Marcos 2,1-12:
Encuentros con Jesús misericordioso

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté  

 

Texto del Evangelio (Mc 2,1-12):

Entró de nuevo en Cafarnaum; al poco tiempo había corrido la voz de que estaba en casa. Se agolparon tantos que ni siquiera ante la puerta había ya sitio, y Él les anunciaba la Palabra.

Y le vienen a traer a un paralítico llevado entre cuatro. Al no poder presentárselo a causa de la multitud, abrieron el techo encima de donde Él estaba y, a través de la abertura que hicieron, descolgaron la camilla donde yacía el paralítico. Viendo Jesús la fe de ellos, dice al paralítico: «Hijo, tus pecados te son perdonados».

Estaban allí sentados algunos escribas que pensaban en sus corazones: «¿Por qué éste habla así? Está blasfemando. ¿Quién puede perdonar pecados, sino Dios sólo?». Pero, al instante, conociendo Jesús en su espíritu lo que ellos pensaban en su interior, les dice: «¿Por qué pensáis así en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir al paralítico: “Tus pecados te son perdonados”, o decir: “Levántate, toma tu camilla y anda” Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados -dice al paralítico-: “A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”».

Se levantó y, al instante, tomando la camilla, salió a la vista de todos, de modo que quedaban todos asombrados y glorificaban a Dios, diciendo: «Jamás vimos cosa parecida».  

Comentario:

Cuatro hombres audaces llevan a un paralítico ante Jesús, tal era la dificultad para acercarse, que bajan la camilla por el techo... y abierto el techo, le descolgaron con la camilla al medio, delante de Jesús (cuenta también el pasaje paralelo de Lucas 5, 17-19). Cuenta J. A. González Lobato, como queriendo meterse dentro de la escena: “Hemos logrado, a pesar del gentío, introducirnos en la casa, junto a Pedro, muy cerca del Señor. Muchos, por no caber dentro, se han quedado fuera. Como nosotros tantas veces. Se oye el murmullo, que crece por momentos, de la gente que llega en oleadas cada vez más numerosas. Se contentan con la esperanza de ver a Jesús cuando salgamos. O de tocar su túnica al pasar. Jesús está enseñando.

No faltan, sentados también muy cerca de Él, varios fariseos y doctores de la ley, que habían venido de todos los lugares... ¡Qué lástima nos dan! Son los que lo saben todo, los que critican siempre. Se empeñan en mantenerse en esa postura frente a Jesús, y no quieren cambiar. Examinan nuestro grupo, y escuchan la palabra del Señor buscando sólo qué censurar. ¡Qué distinta disposición espiritual la de estas gentes sencillas que nos rodean dentro de la sala, la de ese cartero enfermo, que no pide siquiera su curación; la de esos pobres padres de una sirvienta, que venden su borriquillo para ayudar con su importe a los gastos apostólicos; la de esa mujer que presenta su hijo niño aún, para que se una a nosotros y siga al Señor!

La placita del pueblo está llena de gente. Una vez más se aprietan unos a otros, porque todos quieren ser los primeros. Por las calles adjuntas se derraman, sin querer, los que sobran.

Mientras tanto, cuatro hombres audaces, con fe en el Señor, traen a un paralítico para que lo cure. Y hacen diligencia para meterlo dentro y ponerle delante. Ni siquiera pueden entrar en la plaza. Luchan, forcejean, procuran abrirse paso; pero nadie cede su puesto. Se encuentran como con un muro impenetrable.

Ese mundo bueno -mundo que quiere ver a Cristo- les impide el camino. Pero no se dan por vencidos. Se van por otras calles, llevando consigo al enfermo. Hasta alcanzar por detrás la casa donde estamos con el Señor. Logran poner pie en la escalera, por la que se sube al terrado.

Escuchamos sus pasos en el techo. Jesús sigue hablando. Demasiado sabe Él lo que está ocurriendo. Después, comienzan a dar golpes. Todos miramos hacia arriba: están perforando el terrado.

El Señor no se inmuta. Caen trozos de barro seco, a pesar del cuidado de quienes lo hacen. Por fin se ve, por la abertura, el cielo.

Luz y sombras de los que trabajan encima. Manos afanosas. Jesús sigue hablando.

Pero todos miramos al boquete descubierto, que se hace más y más grande. Trabajan de rodillas, se ven sus rostros. Con cuerdas descuelgan la camilla, que forma un fardo común con el cuerpo muerto de aquel hombre vivo. Y así, lo colocan delante del Señor. Todos guardamos silencio.

