San Juan 1,1-18:
Es la tercera de las virtudes..Autor: Padre Llucià Pou Sabaté
Texto del Evangelio (Jn 1,1-18):
En el principio existía la
Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba en el
principio con Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto
existe. En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz
brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron.
Hubo un hombre, enviado por
Dios: se llamaba Juan. Éste vino para un testimonio, para dar testimonio de la
luz, para que todos creyeran por él. No era él la luz, sino quien debía dar
testimonio de la luz.
La Palabra era la luz
verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba,
y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los
suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de
hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; la cual no nació de sangre,
ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios.
Y la Palabra se hizo carne, y
puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe
del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de Él
y clama: «Éste era del que yo dije: El que viene detrás de mí se ha puesto
delante de mí, porque existía antes que yo». Pues de su plenitud hemos recibido
todos, y gracia por gracia. Porque la Ley fue dada por medio de Moisés; la
gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. A Dios nadie le ha visto
jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, Él lo ha contado.
Comentario:
«En el principio existía el
Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios… El Verbo-La Palabra
se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros». Este brillante poema inspirado
nos muestra la nueva creación, por eso comienza igual que al comienzo del mundo:
“en el principio”, y vemos a Dios Trinidad, que es la revelación cristiana: Dios
como amor, como familia. Revelación del hombre, como imagen de Dios, que se
realiza en el amor, en la familia. Jesús, al nacer, inaugura la familia en
sentido pleno, abierta a los demás, al “tercero”, la expansión del amor, que
puede ser biológica o espiritual, en cualquier caso para que sea verdaderamente
divina ha de ser de un amor auténtico, no de posesión sino de amistad. De todas
formas, en esta similitud con “el principio” vemos diferencias con respecto al
Génesis 1 (cf. Comentario de la Universidad de Navarra): aquí es el principio
eterno, allí temporal; aquí todo se hace en Cristo, explicando mejor lo que allí
se indica, que es simplemente la sucesión del “hacerse”; en catalán tenemos un
villancico que dice de Jesús: “sus manecillas blancas, pequeñas como son, siendo
tan pequeñitas hicieron el mundo”. De una forma u otra se indica en la
Escritura: “por Él fueron hechas todas las cosas”, es decir “en vistas a Él”, y
también “por sus manos”. Él es el prototipo por el que se crea todo, a su
imagen, y también “las manos de Dios” por el que se hacen todas las cosas, y
ahora la Redención. Se puede leer también el texto de este modo: “todo fue hecho
por él / y sin él no se hizo nada; / cuanto ha sido hecho en él, era vida, / y
la vida era la luz de los hombres”.
“Hoy, dice Mons. Jaume Pujol,
con la sencillez de niños, consideramos el gran misterio de nuestra fe. El
nacimiento de Jesús señala la llegada de la ‘plenitud de los tiempos’. Desde el
pecado de nuestros primeros padres, el linaje humano de había apartado del
Creador. Pero Dios, compadecido de nuestra triste situación, envió a su Hijo
eterno, nacido de la Virgen María, para rescatarnos de la esclavitud del pecado.
El apóstol Juan lo explica
usando expresiones de gran profundidad teológica: «En el principio existía la
Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios» (Jn 1,1). Juan
llama “Palabra” al Hijo de Dios, la segunda persona de la Santísima Trinidad. Y
añade: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros» (Jn 1,14).
Esto es lo que celebramos
hoy, por eso hacemos fiesta. Maravillados, contemplamos a Jesús acabado de
nacer. Es un recién nacido… y, a la vez, Dios omnipotente; sin dejar de ser
Dios, ahora es también uno de nosotros.
Ha venido a la tierra para
devolvernos la condición de hijos de Dios. Pero es necesario que cada uno acoja
en su interior la salvación que Él nos ofrece. Tal como explica san Juan, «a
todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios» (Jn 1,12).
¡Hijos de Dios! Quedamos admirados ante este misterio inefable: «El Hijo de Dios
se ha hecho hijo del hombre para hacer a los hombres hijos de Dios» (San Juan
Crisóstomo).
