Marcos 2,18-22:
Jesús como esposo, como vino nuevo, vestido nuevo para el alma

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté  

 

Texto del Evangelio (Mc 2,18-22):  

Como los discípulos de Juan y los fariseos estaban ayunando, vienen y le dicen a Jesús: «¿por qué mientras los discípulos de Juan y los discípulos de los fariseos ayunan, tus discípulos no ayunan?». Jesús les dijo: «¿pueden acaso ayunar los invitados a la boda mientras el novio está con ellos? Mientras tengan consigo al novio no pueden ayunar. Días vendrán en que les será arrebatado el novio; entonces ayunarán, en aquel día.

Nadie cose un remiendo de paño sin tundir en un vestido viejo, pues de otro modo, lo añadido tira de él, el paño nuevo del viejo, y se produce un desgarrón peor. Nadie echa tampoco vino nuevo en pellejos viejos; de otro modo, el vino reventaría los pellejos y se echaría a perder tanto el vino como los pellejos: sino que el vino nuevo se echa en pellejos nuevos. 

Comentario:

1. La novedad esponsal en Jesús, el paño nuevo, el vino nuevo, la alianza nueva, todo es novedad, que requiere no una simple adaptación sino un cambio radical. Dios es siempre nuevo. Los hombres pueden cambiar, pasar de la fidelidad a la infidelidad, pero Dios no, Dios es siempre fiel. Se nos muestra como un enamorado, que entreteje un diálogo nuevo, de intimidad en una nueva alianza sellada en el interior del corazón. La alianza esponsal culmina en el misterio sublime de la pasión, muerte y resurrección, ahí se desposa con el nuevo pueblo de la Iglesia, por el Espíritu Santo, que hace nuevas todas las cosas. La relación esponsal establece una cosa nueva que nace del compromiso entre un hombre y una mujer, con pasión, compromiso y exclusividad. El paño nuevo siempre es para hacer un vestido nuevo, no para remendar el viejo. “Jesús es la tela nueva, que quiere vestir al hombre con la novedad de su mensaje y de su salvación definitiva y total. ¿Puede acaso la novedad de Cristo reducirse a ser un remiendo de las tradiciones, ritos, instituciones del judaísmo o de las religiones paganas existentes en el mundo helenístico?” (cf. el comentario al pasaje, en Iesus.org). El vino nuevo requiere odres nuevos. Jesús es el vino nuevo. “El odre viejo es el hombre no renovado por el misterio de Cristo paciente y glorioso, el hombre perteneciente a las religiones antiguas, principalmente la religión judía. El vino nuevo de Cristo reclama hombres nuevos, dispuestos a beber el cáliz del vino nuevo con alegría y con sinceridad” (ibid.).

El tema de la unión esponsal hace referencia al cuerpo humano como don. “La vocación esponsal no sólo dice a la persona sino que la dice como don. El don de sí, en efecto, es el sentido último de la existencia humana, la vocación que funda todas las demás, lo único que realiza plenamente a la persona. Respecto al don de sí el cuerpo es su signo y su condición de posibilidad; es la persona misma en cuanto susceptible de darse. Sólo en el cuerpo y según el cuerpo es posible el amor humano, cualquiera que sea su forma. Cierto que en el matrimonio tiene lugar la unión según el cuerpo de modo singular y paradigmático, pero lo esponsal rebasa infinitamente lo matrimonial. Incluso podemos decir que la existencia humana en su totalidad acontece según el cuerpo, y por eso mismo posee dimensión esponsal. Así lo comprende el Cristianismo en la perspectiva de la Encarnación, según la cual todo lo humano se halla envuelto en una relación esponsal con Dios cuyo eje es Cristo, el Dios hecho carne. A la luz de este misterio comprendemos que en lo corporal siempre late lo esponsal. Por ejemplo en la presencia, que es la manifestación corporal más básica, adivinamos una entrega incoada, un don de sí incipiente, una afirmación del otro, una apertura al amor, admitiendo todo ello diversos grados. Así ocurre en la palabra de Cristo en la Última Cena “esto es mi Cuerpo” (Mt 26, 26), que equivale a decir: “aquí estoy presente, soy yo aquí y ahora, soy yo en trance de ofrecerme”. Por su alusión a la entrega voluntaria, la frase evangélica expresa, además, el grado máximo de presencia corporal, pues en ella se asume la debilidad, la indigencia y la vulnerabilidad. En el cuerpo, efectivamente,  la persona está expuesta al dolor y a la muerte, y necesitada de salvación; por eso en los niños y enfermos la presencia adquiere peculiar intensidad. La fragilidad del cuerpo pone de manifiesto su significado esponsal, aunque también lo hace, de otro modo, la belleza y el vigor físico. Los diversos significados se concilian e iluminan mutuamente en el don de sí salvador, pues la persona se recibe dándose, se gana perdiéndose y se salva entregándose. En este sentido Tertuliano (s. III) consideraba al cuerpo como “quicio de la salvación” (caro salutis est cardo)” (Pablo Prieto).