El Señor suspende su enseñanza. Mira al hombre paralítico y le sonríe. Los ojos del hombre, que está ahí, en el suelo, se avivan. Los cuatro audaces se han quedado en el techo. Sus cuatro caras pegadas miran respetuosas y atentas. No dicen nada. El Señor también les mira a ellos. Quisieran esconderse, no pueden. La humildad brota en sus semblantes. Y también les sonríe.

Con Jesús volvemos nuestra mirada al paralítico. Parece como si toda su vida se agolpara en sus ojos: miran llenos de esperanza. La compasión divina se posa en esa esperanza. Vuelven a avivarse los ojos del hombre. La Misericordia infinita y la miseria ínfima, frente a frente. Y en la sala, un silencio impresionante.

-Tus pecados te son perdonados.

Los escribas y los fariseos se remueven en sus asientos: están pensando mal. Jesús quita sus ojos del enfermo para encararse con ellos, más miserables que el paralítico, por ignorar su miseria.

-¿Qué es lo que andáis revolviendo en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil decir: Tus pecados te son perdonados, o decir: Levántate y anda ...?

La figura de Jesús está erguida, serena, dominando el ambiente. Misericordiosa y protectora para el humilde caído, desafiante y acusadora para la soberbia engreída.

Los aludidos bajan los ojos y enmudecen. Sus cabezas se inclinan.

El Señor les sigue hablando, pero ellos no oyen ya, turbados de vergüenza... Cuando han sentido alivio, porque los ojos de Jesús han vuelto a posarse sobre los que le miraban con silenciosa esperanza, logran levantar los suyos.

-¡Levántate!.. . Carga con tu camilla y vete a tu casa.

Jesús al momento mira a los cuatro del tejado, y nosotros con Él. Como que es este milagro un premio a su fe callada y operativa. Y por mirar arriba no observamos cómo fueron los primeros movimientos del hombre curado. Nos sorprende, ya de pie, levantando su camilla. Por el pasmo, todos los ojos se agrandan más y más.

Es que no nos acostumbramos a los milagros: nos sorprenden siempre.

Y el que había sido paralítico obedece, y sale lleno de gozo, dando gloria a Dios. Desde dentro escuchamos el clamor de las gentes en la plaza. Se sorprendieron al ver la obra de Dios, realizada a pesar de ellos.

Salió el hombre de aquella casa por donde no entró. Y volvió a su hogar por un camino que no había andado, a vista de todo el mundo, de forma que todos estaban pasmados y dando gloria a Dios, decían: Jamás habíamos visto cosa semejante.

¿Quiénes serían aquellos que vimos por última vez en la brecha del techo?

Hemos aprendido de ellos, confirmándolo el Señor, que la audacia debe llevarnos a poner por obra lo que nos enseña la fe. Que no hay dificultad para los hombres de Dios.

A un hombre así, que vive conmigo, le encomendaron una misión dificilísima, llevada ya a cabo felizmente, porque entendía algo de aquella cuestión, «y porque era lo suficientemente lanzado como para no darse cuenta que era imposible»”.

2. Seguimos hoy con las expresiones de la misericordia divina, encarnada en Jesús. Como ayer, si hoy nos parecen tiempos difíciles de pasar, Cristo viene en nuestra ayuda y nos conforta... Dios contempla a la humanidad en su miseria, agitada por sus deseos y preocupaciones de este mundo que causan la muerte del alma. Por eso viene el Señor como médico, para traernos el remedio. Y si hay parálisis, incapacidad de ir hacia Él, promueve el Señor apóstoles para ser instrumentos suyos, para llevarle las almas a sus pies, gente con fe, para llevar las almas a escuchar el mensaje divino, que da el encuentro con Cristo especialmente en los sacramentos, y ese encuentro produce la curación.

A veces es parálisis mental, de no entender los planes de Dios, de ver en “hacer la voluntad de Dios” algo arduo y sin libertad, cuando precisamente es dejarse querer por Él, ensanchar nuestro corazón, y al escuchar su voz descubrir que es fuente de libertad, de felicidad, y comunicarla, hacerla realidad en el mundo que nos ha tocado vivir. Cuando hay motivaciones profundas, es más fácil llevar adelante las cosas, y ese núcleo de la respuesta cristiana que es el “hacer la voluntad de Dios en nuestras vidas” ya no se ve obedecer algo externo y como impuesto, sino que responde a una motivación interior, que conduce a la oración, a frecuentar la Eucaristía. Porque sería una forma de parálisis limitar la vida cristiana a cumplir unos cuantos ritos. Conduce a buscar la formación –las “piedras grandes”, decíamos en el anterior pasaje- y alimentación para el alma. Muchas veces la acción social, que hoy vemos en formas de voluntariado, es un primer paso para luego ir a la fuente del amor en Dios, y llevar de esa agua viva a los demás, como vemos en la escena de hoy.

