Marcos 2,13-17:
Vocación de Mateo, manifestación de la misericordia divina con los pecadores

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté  

 

Texto del Evangelio (Mc 2,13-17):

En aquel tiempo, Jesús salió de nuevo por la orilla del mar, toda la gente acudía a Él, y Él les enseñaba. Al pasar, vio a Leví, el de Alfeo, sentado en el despacho de impuestos, y le dice: «Sígueme». Él se levantó y le siguió. Y sucedió que estando Él a la mesa en casa de Leví, muchos publicanos y pecadores estaban a la mesa con Jesús y sus discípulos, pues eran muchos los que le seguían. Al ver los escribas de los fariseos que comía con los pecadores y publicanos, decían a los discípulos: «¿Qué? ¿Es que come con los publicanos y pecadores?». Al oír esto Jesús, les dice: «No necesitan médico los que están fuertes, sino los que están mal; no he venido a llamar a justos, sino a pecadores». 

Comentario:

1. La llamada. Algunos de los apóstoles escogidos por Jesús son fervientes observantes de la religión judía, algunos incluso de los más celosos (zelotes). Pero “al otro lado del círculo de los Doce encontramos a Levi-Mateo, estrecho colaborador del poder dominante como recaudador de impuestos; debido a su posición social, se le debía considerar como un pecador público” (Benedicto XVI). Hoy contemplamos su conversión, cuando Jesús pasa: es algo mágico, tiene Jesús la filosofía del instante presente, de aprovechar el momento, de volcarse en la persona que tiene delante, de ver ahí la concreción de las grandes cosas, en aquel encuentro concreto. Por eso muchas cosas “pasan” cuando Jesús “pasa junto a” y “ve”. Caravaggio pintó el momento en el que Jesús dirigió esa mirada suya a Leví y con ella penetró en su alma, y se metió en su vida. «Pasando», lo miró. Se ha dicho que en el Evangelio, particularmente en el de Marcos, Jesús se presenta casi siempre en camino. El Jesús en movimiento es también el Jesús que pone en movimiento. Es Jesús quien siempre toma la iniciativa de acercarse a aquellos a los que llamará a que le sigan. No espera a que vengan a él. Va a su encuentro y lo hace en los lugares donde éstos desarrollan sus actividades normales. La llamada se realiza siempre en el contexto histórico de la persona que es llamada.

«Mirando». Otra constante estructural de los relatos de vocación es la mirada de Jesús. El ‘ver’ de Jesús no es un ver cualquiera, en abstracto, sino una mirada que penetra en el interior de las personas (cf. Mc 3,5; 6,34; 12,34). El ver de Jesús es el primer momento del encuentro entre Jesús que llama y el hombre que responde, e indica ya una comunión profunda entre Jesús y la persona ‘vista’ por él. Después de esta mirada, las cosas no quedan nunca como estaban. La vocación es una llamada personalizada.

La llamada es manifestación del amor gratuito de Jesús. La vocación es una elección gratuita: “Antes que fueses formado, en el seno materno, yo te conocí; antes que salieses del seno de tu madre, yo te consagré y te hice profeta” (Jr 1,5). Jesús pasa, ama y llama a los que él quiere (cf. Mc 3,13), cuando él quiere y como él quiere, “no en virtud de nuestras obras, sino en virtud de su propósito y de la gracia que nos fue dada en Cristo Jesús antes de los tiempos eternos” (2 Tm 1,9). Si por una parte, cuando Jesús invita al seguimiento anima a los discípulos a perseguir metas elevadas (cf Mt 11,12), por otra parte les deja claro que si no fuese por la ayuda divina fracasarían necesariamente en su empresa (cf Mc 10,38). Aunque es en el tiempo cuando descubrimos poco a poco esa llamada suya, en Dios está desde toda la eternidad, como recordaremos más adelante. Todo es gracia. Somos amados en Cristo y llamados, a imagen suya, en nuestras circunstancias, para estar con Jesús (cf. Mc 3,13), a seguirle (cf. Mc 1,17), a estar donde está él (cf. Jn 12,26). La relación de amor se traduce, por parte de Jesús, en la acogida de la vocación.

La llamada es a veces imprevisible, sorprendente: un pecador, un vendido a Roma, que les sangra impuestos de los invasores para revenderlos a los romanos, quedándose una parte, un traidor, es uno de los escogidos para la nueva alianza.

