San Lucas 2,22-35:
Simeón proclama a Jesús como la Luz, el Templo vivo de Dios

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté  

 

Texto del Evangelio (Lc 2,22-35):

Cuando se cumplieron los días de la purificación según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor, como está escrito en la Ley del Señor: Todo varón primogénito será consagrado al Señor y para ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o dos pichones, conforme a lo que se dice en la Ley del Señor.  

Y he aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y en él estaba el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al Niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre Él, le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel». 

Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de Él. Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: «Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción -¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!- a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones». 

Comentario:  

Lucas presupone el precepto de la presentación y rescate del hijo primogénito (Ex. 13, 2 y 12-13; Num 3, 12-13): puesto que los de la tribu de Leví eran los encargados del templo, los hijos primogénitos de otras familias se manifestaban como propiedad especial de Dios, según un rito de la presentación y rescate que servía para sustentación de la tribu sacerdotal. Así se hace el sacrificio, entendido como sacri-facere, es decir “hacer sagrado”, dedicar a Dios, a los 40 días del nacimiento; y así hizo la Sagrada Familia. Lucas también se refiere a la purificación de la madre (Lev. 12, 2-8), a los 40 días de haber nacido el niño: se hacía una ofrenda (Lev 12, 1ss.) y el rezo de unas oraciones.

            El anciano y santo Simeón tiene el honor de reconocer a Jesús como el Mesías prometido, o dicho de otro modo el que va a traer "la consolación de Israel". Su cántico sigue la idea del “Benedictus” de Zacarías: la luz que luce en las tinieblas. El "signo de contradicción" (cf. Jn 9, 39) es que los sencillos ven, los presuntuosos están ciegos. La expresión "y una espada atravesará tu propia alma" indica la participación que María tendrá en la pasión de su Hijo, como indica el relato de Juan (19, 25) con María al pie de la cruz, donde Jesús aparece como Rey, de un modo nuevo.

            Festejamos hoy el santo Rey David. En la profecía de Simeón, se eclipsan las viejas profecías para dejar paso a la nueva: el que David había anunciado, ¡ha entrado por fin en el Templo, Él es el Templo! Ahí le ponen el nombre de Jesús (“Dios que salva”), al someterse a la ley de la circuncisión ésta queda superada, ante “Dios que salva” Simeón proclama: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos» (Lc 2,29-32). Es la visión del Salvador, que se fomenta con su invocación: de aquí la importancia de decir el nombre dulce de Jesús: “Iesu, Iesu, esto mihi semper Iesu!” (Jesús, Jesús, sé para mí siempre Jesús), decía San Josemaría Escrivá, y añadía: “pierde el miedo a llamar al Señor por su nombre –Jesús- y a decirle que le quieres”. También nosotros queremos enraizarnos en el dulce nombre de Jesús, nuestro Templo. Quien pierde las raíces lo pierde todo, así pasa con las raíces históricas de un pueblo, y mucho más con el vínculo con nuestros padres, y así como buenos hijos queremos mantenernos en Cristo unidos a nuestro Padre Dios.

A veces pasamos por la vida pensando que hay algo más, algo a lo que agarrarnos para no estar solos, que algo no iba hasta que no encontramos ese amor esperado. Y, cuando lo encontramos, recuperamos el gusto por las cosas, somos capaces de renuncias por conservar ese amor, estamos contentos en el sacrificio porque hay un motivo por el que luchar. Así estaba Simeón anhelante y esperanzado, y descansó al encontrar a Jesús. Así también nosotros, en quienes el Espíritu quiere habitar (cf. 1Cor 3,16), queremos recibir a Jesús en nuestro interior. Como pedimos en la oración colecta del día 29 de diciembre: “Dios todopoderoso e invisible, que ahuyentaste las tinieblas del mundo con la llegada de tu luz, míranos con rostro benigno, para que celebremos con dignas alabanzas la grandeza del Nacimiento de tu Hijo”. Las tinieblas son el aislamiento de los demás, la soledad existencial, no sabernos unidos como hermanos porque somos hijos de Dios. Y es lo que revela el mandamiento que nos da el Señor, “lo que es verdadero en Él mismo y en vosotros –dice el Apóstol San Juan en la primera lectura (1 Jn 2, 3-11)-, porque las tinieblas ya pasaron y la verdadera luz ya luce”. La “luz para ser revelada a los gentiles y para gloria de tu pueblo” es la filiación divina y la consiguiente fraternidad, que el Señor nos consigue –como decimos al Señor en la oración sobre las ofrendas- “este glorioso intercambio: que al ofrecerte lo que nos diste, merezcamos recibirte a Ti mismo”. Esta es la misericordia que manifiesta las entrañas divinas.