¿Qué iba a buscar esa gente que se aglomeró entorno a Jesús? ¿Y los escribas? ¿Hasta dónde llegaba la esperanza de los amigos del paralítico que montaron aquel espectáculo de quitar el techo para poner a su amigo ante Jesús? Marcos pretende clarificar la misión de Jesús, que primero perdona los pecados a aquel hombre. Es siempre la conversión, que va unida al Amor misericordioso de Dios, es decir el camino del perdón va unido al de la aceptación de ese amor. Jesús sanó a aquel paralítico; tal vez está sanando nuestras parálisis cuando nos atrevemos a cambiar de actitud, tenemos fuerzas para escuchar a quien lo necesita, y trabajar con honestidad, etc.

Muchas veces pensamos que Dios es como una cosa mágica, y rezamos para que “nos haga” el milagro: aprobar un examen, conseguir algo deseado... pero Jesús, que nos quiere dar lo que nos conviene para nuestro bien (que no siempre es lo que pedimos, quizá lo bueno para nosotros será aquello pero de otro modo), pero antes quiere curar nuestro corazón de sus “parálisis”. A veces la vida cristiana no va como hace un tiempo, pues cuando uno es niño es fácil rezar, pero después es difícil continuar, puede haber largos períodos de alejamiento hasta que un día... quizá son amigos, como los de la escena de hoy, que nos llevan a la relación con la fe, y entonces de golpe vemos que Dios ha estado siempre allí, en sus vidas. Ante esas luces imprevistas, gozosas que llenan aquel vacío interior que antes había, la presencia de Dios está llena de entusiasmo y alegría; y es bueno que sea así, y gozar esos momentos. No importa si luego cuesta otra vez, será cuestión de amar de un modo más maduro, como decía san Josemaría: “La conversión es cosa de un instante. -La santificación es obra de toda la vida” (Camino, 285). La alegría del paralítico perdonado y curado es doble: luego puede costar volver a lo de cada día. Recuerdo una persona que tenía cáncer de pierna, y en el hospital, cuando estaba prácticamente desahuciado, encontró en el sufrimiento –y la ayuda de una enfermera, que para él fue un ángel- al Señor. Volvió feliz a los sacramentos, revisó su vida de “yuppie”, empresario centrado en conseguir más dinero, y vio que aquello no era vida, encontró a Jesús y la alegría de la fe. La ceremonia de la unción de los enfermos fue muy emocionante. Luego, también vino la curación física, y volvió al trabajo... al cabo de un tiempo, vino a verme: “estaba mejor enfermo, he vuelto a perderme en la vorágine del día a día y no estoy feliz”... es esa re-conversión diaria, la que más cuenta: aunque sean diez minutos, de oración, de conversar con Dios, y eso en el día a día no es nada fácil. Si un día decidimos rezar el Rosario, vemos que es algo precioso, pero seguir rezándolo... requiere tenacidad. La presencia de Dios también se consigue con pequeñas jaculatorias, que nos dan un tono de paz que ilumina nuestro día, entre las actividades que nos llenan, y no digamos la atención a la familia, que es punto central en el que vale la pena poner toda la atención. Y lo mismo leer el Evangelio, y “meternos” ahí, como un personaje más. Algunas prácticas de piedad mariana son bien sencillas, como rezar el Ángelus al mediodía, o las tres Avemarías por la noche. También bendecir la mesa, o bien ofrecer el día a Dios por la mañana. Pero también es muy útil leer algún libro espiritual, pues es ha hecho muchos santos; como un breve examen de conciencia al acostarnos.

