San Juan 3,22-30:
Jesús, el Esposo que viene a buscarnos; que lo acojamos bien preparados

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté  

 

Texto del Evangelio (Jn 3,22-30):

En aquel tiempo, Jesús fue con sus discípulos a la región de Judea, donde pasó algún tiempo con ellos, bautizando. También Juan estaba bautizando en Enón, cerca de Salim, donde había mucha agua. La gente acudía y era bautizada. Esto sucedió antes que metieran a Juan en la cárcel. 

Por entonces, algunos de los seguidores de Juan comenzaron a discutir con un judío sobre la cuestión de las purificaciones, y fueron a decirle a Juan: «Maestro, el que estaba contigo al oriente del Jordán, aquel de quien nos hablaste, ahora está bautizando y todos le siguen». Juan les dijo: «Nadie puede tener nada si Dios no se lo da. Vosotros mismos me habéis oído decir claramente que yo no soy el Mesías, sino que he sido enviado por Dios delante de él. En una boda, el que tiene a la novia es el novio; y el amigo del novio, que está allí y le escucha, se llena de alegría al oírle hablar. Por eso, también mi alegría es ahora completa. Él ha de ir aumentando en importancia, y yo, disminuyendo». 

Comentario:

1. El pueblo de Israel, una imagen de la vida del hombre, es un continuo éxodo, la historia del mundo y la nuestra, con todas las circunstancias de la vida, todo ello es camino hacia el Señor. Hay que ensanchar las perspectivas de nuestra visión, y para ello ensanchar nuestro corazón. El vino nuevo, en odres nuevos, algo misterioso que puede significar que para acoger la buena nueva hemos de hacernos buenos y para esto hemos de hacernos nuevos, nacer de nuevo, renovarnos en el interior. Acabamos el tiempo de Navidad, y este tiempo “fuerte”, de gran belleza litúrgica, vuelve a Juan Bautista como al comienzo, cerrando un ciclo en el que nos hemos acercado a Jesús, al fuego de su amor encarnado. Nos hemos percatado estos días de que no estamos solos. Por fin llegó la plenitud de los tiempos, el momento escogido por Dios para encarnarse. Esta es la gran alegría que hemos celebrado estos días. Juan Pablo II hablaba de esta preparación con el sacramento de la confesión, y decía: “¡Empeñaos en vivir en gracia! Jesús ha nacido en Belén precisamente para esto: para revelarnos la verdad salvífica y para darnos la vida de la gracia! Empeñaos en ser siempre partícipes de la vida divina  infundida en nosotros por el Bautismo. Vivir en gracia es dignidad suprema, es alegría inefable, es garantía de paz, es ideal maravilloso, y debe ser también lógica preocupación de quien se dice discípulo de Cristo. Navidad por tanto significa la presencia de Cristo en el alma mediante la gracia.

Y si por la debilidad de la naturaleza humana se pierde la vida de divina por el pecado grave, Navidad entonces debe significar el retorno a la gracia mediante la confesión sacramental, vivida con seriedad de arrepentimiento y de propósitos. Jesús viene también para perdonar. El encuentro personal con Cristo se convierte en una conversión, en un nuevo nacimiento para asumir totalmente las propias responsabilidades de hombre y de cristiana" (A los universitarios de Roma, 18.XII.1979).

Prepararse significa luchar contra los principales obstáculos para nuestra vida cristiana: la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y el orgullo de la vida. "La concupiscencia de la carne no es sólo la tendencia desordenada de los sentidos en general (...) no se reduce exclusivamente al desorden de la sensualidad, sino también a la comodidad, a la falta de vibración, que empuja a buscar lo más  fácil, lo más placentero, el camino en apariencia más corto, aun a costa de ceder en la fidelidad a Dios (...). El otro enemigo (...) es la concupiscencia de los ojos, una avaricia de fondo, que lleva a no valorar sino lo que se puede tocar (...) Los ojos del alma se embotan; la razón se cree autosuficiente para entender todo, prescindiendo de Dios. Es una tentación sutil, que se ampara en la dignidad de la inteligencia, que Nuestro Padre Dios ha dado al hombre para que lo conozca y lo ame libremente. Arrastrada por esa tentación, la inteligencia humana se considera el centro del universo, se entusiasma de nuevo con el seréis como dioses (Gen 3,5) y, al llenarse de amor por sí misma, vuelve la espalda al amor de Dios.

