Marcos 1,40-45:
La misericordia de Jesús cuando nos cura

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté  

 

Texto del Evangelio (Mc 1,40-45):

En aquel tiempo, vino a Jesús un leproso suplicándole y, puesto de rodillas, le dice: «Si quieres, puedes limpiarme». Compadecido de él, extendió su mano, le tocó y le dijo: «Quiero; queda limpio». Y al instante, le desapareció la lepra y quedó limpio. Le despidió al instante prohibiéndole severamente: «Mira, no digas nada a nadie, sino vete, muéstrate al sacerdote y haz por tu purificación la ofrenda que prescribió Moisés para que les sirva de testimonio».

Pero él, así que se fue, se puso a pregonar con entusiasmo y a divulgar la noticia, de modo que ya no podía Jesús presentarse en público en ninguna ciudad, sino que se quedaba a las afueras, en lugares solitarios. Y acudían a Él de todas partes. 

Comentario:

Ya vimos a comienzos del año a Jesús con lástima por gente hambrienta (Mateo 5, 7). Los sentimientos del corazón del Señor le mueven a manifestar su misericordia; en aquel momento fue el milagro de la multiplicación de los panes, y lo hemos visto también, desde el comienzo de este año litúrgico, en los otros Evangelios de la oveja perdida, o estos días las curaciones que se desarrollan en su primera predicación en Galilea. Esto nos lleva a cultivar también nosotros los buenos sentimientos, fijándonos en Jesús, para ser como él misericordiosos. Cada página del Evangelio es una muestra de la misericordia divina. La misión de Jesús es mostrarnos la misericordia divina, la esencia de toda la historia de la salvación es sentirnos amados por Dios, abrirnos a su amor misericordioso. Esto se ve cuando Jesús cura enfermedades, que va más allá, hasta el corazón del hombre. La lepra tiene también este sentido simbólico, de estar enfermos del alma; y ésta clama en su interior por la curación, como el paralítico de hoy. Cuando Van Thuân predicó Ejercicios en el Vaticano, dijo que “los escribas y los fariseos se escandalizan porque Jesús perdona los pecados. Sólo Dios puede perdonar los pecados. El amor misericordioso resucita a los muertos, física y espiritualmente. Jesús siempre perdonó a todos. Perdonó cualquier pecado, por más grave que fuera. Con su perdón dio nueva vida a muchas personas hasta el punto de que se convirtieron en instrumentos de su amor misericordioso. Hizo de Pedro, quien le negó tres veces, su primer vicario en la tierra, y de Pablo, perseguidor de cristianos, apóstol de las gentes, mensajero de su misericordia, pues, como él decía, "allí donde abunda el pecado, sobreabunda la gracia"». Juan Pablo II agradeció a Nguyên Van Thuân sus palabras, en una carta en la que decía: «He deseado que durante el gran Jubileo se diera un espacio particular al testimonio de personas que han sufrido a causa de su fe, pagando con valentía interminables años de prisión y otras privaciones de todo tipo. Usted ha compartido con nosotros este testimonio con calor y emoción, mostrando que, en toda la vida del hombre, el amor misericordioso, que trasciende toda lógica humana, no tiene medida, especialmente en los momentos de mayor angustia. Usted nos ha asociado a todos aquellos que, en diferentes partes del mundo, siguen pagando un tributo pesado en nombre de su fe en Cristo (…) Al basarse en la Escritura y en la enseñanza de los Padres de la Iglesia, así como en su experiencia personal, especialmente de los años en los que estuvo en prisión por Cristo y su Iglesia, usted ha puesto de manifiesto la potencia de la Palabra de Dios que es para los discípulos firmeza en la fe, comida del alma, manantial puro y perenne de la vida espiritual».

Meditar en la misericordia del Señor es quizá la devoción más importante en este siglo XXI que ha de abrirnos a la esperanza en los umbrales del tercer milenio. “¡Corazón Inmaculado de María, ayúdanos a vencer el mal que con tanta facilidad arraiga en los corazones de los hombres de hoy y que con sus efectos inconmensurables pesa ya sobre nuestra época y parece cerrar los caminos del futuro! ¡Que se revele, una vez más, la fuerza infinita del Amor misericordioso! ¡Que se manifieste para todos, en vuestro Corazón Inmaculado, la luz de la Esperanza!” (Juan Pablo II).

2. “No estamos destinados a una felicidad cualquiera, porque hemos sido llamados a penetrar en la intimidad divina, a conocer y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo y, en la Trinidad y en la Unidad de Dios, a todos los ángeles y a todos los hombres.

Esa es la gran osadía de la fe cristiana: proclamar el valor y la dignidad de la humana naturaleza, y afirmar que, mediante la gracia que nos eleva al orden sobrenatural, hemos sido creados para alcanzar la dignidad de hijos de Dios. Osadía ciertamente increíble, si no estuviera basada en el decreto salvador de Dios Padre, y no hubiera sido confirmada por la sangre de Cristo y reafirmada y hecha posible por la acción constante del Espíritu Santo” (San Josemaría Escrivá, Cristo que pasa, n. 133).

