
«obra mediante la caridad», que está proyectada a la felicidad de los demás, a
trabajar en la construcción del mundo en que vivimos. Por eso, «sed, pues,
ejecutores de la palabra y no os conforméis con oírla solamente, engañándoos a
vosotros mismos» (Santiago 1,22); «la fe, si no tiene obras, está verdaderamente
muerta» (2,17); «como el cuerpo sin alma está muerto, así también la fe sin
obras está muerte» (2,26). Es lo que el Señor nos dice hoy: «No todo el que me
diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los cielos, sino el que haga la
voluntad de mi Padre celestial» (7,21).
Se trata de
“escuchar y cumplir; es así como construimos sobre roca y no encima de la arena.
¿Cómo cumplir? Preguntémonos: ¿Dios y el prójimo me llegan a la cabeza —soy
creyente por convicción?; en cuanto al bolsillo, ¿comparto mis bienes con
criterio de solidaridad?; en lo que se refiere a la cultura, ¿contribuyo a
consolidar los valores humanos en mi país?; en el aumento del bien, ¿huyo del
pecado de omisión?; en la conducta apostólica, ¿busco la salvación eterna de los
que me rodean? En una palabra: ¿soy una persona sensata que, con hechos, edifico
la casa de mi vida sobre la roca de Cristo?” (A. Oriol Tataret). Esta es la
fundamentación que pedimos hoy en nuestra plegaria: “Tú, Señor, estás cerca, y
todos tus caminos son verdad y vida; hace tiempo comprendí que tus preceptos son
fuente de vida eterna” (Antífona de entrada; Sal 118, 151-152). Que estos
preceptos sean vividos por todos los cristianos, por todos los hombres, y para
ello que especialmente los sientan aquellos corazones que alguna vez pensaron en
entregarse a Dios y a los demás, esos instrumentos que el Señor necesita para
venir a la tierra, y extender el amor. Que esas personas que conocieron de cerca
la Verdad, y por flaqueza se apartaron, vuelvan al arado. Y que todo el mundo,
todos los hombres de cualquier raza, lengua o religión, participe de esta
esperanza de Navidad.