Acojamos a Jesús,
busquémosle: solamente en Él encontraremos la salvación, la verdadera solución
para nuestros problemas; sólo Él da el sentido último de la vida y de las
contrariedades y del dolor. Por esto, hoy os propongo: leamos el Evangelio,
meditémoslo; procuremos vivir verdaderamente de acuerdo con la enseñanza de
Jesús, el Hijo de Dios que ha venido a nosotros. Y entonces veremos cómo será
verdad que, entre todos, haremos un mundo mejor”.
A modo de una piedra que
produce ondas cada vez más amplias, se va desarrollando el poema. Ahora aparece
la luz, que “brilla en las tinieblas”, que no pueden nada contra la luz: “yo soy
la luz”, nos dirá más tarde, que irá aclarando todo. La ceguera de la oscuridad
impide ver la luz: “bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a
Dios”. Esta luz se nos ofrece a todos, pero podemos cerrar los ojos a ella:
“ilumina a todos según la disposición y la voluntad de cada uno, dirá S. Juan
Crisóstomo (homilías sobre san Juan, 8, 1). En cuanto depende del Verbo, ilumina
a todos. Pero si libremente los hombres cierran los ojos de su alma a esta luz,
si rechazan sus rayos, entonces el que permanezcan en tinieblas no se debe a la
naturaleza de la luz, sino a la maldad de corazón de quien se priva de este don
de la gracia”.
En este sentido, es confusa
la expresión “que viene a este mundo. En el mundo estaba... y el mundo no le
conoció”. Ahí indica que vino por amor al mundo: “tanto amó Dios al mundo que le
entregó a su Hijo unigénito” (Juan 3, 16-17). El mundo es bueno, es un regalo de
Dios, y el jardín que nos entregó para custodiarlo. Y Jesús ha venido “para que
el mundo se salve por él”, sigue diciendo el texto citado. Pero indica también
los hombres que se oponen a Dios, al no reconocer al Creador se cierran, “los
hombres que, obcecados por sus culpas, no reconocen en el mundo la obra del
Creador (cf. Rom 1, 18-20; Sap 13, 1-15) quedan apegados sólo al mundo y gustan
exclusivamente de las cosas que son del mundo” (S. Juan Crisóstomo, hom sobre
San Juan, 7).
Recibir el Verbo es abrir los
ojos a la fe. ¿Qué es la Navidad para mi?, se preguntaba Alfonso López Quintás.
Y cita la que se hizo Chiara Lubich: ¿Qué es para ti Jesucristo? Ella, sin
dudarlo un instante, respondió con la decisión con que se dice algo obvio: “¡Es
todo!”. Jesús no es sólo el mensajero que Dios envía, como hizo con los
profetas, Él es la salvación, el hecho cristiano es su Persona, y somos hijos de
Dios por nuestra unión a él: “Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene
al Padre sino por mí. Si me habéis conocido, conoceréis también a mi Padre.
(...) El que me ha visto a mí ha visto a mi Padre”. (Jn 14, 6-11). “El que
entregue su vida por mí y por el evangelio, ése se salvará.... “ (Mc. 8, 35).
Aún con nuestras miserias, con los medios salvadores y el primero es el
Sacramento de su Cuerpo: “quien come de este pan ‘tiene ya’ la vida eterna, y yo
lo resucitaré el último día”, por eso repite San Pablo que debemos estar “en
Cristo”.