La existencia nuestra puede de este modo, entregarse sin condiciones en manos del tercer enemigo, de la ‘superbia vitae’. No se trata sólo de pensamientos efímeros de vanidad o de amor propio: es un engreimiento general. No nos engañemos, porque éste es el peor de los males, la raíz de todos los descaminos" (Es Cristo que pasa, nn.5-6. Volveremos sobre las concupiscencias, al hablar de las tentaciones de Jesús). Juan el Bautista invita a una conversión de corazón. Hoy le vemos antes de caer preso. Quizá en la cárcel pudiera escribir cartas como la que alguien ha imaginado: “Ya llevo varios meses en estas mazmorras de Maqueronte y deseo comunicarme con vosotros, especialmente con los que no habéis podido venir a visitarme, a la vez que os suplico que sigáis acercándoos por aquí y me contéis cuanto sepáis de lo que hace Jesús, mi primo”; y que, al recordar el Bautismo del Señor, añade: “Me di cuenta entonces de que mi misión estaba cumplida; mi voz se hacía cada día más débil, más remota, porque El es la Palabra, y yo sólo necesitaba señalarlo, descubrirlo, ante las gentes; hacedlo ahora vosotros por mí. Ofrezco a Dios mi encierro... Desde estas prisiones estoy viviendo su hora y me lleno de gozo. Presiento que ya no van a ser necesarios los sacrificios de corderos y toros en nuestro templo, y que los sacerdotes y los levitas, los hijos de Aarón, serán olvidados. El viene a cumplir la ley de nuestros padres y a darnos la gracia de Dios; a fundar un nuevo pueblo. Hay que ensanchar el corazón. Me han dicho que incluso ha salido de nuestras fronteras, que ha pasado por Samaría anunciando la adoración a Yahwéh en cualquier lugar en espíritu y en verdad... ‘No se puede echar vino nuevo en odres viejos’ es una frase suya muy misteriosa y, a la vez, significativa. Nosotros hemos sido esas viejas vasijas y El es el vino nuevo. Y ese vino maravilloso, cuando se bebe con fe, tiene la virtualidad de convertir en nuevo a todos los que lo gustan y saborean. Si me habéis seguido cuando el pueblo sencillo venía a mí, seguidme también ahora cuando me acerco a Él; es el anunciado por los profetas y yo, el último, os lo confirmo, porque ya no habrá otros profetas que lo anuncien. ¡Ha llegado!"

2. Antoni Carol señala que “hoy nos sorprendemos viendo a Jesús y al Bautista bautizando como "en paralelo". Decimos, sí, "en paralelo", pero eso sólo ocurre aparentemente, porque Juan el Bautista remite a Jesús, que es el Mesías, el "nuevo Moisés", el Profeta tan esperado, aquel que viene para darnos a Dios. «¿Qué ha traído [Jesús]? La respuesta es muy sencilla: a Dios. Ha traído a Dios» (Benedicto XVI).

En consecuencia e inmediatamente Juan aclara el sentido del bautismo: realmente, se trata de una purificación, pero «se distingue de las acostumbradas abluciones religiosas» de aquel tiempo, y -como afirmó el papa Benedicto- «debe ser la consumación concreta de un cambio que determina de modo nuevo y para siempre toda la vida». Así, pues, el bautismo cristiano comporta un cambio tan radical como un nacer de nuevo hasta el punto de convertirnos en un nuevo ser.

Purificación, ciertamente, pero para despojarse del "hombre viejo", morir a uno mismo y -por la gracia- nacer a una nueva vida: la vida divina, algo que «nadie puede tener si Dios no se lo da» (Jn 3,28). El Concilio II de Orange enseñó que «amar a Dios es exclusivamente un don de Dios. Él mismo que, sin ser amado, ama, nos concedió que le amásemos. Fuimos amados cuando todavía le éramos desagradables, para que se nos concediera algo con que agradarle».