El esposo, según la expresión de los profetas de Israel, indica al mismo Dios, y es manifestación del amor divino hacia los hombres (Israel es la esposa, no siempre fiel, objeto del amor fiel del esposo, Yahvé). Es decir, Jesús se equipara a Yahvé. Está aquí declarando su divinidad: llama a sus discípulos «los amigos del esposo», los que están con Él, y así no necesitan ayunar porque no están separados de Él.

Jesús nos acompaña en nuestro camino, hace historia con nosotros, y hemos de alegrarnos: “¿Acaso pueden ayunar los amigos del esposo, mientras el esposo está con ellos?” Esta presencia del esposo que ama, nos dará alegría y seguridad; y nos ayuda a colaborar con la gracia para superar el pecado, morir al hombre viejo, quitarnos el vestido viejo, y vestirnos del hombre nuevo, revistiéndonos de Jesucristo.

2. “Hoy comprobamos cómo los judíos, además del ayuno prescrito para el Día de la Expiación (cf. Lev 16,29-34) observaban muchos otros ayunos, tanto públicos como privados. Eran expresión de duelo, de penitencia, de purificación, de preparación para una fiesta o una misión, de petición de gracia a Dios, etc. Los judíos piadosos apreciaban el ayuno como un acto propio de la virtud de la religión y muy grato a Dios: el que ayuna se dirige a Dios en actitud de humildad, le pide perdón privándose de aquellas cosas que, satisfaciéndole, le hubieran apartado de Él.

Que Jesús no inculque esta práctica a sus discípulos y a los que le escuchan, sorprende a los discípulos de Juan y a los fariseos. Piensan que es una omisión importante en sus enseñanzas. Y Jesús les da una razón fundamental: «¿Acaso pueden los amigos del esposo ayunar mientras está con ellos el esposo?» (Mc 2,19) (…) La Iglesia ha permanecido fiel a esta enseñanza que, viniendo de los profetas e incluso siendo una práctica natural y espontánea en muchas religiones, Jesucristo la confirma y le da un sentido nuevo: ayuna en el desierto como preparación a su vida pública, nos dice que la oración se fortalece con el ayuno, etc” (Joaquim Villanueva).

Pero lo principal no es el ayuno sino el amor, el vestido nuevo que nos ponemos con el paño de la gracia, la filiación divina, revestirnos de Cristo: «Un día -no quiero generalizar, abre tu corazón al Señor y cuéntale tu historia-, quizá un amigo, un cristiano corriente igual a ti, te descubrió un panorama profundo y nuevo, siendo al mismo tiempo viejo como el Evangelio. Te sugirió la posibilidad de empeñarte seriamente en seguir a Cristo, en ser apóstol de apóstoles. Tal vez perdiste entonces la tranquilidad y no la recuperaste, convertida en paz, hasta que libremente, porque te dio la gana -que es la razón más sobrenatural-, respondiste que sí a Dios. Y vino la alegría, recia, constante, que sólo desaparece cuando te apartas de El (…) La vocación enciende una luz que nos hace reconocer el sentido de nuestra existencia. Es convencerse, con el resplandor de la fe, del porqué de nuestra realidad terrena. Nuestra vida, la presente, la pasada y la que vendrá, cobra un relieve nuevo, una profundidad que antes no sospechábamos. Todos los sucesos y acontecimientos ocupan ahora su verdadero sitio: entendemos adónde quiere conducirnos el Señor, y nos sentimos como arrollados por ese encargo que se nos confía». Así san Josemaría Escrivá recordaba el mensaje de santidad en medio del mundo, que resumía así: «conocer a Jesucristo; hacerlo conocer; llevarlo a todos los sitios», escribió don Josemaría en un pequeño trozo de papel con trazos fuertes. Y la filiación divina ocupa un lugar de fundamento. En una tertulia de 1967 le preguntaron:  «-¿Qué podemos decir como lo más fundamental de nuestra vocación?: -Di lo que te parezca más adecuado, según cada persona. Para mí, lo más fundamental, lo mejor, lo más bonito es que me hace sentirme hijo de Dios. Da una gran serenidad, aunque se haga una tontería muy gorda. Todos somos hijos de Dios, pero algunos no quieren serlo o no lo saben. Nosotros tenemos la alegría de saberlo, y así podemos pedir ayuda. Cuando surge la dificultad: Abba, Pater!. Y viene inmediatamente la serenidad». 