Jesús nos trae el amor de
Dios Padre, y su revelación es lo que nos da vida, pues la vida es amor. En
Adviento se ha preparado este momento con muchas parábolas como la oveja
perdida: la vida ha triunfado, la lógica de Dios es la del amor: la lógica de la
creatividad que nunca deja lugar al aburrimiento, la vida en plenitud que nunca
tiene hastío, el amor incondicional que engloba al perdón y por eso nunca tiene
miedo de no ser aceptados. La lógica de las reglas expresada en el hermano del
hijo pródigo, envidioso y duro, esclavo de su moral puritana, queda superada por
este nuevo modo de pensar que nos trae Jesús y que nunca descarta a nadie para
la salvación, para corresponder, para ser de su familia: “El que haga la
voluntad del Padre, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre” (Mc. 3, 31). La
familia está compuesta por los que siguen esta lógica del amor, expresada en el
sacrificio y obediencia al Padre: “Que no se haga mi voluntad sino la tuya” (Mt
26, 39). El empeño de Jesús en todo instante es cumplir la voluntad del Padre:
“Yo hago siempre lo que a Él le agrada” (Jn 8, 29). Esta forma de amor no se
conoce en el mundo de la galería de hoy, pero está en el fondo de nuestro
corazón: no hay modo de amor más grande que hacer lo que el amado quiere, querer
su querer como si fuese mío, libre de todo egoísmo, la vida hecha donación... La
interioridad de Jesús está hecha de este amor. Por eso Jesús nos revela qué es
el amor, y al mostrarnos que Dios es amor, nos dice también como ser “dios” en
“Dios”, en Cristo somos hombres divinizados, al vivir el mensaje de Navidad, que
es el Evangelio, que es el amor.
En el siglo XIX se han
constituido cuerpos doctrinales, ciencias racionalizadas como queriendo englobar
la verdad en sistemas cerrados que la comprendieran. Luego, en el siglo XX hemos
visto que la verdad no estaba cerrada como en unos recipientes por muy perfectos
que fueran los esquemas, y ha habido una crisis de la verdad. Hoy entendemos –o
intuimos al menos- que la verdad no puede cerrarse, está abierta, y que el
racionalismo del XIX quitaba misterio y era la gran mentira, la época de las
ideologías, del “seréis como dioses” en el sentido de entenderlo todo, y esto no
sólo los sistemas “malos” como liberalismo, comunismo, etc., sino la misma
verdad cristiana llamada “cristianismo” con leyes férreas que indican el camino
hacia el cielo. Por eso me gusta pensar no en “el cristianismo” sino “el Cristo”
que es el Camino, no los caminos que nos inventamos con tanta regla que quiere
someter al mismo Dios… no la regla por la que juzgamos a Dios. De manera que la
razón ha de dar una comprensión al fenómeno (“entiendo para creer”), pero no
someter Dios a nuestra pobre razón (“creo para entender mejor”). Y lo que de
verdad nos hace entender todo es el amor. La existencia cristiana no consiste en
seguir normas sino seguir a Jesús, y por él, por su amor, cumplir los
mandamientos que nos llevan a amar a Dios y a los demás: “Si me amáis,
guardaréis mis mandamientos” (Jn 14, 15). Es un amor que no ha de estar sometido
a las cosas del mundo ni a nuestra razón, pues es fundante: “El que ama al padre
y a la madre más que a mí no es digno de mí, y el que ama al hijo o a la hija
más que a mí no es digno de mí” (Mt 10, 37).
Sigue diciendo A. López que
“este amor incondicional a Jesús funda una vida interior auténtica. La vida
interior no es vida retraída, solitaria, desgajada; es vida en comunión
oblativa. ‘Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y
vendremos a él y pondremos nuestra morada en él” (Jn 14, 20-21 y 23). Si, por
amor, creamos con Dios una relación de auténtico encuentro, sentiremos vivamente
que Él pasa de ser para nosotros algo infinitamente lejano a ser íntimo, lo más
íntimo de nuestra realidad personal. Nada nos es más íntimo que lo que
constituye el principio de nuestra actividad personal”. Lo indicó San Pablo: “Ya
no vivo yo, es Cristo el que vive en mí” (Gal. 2, 20).