La llamada tiene la fuerza para responder, incluida: “Sígueme”. Jesús, como Yah-weh en el Antiguo Testamento, tiene en su palabra autoridad, y la fuerza para la misión que nos da. Sorprende la pronta respuesta que dan los discípulos a la invitación del Señor: al instante, dejándolo todo, le siguen (cf. Mc 1,22). No es algo a lo que no se pueda resistir, pues la respuesta es libre y hay ejemplos de quien dice “no” (Jonás, el joven rico, Judas). Digamos que hay un encuentro entre la libertad de Dios y del que es llamado, ¿a qué? A la misión, pues es un dejarse implicar: “Me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, para que le anunciase entre los gentiles...” (Gal 1,15-16). Como vimos en el texto de hace unos días, en esta misión el punto de partida es estar con Jesús: “Los llamó para que estuvieran con él y enviarlos a predicar” (Mc 3,14). Sólo quien le conoce, quien ‘permanece’ con él (cf. Jn 1,39) puede dar fruto, como el sarmiento da fruto sólo si permanece unido a la vid (cf. Jn 15,4-5).

2. Leví se convierte, sigue a Jesús. Con esta prontitud y generosidad hizo el gran "negocio". No solamente el "negocio del siglo", sino también el de la eternidad: «Y todo el que haya dejado casa, hermanos o hermanas, padre o madre, hijos o campo por mi nombre, recibirá el ciento por uno y gozará de la vida eterna» (Mt 19,29).

En la comida que después organiza, junto a Jesús invita a sus antiguos colegas, considerados pecadores. Ahí se desarrolla la disputa sobre si Jesús hace mal en juntarse con ese tipo de gente. De hecho, la idea de no juntarse con personas de vida públicamente pecadora es común a muchas culturas, y se ha formulado incluso algún principio moral de “no colaboración con el mal” que ha apartado a los cristianos del trato con algunas personas, y actividades como política (partidos socialistas o de izquierdas), economía, cine y teatro, televisión y cierto tipo de prensa… Jesús afirma venir para los pecadores, cosa que también sorprende y que interpreto en el sentido de que los que se creen sanos no pueden abrir su corazón a la salvación. Todos somos pecadores y, como dirá san Pablo, «todos han pecado y se han privado de la gloria de Dios» (Rm 3,23). Cristo por esto ha muerto en la cruz y derramado su sangre preciosa:  para remisión de los pecados: "Esta es mi sangre, la sangre de la alianza, que se derrama por todos para el perdón de los pecados". Con su muerte, el Hijo nos ha obtenido la redención y el perdón de los pecados. Es decir, que el pecador como Leví se convierte y recupera su dignidad perdida (imagen de Dios); pero todos necesitamos esta conversión (Mt 3, 7-12), pues nunca estamos a la altura de la vocación a la que somos llamados; es algo que abarca toda la vida (Mt 3, 8; Lc 3, 10-14), “cambio de mentalidad” (metánoya); en la propuesta de Jesús no hay nada de coacción (siempre dice: “quien quiera seguirme…”), no violenta los corazones, no coacciona (cf. “Dignitatis humanae” 11), Dios no quiere imponerse sino que se presenta como un pretendiente a pedir nuestro amor. El mundo no es salvado por los crucificadores, sino por el crucificado por amor (especialmente en su debilidad, colgado en la Cruz, es cuando atrae todos hacia sí).  

El pecado hunde sus raíces en la mala disposición del amor y del corazón del hombre, es egoísmo y cerrazón, una vida construida al margen de Dios. Del pecado viene el remordimiento. Quizá Leví pensaba dejarlo todo, asqueado con aquel camino que no le llenaba, que le degradaba… entonces, precisamente entonces, Jesús aparece, cuando más lo necesita, cuando está para pensar en hacer una tontería, en dejarse llevar por ese fruto del remordimiento cerrado en uno mismo que es el resentimiento, no perdonarse a uno mismo. Pero así como el dolor no es malo, sino un síntoma del mal, el remordimiento es el dolor del alma que indica una herida, que ha de transformar el remordimiento en arrepentimiento. Entonces, nace el deseo de penitencia, fruto del Espíritu: “Esa conversión dinámica nos lleva a Dios. "Movido por la gracia, el hombre se vuelve a Dios y se aparta del pecado, acogiendo así el perdón y la justicia de lo alto" (Catecismo, 1989); hay una apertura a la verdad y al bien. Aquellas dificultades que hundían, por la humildad se transforman en oportunidades. Nada está perdido, hay más experiencia. La luz quita las tinieblas: "Dios es luz y no hay en El tiniebla alguna" (1 Jn. 1, 5). De ahí nace la lucha, al renacer del fracaso. Todos los hombres llevan en su interior la posibilidad de una oposición a Dios. Por el pecado original la naturaleza humana ha quedado debilitada y herida en sus fuerzas naturales. La inteligencia se mueve entre oscuridades y cae fácilmente en engaños. La voluntad se inclina maliciosamente hacia conductas pecaminosas. Las pasiones y los sentidos experimentan un desorden que les lleva a rebelarse al impulso de la razón. Esta inclinación al mal que todo hombre posee, se acentúa con los pecados personales y con la influencia de ambientes corrompidos. Esa vuelta a Dios, que es fruto del amor, incluirá también una nueva actitud hacia el prójimo, que también ha de ser amado.