He ahí, pues, nuestra tarea por la santidad: profundizar en la humildad para abrir espacio a la acción de Dios y dejarle hacer. Lo importante no es tanto lo que yo haga, cuanto que Él actúe en mí: «Él ha de ir aumentando en importancia, y yo, disminuyendo» (Jn 3,30). Y nuestra alegría será tanto más completa cuanto más desaparezca el propio yo y más presente se haga el Esposo en nuestro corazón y en nuestras obras”.

El Señor está cerca, el Reino de Dios ha venido, está entre nosotros, dentro de nosotros, en cada momento de nuestra existencia. Conviene hacer ese camino de dejar obrar a Dios, que es el centro de la predicación de Juan: conviene que Él crezca en mí, es decir dejar hacer a Dios en mi alma, dejarle espacio. La respuesta central que reclama el anuncio de Cristo es dejar actuar al Espíritu Santo en nosotros (cf. Rom 8, 14), con docilidad, es decir atenta escucha (oración-fe) y respuesta de obras (caridad) en una alegría esperanzada. La acción del Espíritu es ésta, difícilmente separaremos las tres virtudes pues, aun teniendo objetos diferenciables en su estudio, en la práctica corresponden a una única actividad en el Espíritu de Dios y nuestro. Conviene dejar hacer a Dios, darle espacio, tenerle confianza, sustituir nuestra lógica pobre (en blanco y negro y dos dimensiones) por la suya (a todo color, y de tres dimensiones). 

3. Juan habla de la imagen del Esposo. Jesús es el Esposo. En la liturgia de las horas hemos podido leer estos días parte del Cantar de los Cantares, que acaba con la belleza del encuentro: “tu hablar es vino generoso, que fluye dulcemente sobre mis caricias, y se derrama entre los labios de quien sueña... (otra traducción: Que va derecho hacia mi amado, y moja los labios de los que dormitan. Yo soy para mi amado, objeto de su deseo. ¡Oh, ven, amado mío, salgamos al campo, pasemos la noche en las aldeas! De mañana iremos a las viñas, a ver si la vid está en cierne, si se abren las yemas, si florecen los granados. Allí te entregaré el don de mis amores. La mandrágora exhala su fragancia, nuestras puertas rebosan de frutos: todos, nuevos y añejos, los guardo, amado, para ti”. Después de ese hacer planes, que refleja el amor providente de Dios a lo largo de ese éxodo divino, viene un diálogo lleno de entusiasmo: “¡Ah, si fueras mi hermano, criado a los pechos de mi madre! Podría besarte en plena calle, sin miedo a los desprecios. Te llevaría, te metería en casa de mi madre y tú me enseñarías. Te daría vino aromado, beberías el licor de mis granadas. Su izquierda está bajo mi cabeza, me abraza con la derecha”. En varios lugares, la idea de amor – hermandad está muy presente. La identificación con Cristo está también muy unida a su comunión con Él y con los demás (amado con el que identificarse-amigo y hermano con el que compartir la vida). Es este estar en él y con él. “Os conjuro, muchachas de Jerusalén, que no despertéis ni desveléis, a mi amor hasta que quiera”. Parece que el amor se personifique, que tenga personalidad y actúe, aunque el amor es quizá inseparable de la persona amada.

“¿Quién es ésta que sube del desierto, apoyada en su amado? Debajo del manzano te desperté, allí donde tu madre te concibió, donde concibió la que te dio a luz. Ponme como sello en tu corazón, como un sello en tu brazo. Que es fuerte el amor como la Muerte, implacable como el Seol la pasión. Saetas de fuego, sus saetas, una llamarada de Yahvé. No pueden los torrentes apagar el amor, ni los ríos anegarlo”. Es una proclamación del amor auténtico, que bebe en las fuentes del Amor.