El amor lleva a sentir la
presencia divina aún en su “silencio”, cuando Dios calla. Tenemos la experiencia
de los santos anónimos, los sencillos, que ante una desgracia exclaman: “¡No lo
entiendo, pero Dios sabe más!”, y no caen en aquel “no lo acepto” que es el
camino que va hacia el absurdo, el resentimiento, sino por la vía de la cruz,
hasta la pascua de Resurrección. En esta conversión, metamorfosis o
transformación pascual, sigue diciendo la cita de antes: “Convierte la casa en
hogar, creando vínculos de verdadera amistad. Convierte la mera vecindad en una
relación de auténtico encuentro. Considera el pan y el vino, no como meros
productos del esfuerzo humano, sino como el fruto de una confluencia fecunda de
múltiples elementos. Convierte la libertad de maniobra –poder elegir en virtud
de las propias apetencias- en libertad creativa, capacidad de elegir siempre en
virtud del ideal de la unidad, no del propio gusto… La transfiguración básica es
la que nos eleva del estado de indiferencia o de odio hacia los demás a un
estado de amor y encuentro”. Es lo de San Juan, con su estilo directo: “Nosotros
sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos;
el que no ama -con amor generoso- sigue estando en la muerte” (1 Jn 3, 14).
Navidad es la fiesta de la transformación de las cosas humanas en divinas, del
Verbo en carne, la carne en Dios, la fiesta de los deseos humanos hechos
realidad, la fiesta de la alegría.
Navidad es triste para los
que han perdido gente querida, y los notan a faltar, sienten nostalgia. Por eso
nos conviene profundizar en la luz de Belén, de ese Jesús que luego irá
explicando con más detalle esta vida que está cosida con amor: “Yo soy la
Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque hubiere muerto, vivirá” (Jn
11,25). Así lo leyó A. López ante la muerte de un hermano: “Durante meses viví
inmerso en esta revelación maravillosa, como si fuera una morada espiritual. Y
me vi redimido de la oleada de frustración y casi rebeldía que estaba agitando
mi ánimo. Comprendí, entonces, que las palabras de Jesús son verdaderamente
“palabras de vida”, como tantas veces nos dijo San Pablo (Flp 2, 15-16; 2Cor 2,
16-17; Hebr 4,2), porque Jesús es la vida y la luz de los hombres (Jn 1, 1-4)”.
En la Cárcel Mamertina de Roma estaban Pedro y Pablo esperando la muerte,
alegres sin embargo, viviendo esta realidad de la que intentamos hablar. Los
carceleros les dijeron: “Debéis de tener una fuente interna de alegría que nadie
os puede quitar –les dijeron-. ¿No podríamos nosotros participar de esa
fuente...?” Y se bautizaron, abandonaron la vida tranquila que tenían y por
negarse a rendir culto al emperador fueron también martirizados (San Marcos y
San Marceliano). ¿Quién es este que hace felices a los desgraciados, que hace
dejar todo –salud, y hasta la vida- para dar la vida por él?
Esto nos lleva al tercer
punto de la meditación, la alegría de vivir que se transmite a los demás viene
de amar. La vida es una canción de amor, con una letra y una música. La letra es
lo que toca hacer en cada momento: levantarnos, trabajar, comer, disfrutar de la
amistad… la música es la que pone el corazón, lo que da sentido al todo y hace
la canción alegre, no aburrida sino entusiasmante, etc. Esta música del corazón
es el amor, que nos trae la Navidad. Queremos que brille en todo el mundo esta
noche, que nos habla que el éxito a la vida no es triunfar sobre los demás, sino
sentirse queridos. Jesús nos dice que Dios nos ama, que lo podemos pregonar con
nuestra vida por el mundo, como los ángeles anunciaron a los pastores. El mundo
está frío porque falta este amor, falta este sentirnos y sabernos hijos de Dios.
Jesús viene a la tierra para decírnoslo. Jesús ha nacido para mí, la noche de
Navidad, para decirme que soy hijo de Dios, y que haga lo que haga Dios es mi
padre y me perdona. Fuera tristezas, pues. Quienes viven el acogimiento de Jesús
esta noche, encuentran una gran alegría. La alegría que brota de la luz, y nunca
jamás no hay oscuridad en el mundo, traspasado por la luz del nacimiento de
Dios...