La conversión unas veces será de un modo fulgurante y rápido, casi repentina; otras, de una manera suave y gradual; incluso, en ocasiones, sólo llega en el último momento de la vida. En las parábolas del Reino de los Cielos es muy frecuente que el Señor lo compare a una pequeña semilla, que crece y da fruto o se malogra. Con estos ejemplos indica que el Reino de Dios debe por la fidelidad el hombre va creciendo en esa nueva vida; después va influyendo en los que le rodean. Así se desarrolla el Reino de Dios en el mundo, en la medida que vamos purificándonos en nuestro corazón: "Porque del corazón salen los designios perversos, los homicidios, adulterios, inmoralidades, robos, testimonios falsos, calumnias" (Mc 15, 19).

3. El sacramento de la Reconciliación supone la forma ordinaria que Jesús dejó para ejercitar su misericordia con nosotros. Cuando al resucitar se aparece a los Apóstoles, les da lo mejor que se le ocurre, junto con el Espíritu Santo el regalo de la confesión: “Como me envió mi Padre, así os envío yo. Diciendo esto sopló y les dijo: recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados les serán perdonados…” (Jn 20, 22-23). Es el momento solemne del soplo creador, la nueva creación del hombre, y les insistió en el tema cuando subió a los cielos: “que se predicase en su nombre la penitencia para la remisión de los pecados a todas las naciones…” (Lc 24, 45-47). La institución del “poder de las llaves” es una cosa divina, sólo Dios puede perdonar (Mc 2, 7; Mt 9, 1-8; Mc 2, 1-11; Lc 5, 20-22; Jn 8, 1-11) y ese poder Jesús lo transmite en la confesión: ahí está Él, en el “ministerio de la reconciliación” (2 Cor 5, 18; Catecismo 981). El alma revive con este sacramento, como dice S. Agustín (sermón 214, 11), hay esperanza de perdón, de vida eterna, de liberación, “demos gracias a Dios que ha dado a la Iglesia semejante don” (sermón 213, 8).

Hoy se concluye la serie de textos leídos en la primera semana del tiempo ordinario, en los que se vierte la misericordia de Jesús sobre los necesitados, y concluye esta serie con la vocación de Mateo. En los pasajes anteriores se ha subrayado con fuerza la autoridad de Jesús sobre los demonios, que expulsa «por el dedo de Dios» (Lc 11, 20). Desde la perspectiva evangélica, la liberación de los endemoniados (cf. Mc 5, 1-20) cobra un significado más amplio que la simple curación física, puesto que el mal físico se relaciona con un mal interior. La enfermedad de la que Jesús libera es, ante todo, la del pecado. Jesús mismo lo explica con ocasión de la curación del paralítico: «Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados, dice al paralítico : "A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa"» (Mc 2, 10-11). Antes que en las curaciones, Jesús venció el pecado superando él mismo las «tentaciones» que el diablo le presentó en el período que pasó en el desierto, después de recibir el bautismo de Juan (cf. Mc 1, 12-13; Mt 4, 1-11. Lc 4, 1-13). El mundo de hoy tiene una ausencia del sentido del pecado, ignorancia sobre la salvación que Jesús nos trae, y el olvido u abandono de muchos valores morales fundamentales, depende en gran parte de esa pérdida del sentido del pecado.

“Como se ha dicho, cuando el Señor comienza su ministerio en Galilea, “anuncia la llegada del Reino de Dios e invita a la conversión (cfr. Mc 1, 15), perdonando los pecados de quien se acerca a Él con humilde fe en la curación del paralítico llevado en camilla (cfr. Mc 2, 3-12)…, iniciando así el misterio de misericordia que Él continuará ejerciendo hasta el final del mundo, especialmente a través del sacramento de la Reconciliación confiado a la Iglesia” (Juan Pablo II, Carta ap. Rosarium Virginis Mariae, 21). “Jesús invita a todos los hombres a entrar en el Reino de Dios; aun el peor de los pecadores es llamado a convertirse y aceptar la infinita misericordia del Padre. El Reino pertenece, ya aquí en la tierra, a quienes lo acogen con corazón humilde. A ellos les son revelados los misterios del Reino” (Compendio, 107).