3. Entre los que escuchaban al Señor, la mayoría serían pobres y sabrían de remiendos en vestidos; habría vendimiadores que sabrían lo que ocurre cuando el vino nuevo se echa en odres viejos. Les recuerda Jesús que han de recibir su mensaje con espíritu nuevo, que rompa el conformismo y la rutina de las almas avejentadas, que lo que Él propone no es una interpretación más de la Ley, sino una vida nueva. Toda nuestro obrar moral se alimenta de este hecho: somos hijos de Dios: Mirad qué amor nos ha manifestado el Padre, pues ha querido que nos llamemos hijos de Dios, y lo seamos (1 Jn, 3, 1). Dios elige al hombre -ego elegi vos -, y lo crea, para ser santo y gozar de la presencia de Dios  siendo en la vida nueva de la gracia imitadores de Jesucristo como hijos queridísimos. «Esta unión de Cristo con el hombre, es en sí misma un misterio, del que nace el hombre nuevo llamado a participar en la vida de Dios (cfr 2 Petr 1, 4), creado nuevamente en Cristo, en la plenitud de la gracia y verdad (cfr. Eph 2, 10; Io 1, 14.16) –seguía diciendo san Josemaría-… El "hombre nuevo", llamado a participar de la vida de Dios, nace de la unión con Cristo, porque el principio de la vida nueva es la gracia, y esta es en el hombre una participación de la gracia que llena plenamente el alma humana de Cristo: su gracia capital».

Así pues, el hombre, después de su caída que disgrega sus energías y, herido, quiere ser esclavizado por el pecado, ha sido elevado a la gracia, redimido y recreado -es el 'esse gratiae' (2 Cor 5, 17)-: por Cristo, y en Cristo somos hijos de Dios. Dice S. Pablo: “Quicumque enim spiritu Dei aguntur, ii sunt filii Dei –los que son llevados por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios” (Rom 8, 14). La filiación divina graba en el hombre los rasgos del Unigénito, haciéndole hermano de Jesucristo y con la gracia otorga las virtudes sobrenaturales y los dones, por el Espíritu: por la gracia Dios convierte al hombre en hijo adoptivo y templo de la Santísima Trinidad.

La novedad –el vino nuevo, la nueva alianza, la novedad esponsal- del obrar de los hijos de Dios se basa pues en la docilidad a la gracia. A un alma así, Dios le va llevando «por los caminos de nuestra vida interior -dice a uno grupo de hijos suyos, recordando aquellos años-. ¿Qué puede hacer una criatura que debe cumplir una misión, si no tiene medios, ni edad, ni ciencia, ni virtudes, ni nada? Ir a su madre y a su padre, acudir a los que pueden algo, pedir ayuda a los amigos. Eso hice yo en la vida espiritual. Eso sí, a golpe de disciplina -de expiación, de penitencia-, llevando el compás. ¿Qué buscaba yo? Cor Mariæ Dulcissimum, iter para tutum! Buscaba el poder de la Madre de Dios, como un hijo pequeño, yendo por caminos de infancia. Y acudía a San José, mi Padre y Señor...; y a la intercesión de los Santos...; y a la devoción a los Santos Angeles Custodios» (sigo con el discurso de san Josemaría). Veamos una de las manifestaciones: el temor filial –clásico en los Padres- en relación con el sentido de la filiación divina y el amor esponsal del que vamos hablando.