Dios no tiene límites en su amor misericordioso de Padre, nos quiere muy cerca; Jesús -el Hijo- ha derrochado por nosotros hasta la última gota de su sangre, no cabe mas sacrificio y el Espíritu Santo se ha derramado en nuestros corazones para hacernos Templos y Sagrarios de la Santísima Trinidad, no cabe más. Por nuestra parte, tampoco hay límite: ¡hasta donde yo quiera! Por eso es importante fomentar la generosidad, que arranca de ese deseo de curación que vemos en el leproso del Evangelio.          No, “no estamos” llamados “a una felicidad cualquiera”, sino que nuestro anhelo va más allá, siempre más allá, hasta “penetrar en la intimidad divina”. Nuestras fuerzas son pocas, pero la misericordia de Dios es muy grande, nos ilumina el entendimiento y da fuerzas a la voluntad, para vivir en esas esperanza que siempre nos proyecta más allá de nuestras limitaciones, por la “palanca” que nos da la devoción al amor misericordioso. Así, la luz de la Fe, y la fortaleza del Amor, nos empujan siempre con propósitos de una Esperanza naciente.

Los santos así lo han vivido. El «Ecce Homo» pintado por Chmielowski fue el resultado de una experiencia profunda del amor misericordioso de Cristo hacia él, experiencia que le llevó a su transformación espiritual. Santa Faustina fue quien inició uno de los movimientos emocionales en torno al amor misericordioso de Dios que surgieron en Europa comienzos del siglo XX. Esa monja polaca fue canonizada por Juan Pablo II justo el año 2000, quien dijo en la homilía de la basílica de la misericordia: "hoy en este santuario quiero realizar un solemne acto de consagración del mundo a la misericordia divina”. Lo realizó con el ferviente deseo de que el mensaje del amor misericordioso de Dios, que fue aquí proclamado por medio de santa Faustina, diera a todos los habitantes de tierra un corazón lleno de esperanza, para que se cumpliera la promesa de Jesús, que dice que de esa devoción saldrá la chispa que prepare el mundo a su última avenida. Mensaje pues de amor unido a la esperanza, que recordó también Mons. Stanislaw Rylko, amigo del Papa, es el que dijo al día siguiente de la muerte que este Papa será recordado en la historia como un “Papa de la divina misericordia”, porque también su muerte fue en el día que él instituyó, el II domingo de Pascua, día de la divina misericordia, y todo su magisterio ha sido un anuncio del amor misericordioso de Cristo por la humanidad entera. Cuando en una larga entrevista André Frossard le preguntó qué pedía en su oración, contestó Wojtila: “la misericordia”. Con su lema “Totus tuus” quiso abandonarse en la Virgen, y fue llevado por ella a Dios un primer sábado, día especialmente dedicado a ella según la devoción de Fátima. En una visita al santuario romano de la divina misericordia, Juan Pablo II animó a “que seáis apóstoles de la divina misericordia”, él verdaderamente lo fue con su vida. Así también habló Angelo Sodano en el domingo de la divina misericordia en que murió el gran papa: “Sería conmovedor releer una de sus encíclica más bellas, la «Dives in misericordia», que nos ofreció ya en 1980, en el tercer año de su pontificado. Entonces el Papa nos invitaba a contemplar al «Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, que nos consuela en toda tribulación» (Cf. 2 Corintios 1,3-4).

En la misma encíclica, Juan Pablo II nos invitaba a mirar a María, la Madre de la Misericordia, que durante la visita a Isabel, alababa al Señor exclamando: «su misericordia se extiende de generación en generación» (Cf. Lucas 1, 50).

Nuestro querido Papa también hizo un llamamiento después a la Iglesia a ser casa de la misericordia para acoger a todos aquellos que tienen necesidad de ayuda, de perdón y de amor. Cuántas veces repitió el Papa en estos 26 años que las relaciones mutuas entre los hombres y los pueblos no se pueden basar sólo en la justicia, sino que tienen que ser perfeccionadas por el amor misericordioso, que es típico del mensaje cristiano.

Juan Pablo II, o más bien, Juan Pablo II el Grande, se convierte así en el heraldo de la civilización del amor, viendo en este término una de las definiciones más bellas de la «civilización cristiana». Sí, la civilización cristiana es civilización del amor, diferenciándose radicalmente de esas civilizaciones del odio que fueron propuestas por el nacismo y el comunismo.

En la vigilia del Domingo de la Divina Misericordia pasó el Ángel del Señor por el Palacio Apostólico Vaticano y le dijo a su siervo bueno y fiel: «entra en el gozo de tu Señor» (Cf. Mateo 25, 21).

Que desde el cielo vele siempre por nosotros y nos ayude a «cruzar el umbral de la esperanza» del que tanto nos había hablado.