Esta alegría la vemos en una
historia, inspirada en aquella leyenda de la princesa Elena. La raptaron. Todos
la buscaron mucho tiempo, pero al cabo de los años dejaron de buscarla. Sólo una
persona, un amigo de la infancia, que la amaba mucho, continuaba buscándola, y
pasados muchos de años, en un puerto perdido de un país lejano, iba el buen
hombre buscando la amada amiga, cuando vio una mujer muy envejecida por el
dolor, desfigurada por el hambre que había pasado y desarreglada y con vestidos
pobres y destrozados, pero aún pensando que no era ella, se le acercó pues había
algo de familiar en aquella pobre desgraciada. -"Como te llamas?" le preguntó.
-"No lo sé", fue la respuesta. La vio además desmemoriada... pero de pronto
descubrió en un brazo de la mujer una señal que le dejó una herida de infancia,
un corte que se hizo jugando, y le dijo: -"¡tú eres Elena!" y poco a poco le
volvía a ella la memoria, sobre todo por la fuerza del amor que percutía en su
corazón. El amor es algo que no se borra, y recuperaron la memoria y volvieron a
Troya. Ella se curó y se descubrió miembro de la casa real. Tuvo así también la
alegría de descubrir la dignidad real tras haberla olvidado, y sobre todo el
amor del que la buscó más allá de lo previsible. En un mundo desmemoriado, que
no se sabe hijo de Dios, de sangre real, es importante la Navidad, que nos hace
memoria de nuestra dignidad...
No hay Navidad sin cava o
champán, y sin turrones..., pues tampoco hay navidades sin el perdón, sin la
confesión, sin hacer las paces... Alegría de lo que se espera desde hace
tiempo... de entrar en el pesebre, a este paraíso perdido y decirle al niño:
“Jesús, has abierto mis ojos y me has dado la luz, gracias porque eres el sol,
ayúdanos a recuperar la memoria, de sabernos hijos de Dios, ayúdanos a pensar en
lo más importante de la vida, ese amor que pones en nuestro corazón. Ayúdame a
conocer que me amas, que Belén, que quiere decir casa de pan, es también el pan
de la vida del que quieres que participe, pues tú naces dentro mío en la
comunión. Yo querría recibirte con aquella pureza, humildad y devoción con la
que te recibió la Virgen María, quiero que nazcas en mi corazón. Ayúdame a vivir
tu Amor en la familia”...
"El misterio del amor es
precisamente su capacidad de no cansarse nunca, de no abandonar ni dimitir. El
hombre no está hecho para el abandono, sino para superarse", dice Miquel
Estradé. Dice también que "el amor está por encima del derecho y la moral, sin
caer por esto en injusticia o inmoralidad". Es lo que pasa hoy, que el
sentimiento al que llamamos amor y que es tan variable quiere evitar el esfuerzo
y sacrificio, y lo quiere todo rápido, y tanta prisa hace daño, el amor tarda en
cocerse, y si no se cocina bien no es amor lo que sale al final, no sabe bien,
se tira pronto sin aprovechar. "El amor es como un fuego, fuerte y poderoso como
el fuego. Cuanto más recio es el fuego y más poderoso, más es fuego y más quema.
Cuanto más recio es el amor y más poderoso, más es amor y más ama. Luego el Amor
total no puede hacer sino amar, como el fuego no hace sino quemar" (Miquel
Estradé). Según los momentos hay que cocinar los platos con fuego lento, o a la
llama o brasa. Si lo cuidamos, crece el fuego, y salen platos sabrosos, es decir
la alegría domina en nuestras vidas, y no miraremos más lo que envidiamos, sino
disfrutaremos con lo que somos, hijos de Dios, esta sana autoestima ha de ser la
base de todo progreso, pues no lleva al conformismo sino a luchar en mejorar en
los diversos aspectos pero sin ser esclavos del éxito. Esto es el que nos enseña
Jesús con su nacimiento, se desperdiga este amor.