3. Pero, entre todos los medios que tenemos para nuestro caminar, el Evangelio de hoy nos recuerda que cuando nuestra debilidad o falta de voluntad nos venza, acerquémonos a Jesús en el sacramento de la reconciliación, y procuremos llevar a otros, que es la imagen de llevar la camilla. Esta semana del Bautismo del Señor, que nos recuerda el nuestro, es muy apropiada para profundizar en la filiación divina, que con el Bautismo recibimos. Y esa fuerza se renueva con la consideración, que tenemos en el rezo del Padrenuestro: por lo cual, vosotros, santos hermanos, partícipes de la vocación celestial, considerad esa vocación vuestra (Hebr 1, 3; cfr. 1 Cor 1, 26): vocación a hijos de Dios por los méritos de la sangre de Cristo, que ha de completarse por la vida como hijos de Dios. “Yo os acogeré, y seré yo vuestro Padre, y vosotros seréis mis hijos y mis hijas, dice el Señor todopoderoso” (2 Cor 6, 18). Santo Tomás comenta el sentido de la expresión “seréis mis hijos”, diciendo que, por el progreso que alcanza el hombre llevado por el Espíritu Santo (Eph 3, 16), el hombre alcanza la perfección; pues el mismo Dios que da la vida espiritual da también el incremento y, puesto que el arquetipo de todos los regenerados es el hermano mayor Jesucristo (Rom 8, 29), el pleno desarrollo o el vigor de la edad consiste en alcanzar la estatura de Cristo. Tal es el ideal al que estamos llamados, hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento del hijo de Dios, al varón perfecto, a la edad perfecta de la plenitud de Cristo (Eph 4, 13), quien transformará nuestro vil cuerpo, y le hará conforme al suyo glorioso (Phil 3, 4).

Dentro de un brevísimo tiempo vendrá aquel que ha de venir, y no tardará. Entretanto el justo vivirá por la fe (Hebr 10, 37-38). Así como el cuerpo tiene vida por el alma, en la vida del espíritu lo que primero une el alma con Dios es la fe; pero si desertare -a saber, de la justicia y de la fe- no será agradable a mi alma (Hebr 10, 38), es decir, a la voluntad de Dios, que ha de ser la regla de nuestras acciones; mas nosotros no somos de los hijos de desertan para perderse, sino de los fieles para poner a salvo el alma (Hebr 10, 39). Se dice que es hijo de alguien quien está sujeto a su señorío, y nosotros no queremos ser hijos de la perdición (cfr. Ps 72, 26; Ps 1, 6) sino hijos de Dios, renacidos en Cristo por la fe para salvación del alma. Igual que el bautismo nos abre las puertas de los sacramentos de la fe, los demás sacramentos de la iniciación cristiana nos llevan a participar del misterio Pascual de Cristo: en la Eucaristía tiene el ápice la vida cristiana, cuando se participa del sacrificio del Calvario, Jesucristo se ofrece a Dios Padre y nosotros con Él. Es la actualización del misterio pascual, participación de Cristo de un modo altísimo e inefable, como alimento y perfección de esta unión que es tan importante para la filiación divina y en grado superior a la unión que normalmente existe en lo humano por la filiación. La unión del que engendra con su hijo es semejanza y transmisión de fuerza, pero la unión de este alimento es sustancial. Todos los sacramentos están así dirigidos a la Eucaristía, como principio de unidad del Cuerpo de Cristo, de vida espiritual. Es donde se lleva a la perfección la incorporación a Cristo obtenida en el bautismo. Por último, por la Penitencia volvemos a la casa del Padre (cf. Lc 15). «En la vida del cuerpo sucede a veces que uno enferma, y si no se le administra la medicina convenientemente, muere. En la vida del espíritu se enferma por el pecado, y es necesaria también una medicina para recobrar la salud. Este remedio es la gracia que se recibe en el sacramento de la penitencia». La penitencia se convierte en una actualización del bautismo.

El ministerio de la reconciliación es una maravilla: Dios perdona siempre, incluso antes que le pidamos perdón, (Cf. Is 43, 22-28) sale a nuestro encuentro y nos lo ofrece con abundancia y nos da facilidades para que busquemos y aceptemos ese amor, como leo en un documento litúrgico: Entre los muchos caminos por los que Dios pudo haber ofrecido la salvación al hombre, quiso hacerlo por su Hijo, Jesús nuestro Señor, que se encarnó e hizo historia con nosotros los humanos. Historia de amor y perdón, que se prolonga a través de su Iglesia; salvación encarnada, que se comunica a los hombres por un proceso visible y sacramental. Dice el Vaticano II: "Los que se acercan al sacramento de la penitencia abstienen de la misericordia de Dios el perdón de los pecados cometidos contra Él y, al mismo tiempo, se reconcilian con la Iglesia, a la que ofendieron con sus pecados. Ella les mueve a conversión con su amor, su ejemplo y sus oraciones".