Que este mensaje suyo permanezca siempre grabado en el corazón de los hombres de hoy. A todos, Juan Pablo II les repite una vez más las palabras de Cristo: «El Hijo del Hombre no ha venido para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Cf. Juan 3, 17).

Juan Pablo II difundió en el mundo este Evangelio de salvación, invitando a toda la Iglesia a agacharse ante el hombre de hoy para abrazarle y levantarle con amor redentor. ¡Recojamos el mensaje de quien nos ha dejado y fructifiquémoslo para la salvación del mundo!”.

De esto también hablaba Juan Pablo II en la carta que nos dejó para el Nuevo Milenio: “¡Duc in altum! -¡mar adentro!” nos gritaba con palabras de Jesús que compendian ese afán de ir más y más en este proceso de identificación con Cristo al participar de su amor, y al mismo tiempo ser apóstoles-instrumentos de ese amor misericordioso, por eso más allá del aniversario del cambio de milenio veía el Papa que “un «río de agua viva», aquel que continuamente brota «del trono de Dios y del Cordero» (cf. Ap 22,1), se ha derramado sobre la Iglesia. Es el agua del Espíritu Santo que apaga la sed y renueva (cf. Jn 4,14). Es el amor misericordioso del Padre que, en Cristo, se nos ha revelado y dado otra vez. Al final de este año –y nosotros ahora decimos: cada año- podemos repetir, con renovado regocijo, la antigua palabra de gratitud: «Cantad al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia» (Sal 118117,1)”.

3. La misericordia de Dios, que llena las páginas de la Sagrada Escritura, aquí la vemos “en acto”, en el milagro de la curación del leproso. La confianza ha de llenar siempre nuestra petición, por eso vamos siempre a la intercesión de María, a la que acudimos “ahora y en la hora de nuestra muerte”, como rezamos en el Ave María. Es en la misericordia divina donde se apoya toda nuestra esperanza. No en nuestros méritos, sino en su misericordia: “Muéstranos, Señor, tu misericordia, y danos tu salvación” (Salmo 84, 8), acudimos cada día al Corazón misericordioso de Jesús con palabras diversas, como las del leproso de hoy: “Señor, si quieres, puedes limpiarme” (Mateo 8, 2). Un modo al que nos impulsa ese deseo de tocar al Señor, y sentirnos curados, es el arrepentimiento de nuestros pecados, especialmente en el sacramento de la misericordia divina, que es la Confesión. También en el padrenuestro pedimos el perdón y el Señor nos hace dignos de él, pero con una condición: que también nosotros tengamos un corazón grande para quienes rodean. Es decir, tenemos misericordia cuando nuestro corazón puede acogerla, porque Dios nos la da siempre. En la parábola del buen samaritano nos enseña el Señor la actitud que debemos tener ante el prójimo que sufre: no “pasar de largo” con hipocresía o indiferencia, sino com-padecernos de él, “pararnos” y atenderlo, como hace Jesús con nosotros.

Así, la experiencia de la misericordia se expande, no puede estar en un corazón solo, como hoy el leproso, se expansiona, y con nuestra vida cantamos las misericordias de Dios como dice el salmo e hizo lema de su vida Santa Teresa. El amor de Dios es mucho más grande que toda miseria humana, y el Señor cuenta con nosotros para ser apóstoles de su misericordia, en este mundo tan lleno de miseria, calamidades de todo tipo. Las obras de misericordia son innumerables, tantas como necesidades tiene el hombre: hambre y sed, vestido y hogar, sentirse escuchado y amado, acompañado en su sufrimiento y en la enfermedad y en la hora de su muerte.

No queremos caer en el grave peligro de que nuestro corazón —con el paso del tiempo— se nos vaya endureciendo. “A veces, los golpes de la vida nos pueden ir convirtiendo, incluso sin darnos cuenta de ello, en una persona más desconfiada, insensible, pesimista, desesperanzada... Hay que pedir al Señor que nos haga conscientes de este posible deterioro interior. La oración es ocasión para echar una mirada serena a nuestra vida y a todas las circunstancias que la rodean. Hemos de leer los diversos acontecimientos a la luz del Evangelio, para descubrir en cuáles aspectos necesitamos una auténtica conversión.

¡Ojalá que nuestra conversión la pidamos con la misma fe y confianza con que el leproso se presentó ante Jesús!: «Puesto de rodillas, le dice: ‘Si quieres, puedes limpiarme’» (Mc 1,40). Él es el único que puede hacer posible aquello que por nosotros mismos resultaría imposible. Dejemos que Dios actúe con su gracia en nosotros para que nuestro corazón sea purificado y, dócil a su acción, llegue a ser cada día más un corazón a imagen y semejanza del corazón de Jesús. Él, con confianza, nos dice: «Sí que lo quiero: queda limpio» (Mc 1,41)” (Xavier Pagès).