El camino de estos días nos
ha traído a Belén, dónde encontramos al Niño. Y canta un villancico canción de
cuna: "¿Que le daremos al Niño de la Madre? Que le daremos que le sepa bueno?"
"Es la alegría, la gran alegría, / de ver que todavía tenemos por consuelo / la
mejilla fría del Niño que sueña / y el ritmo de esta canción de cuna! ... Que le
daremos al Niño de la Madre? Que le daremos que le sepa bueno? Y mientras decía
las dulces palabras, la canción iba desperdigándose por el mundo... Cuando viene
Navidad, la canción del milagro / con el pesebre de musgo y madroño, / nos hace
pensar en un deseo de verdad, / de dar cosas al Niño de la Madre, / cosas que
vengan de dentro del corazón, / porque si es luz y misterio que asusta, / porque
si aguanta la bola del mundo, / tiene la carne desnuda yaciente en la paja, / y
las mejillas mojadas de llanto, / y quiere sentirnos mucho más cerquita, / bien
apretados alrededor de los pastores, / y quiere sentir en la piel nuestras almas
/ como el aliento de la mula y el buey!" (Del Poema de Navidad, de Sagarra).
Navidad es el día que Dios se
va haciendo pequeño hasta hacerse Niño, porque pueda yo hacerme pequeño, y
entrar en el pesebre, cantar villancicos, rogar con confianza: "no guardes para
ti el secreto de tu corazón, que soy tu amigo! Ahora dime bajito a mí, sólo a
mí. Tú que tanto gentilmente sonríes, murmúramelo dulcemente, que te sentirá mi
corazón, en mi oreja. La noche es pregonera, silenciosa la casa, los nidos de
los pájaros envueltos de sueño. Dime entre lágrimas vacilantes, entre
temblorosas sonrisas, entre dulce vergüenza y pena, el secreto de tu corazón"
(R. Tagore). Debemos pedirle que nos llene con su secreto, y luego ser buenos
instrumentos, llevar este amor vivo a los demás: "que sea mi alma la cuerda de
un laúd por siempre jamás igual y tensa y que el destino no me pueda arrancar,
decepcionado, sino una sola nota, invariable inmensa. Una nota muy grave y muy
constante. Vencido no sea nunca el clavo que tensa y que defiende la viva
pulcritud de la vibración de una cuerda tensa" (M. Torres). Nadal –decía E.
Monasterio- es el día que Jesús nos pone un tesoro en nuestras manos, él mismo,
su amor. Si no lo damos, se pierde; si lo repartimos, el Señor lo multiplica. Es
el día que Jesús nos envía un mensaje de paz, ternura y amor; es el día más
íntimo del año, se remueven los sentimientos para regalar ternura y afecto a los
parientes, familiares y amigos. Se intensifica el interés por complacer y acoger
las personas que tenemos más cerca. Es el día que regalamos una sonrisa, que
casi se desvanece en un instante, pero que enriquece al que la recibe, y tendrá
efecto por siempre jamás.
Es cuando la nieve cubre la
tierra y también algunas almas. Lo importante, en la convivencia estos días, es
tener pequeños detalles, no ser hipersensible y evitar discusiones innecesarias,
y arreglarlo enseguida, tener el don de la oportunidad, saber escuchar hasta el
final. "Qué le daremos...?" son estos los regalos que él quiere: vivir los
mejores días en compañía de toda la familia; hacer el Pesebre; regalar una
sonrisa a todos quienes lo necesiten; perdonar; vivir la pobreza, siendo
consciente de que la alegría no se compra con dinero, sino que surge de una alma
en paz con Dios, que ama; es tener presente que la Navidad más que consumir está
en repartir; es pensar que hay mucha gente necesitada -por premura de vivienda,
de alimento, de estimación- y ayudar a los de casa a sacrificar el gusto por tal
de ayudar a los otras. Es acercarse en María, por ver como ella besa la cara del
Niño porque es su hijo, los pies porque es su Dios. Ella nos enseña el secreto
de Navidad, la ciencia del amor divino y humano, el arte de amar.