Sólo Dios puede perdonarnos, como se recuerda hoy en el Evangelio: ante la afirmación llamativa de Jesús, que dice a un paralítico: "hijo, tus pecados te son perdonados", los oyentes sorprendidos pensaron: "¡éste blasfema! ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?". En el pecado el ofendido es el mismo Dios amor, aunque va unido esto a que el pecado nos hiere y nos daña por dentro. Pues esta herida sólo Dios puede sanarla, ahí está unido el poder infinito y su amor misericordioso. Y es lo que Jesús dice al perdonar: "pues para que veáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder para perdonar los pecados; miró al paralítico y le dijo: levántate, toma tu camilla y vete a tu casa".

Todos estos milagros fueron realmente convenientes para manifestar que Jesús para esto vino al mundo, para salvar a los hombres: Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para que juzgue al mundo, sino para que el mundo sea salvo por Él (Jn 3,17). Muchos de estos milagros los hace el Señor por modo imperativo, dice M. de la Fuente, con una sola palabra (quiero; sé limpio; levántate) y, a veces, a distancia del beneficiado (como la curación del hijo del centurión, o la hija de la cananea). Otras veces, en cambio, hacía alguna cosa más que la simple palabra, como tocar a los enfermos, mojarles los ojos con saliva, etc. E incluso en alguna oportunidad no curó instantáneamente sino por grados, como al cieguito de Betsaida que fue viendo de a poco (cf. Mc 8,22-26) o los leprosos que quedan curados de camino a presentarse ante los sacerdotes (cf. Lc 17,14). Santo Tomás opina, además, que a los milagros corporales acompañaba siempre el perdón de los pecados a los beneficiados, aunque no siempre lo dijera externamente: “Como hemos dicho, Cristo hacía los milagros con el poder divino, y las obras de Dios son perfectas, según leemos en el Deuteronomio (32,4), y nada hay perfecto si no consigue su fin. Pues bien, el fin de la curación exterior realizada por Cristo es la curación del alma. Por eso no convenía que Cristo curase a nadie en el cuerpo sin que le curase también el alma. Por lo cual, comentando San Agustín aquellas palabras de Cristo: He curado del todo a un hombre en sábado (Jn 7,23), dice: ‘Porque le curó para que fuese sano en el cuerpo, y creyó para que fuese sano en su alma’. Expresamente le dijo al paralítico: Tus pecados te son perdonados (Mt 9,2), porque, como dice San Jerónimo, ‘con esto se nos da a entender que los pecados son la causa de la mayor parte de las enfermedades, y tal vez por esto se perdonan primero los pecados, para que, quitada la causa de la enfermedad, fuese restituida la salud’. Por eso leemos en San Juan (a propósito del otro paralítico de la piscina): No vuelvas a pecar, no sea que te suceda algo peor (Jn 5,14). Sobre lo cual dijo San Juan Crisóstomo: ‘Por aquí se ve que la enfermedad provenía del pecado’. Sin embargo, según observa el mismo Crisóstomo, ‘tanto como el alma es de mayor valor que el cuerpo, tanto el perdonar los pecados es más que salvar el cuerpo; mas, porque aquello no aparece al exterior, hace lo que es menos, pero que es manifiesto, para demostrar lo más, que no es manifiesto”.

Podemos acabar pidiendo a la Virgen esa fe de los amigos del paralítico, que "viendo Jesús la fe de ellos, dijo: Hombre, tus pecados te son perdonados": muchos necesitan un buen amigo que los ponga delante de Jesús; la Virgen nos dará fe y audacia. Gracias a ellos, en un callejón de Cafarnaum quedó una camilla abandonada. Pues la mirada de Jesús penetró hasta el fondo del alma del paralítico, y con su misericordia le dio confianza, y con la fe el perdón y la curación. En el paralítico nos podemos ver reflejados cada uno de nosotros; todos necesitamos verdaderos amigos que nos lleven a Dios, y lo mismo hemos de hacer nosotros con los demás.

Mañana seguiremos contemplando en el Evangelio esta misericordia de Jesús con los pecadores, cuya garantía externa está en las palabras de la absolución. Al comienzo del tiempo ordinario, la Iglesia nos recuerda con este Evangelio la necesidad del encuentro con Jesucristo misericordioso.