El hijo de Dios está libre de temor; y la filiación divina se manifiesta en el amor: libre de temor, pues «un hijo de Dios no tiene ni miedo a la vida, ni miedo a la muerte, porque el fundamento de su vida espiritual es el sentido de la filiación divina». No hay temor alguno sino confianza segura: «Un hijo de Dios trata al Señor como Padre. Su trato no es un obsequio servil, ni una reverencia formal, de mera cortesía, sino que está lleno de sinceridad y de confianza. Ante un Dios que corre hacia nosotros, no podemos callarnos, y le diremos con San Pablo, Abba, Pater! (Rom VIII, 15), Padre, ¡Padre mío!, porque, siendo el Creador del universo, no le importa que no utilicemos títulos altisonantes, ni echa de menos la debida confesión de su señorío. Quiere que le llamemos Padre, que saboreemos esa palabra, llenándonos el alma de gozo».  San Josemaría Escrivá, que ha tanto insistido sobre este punto, decía en sus primerísimos escritos: Dios «está siempre a nuestro lado. Y está como un Padre amoroso -a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos-, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo... y perdonando.

¡Cuántas veces hemos hecho desarrugar el ceño de nuestros padres diciéndoles, después de una travesura: ¡ya no lo haré más! -Quizá aquel mismo día volvimos a caer de nuevo... Y nuestro padre, con fingida dureza en la voz, la cara seria, nos reprende..., a la par que se enternece su corazón, conocedor de nuestra flaqueza, pensando: pobre chico, ¡qué esfuerzos hace para portarse bien!

Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que está junto a nosotros y en los cielos».

En efecto, así ve al Dios de nuestra fe...: es un Padre que ama a sus hijos (cf. Cristo que pasa, n. 84), continuamente pendiente de nosotros: dispuesto siempre a oírnos, pendiente en cada momento de la palabra del hombre... Nos oye el Señor, para intervenir, para librarnos del mal y llenarnos de bien (n. 57).

Insiste en otro lugar: «El Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres: sus afanes, sus luchas, sus angustias. Es un Padre que ama a sus hijos hasta el extremo de enviar al Verbo, Segunda Persona de la Trinidad Santísima, para que, encarnándose, muera por nosotros y nos redima. El mismo Padre amoroso que ahora nos atrae suavemente hacia El, mediante la acción del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones»

«La religión es la mayor rebeldía del hombre que no tolera vivir como una bestia, que no se conforma -no se aquieta- si no trata y conoce al Creador. Os quiero rebeldes, libres de toda atadura, porque os quiero -¡nos quiere Cristo!- hijos de Dios. Esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida. O hijos de Dios o esclavos de la soberbia, de la sensualidad, de ese egoísmo angustioso en el que tantas almas parecen debatirse» (Amigos de Dios, 38).

Es un gran tema de la patrística (en mi tesis doctoral toqué este tema), que se resume en los binomios temor filial o casto en relación con la esclavitud del amor, que es la libertad: «Pero se habla también de temor. No me imagino más temor que el de apartarse del Amor. Porque Dios Nuestro Señor no nos quiere apocados, timoratos, o con una entrega anodina. Nos necesita audaces, valientes, delicados. El temor que nos recuerda el texto sagrado nos trae a la cabeza aquella otra queja de la Escritura: busqué al amado de mi alma; lo busqué y no lo hallé (Cant III, 1)» (Amigos de Dios, 277).

«Hijos míos, ved si hay en la tierra un amor más fiel que el amor de Dios por nosotros. Nos mira por las rendijas de las ventanas -son palabras de la Escritura (cfr. Cant. II, 9)-, nos mira con el amor de una madre que está esperando al hijo que debe llegar: ya viene, ya viene... Nos mira con el amor de la esposa casta y fiel, que espera a su marido. Es El quien nos espera, y nosotros hemos sido, tantas veces, quienes le hemos hecho esperar». Consideraciones que nos ayudan a ayunar, sí, pero sobretodo preparar nuestro corazón para el vino nuevo, la nueva alianza esponsal y filial en Cristo.