Marcos 3,1-6:
La nueva Ley es de libertad de los hijos de Dios

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté  

 

Texto del Evangelio (Mc 3,1-6):

 En aquel tiempo, entró Jesús de nuevo en la sinagoga, y había allí un hombre que tenía la mano paralizada. Estaban al acecho a ver si le curaba en sábado para poder acusarle. Dice al hombre que tenía la mano seca: «Levántate ahí en medio». Y les dice: «¿es lícito en sábado hacer el bien en vez del mal, salvar una vida en vez de destruirla?». Pero ellos callaban. Entonces, mirándoles con ira, apenado por la dureza de su corazón, dice al hombre: «extiende la mano». Él la extendió y quedó restablecida su mano. En cuanto salieron los fariseos, se confabularon con los herodianos contra Él para ver cómo eliminarle.  

Comentario:

1. «¿Es lícito en sábado hacer el bien en vez del mal, salvar una vida en vez de destruirla?» Estamos viendo con detalle como Jesús es señor del sábado, pone la ley nueva en recipientes nuevos, en un contexto de filiación sustituyendo la ley del temor por la del amor. “Hoy, Jesús nos enseña que hay que obrar el bien en todo tiempo: no hay un tiempo para hacer el bien y otro para descuidar el amor a los demás. El amor que nos viene de Dios nos conduce a la Ley suprema, que nos dejó Jesús en el mandamiento nuevo: «Amaos unos a otros como yo mismo os he amado» (Jn 13,34). Jesús no deroga ni critica la Ley de Moisés, ya que Él mismo cumple sus preceptos y acude a la sinagoga el sábado; lo que Jesús critica es la interpretación estrecha de la Ley que han hecho los maestros y los fariseos, una interpretación que deja poco lugar a la misericordia.

Jesucristo ha venido a proclamar el Evangelio de la salvación, pero sus adversarios, lejos de dejarse convencer, buscan pretextos contra Él: «Había allí un hombre que tenía la mano paralizada. Estaban al acecho a ver si le curaba en sábado para poder acusarle» (Mc 3,1-2). Al mismo tiempo que podemos ver la acción de la gracia, constatamos la dureza del corazón de unos hombres orgullosos que creen tener la verdad de su parte. ¿Experimentaron alegría los fariseos al ver aquel pobre hombre con la salud restablecida? No, todo lo contrario, se obcecaron todavía más, hasta el punto de ir a hacer tratos con los herodianos —sus enemigos naturales— para mirar de perder a Jesús, ¡curiosa alianza!

Con su acción, Jesús libera también el sábado de las cadenas con las cuales lo habían atado los maestros de la Ley y los fariseos, y le restituye su sentido verdadero: día de comunión entre Dios y el hombre, día de liberación de la esclavitud, día de la salvación de las fuerzas del mal. Nos dice san Agustín: «Quien tiene la conciencia en paz, está tranquilo, y esta misma tranquilidad es el sábado del corazón». En Jesucristo, el sábado se abre ya al don del domingo” (Joaquim Meseguer).

2. Pienso que hemos comentado mucho el señorío de Jesús sobre el sábado, podemos hoy subrayar la libertad que Jesús nos trajo, la nueva ley moral, siguiendo unas palabras de san Josemaría Escrivá sobre la «libertad de los hijos de Dios» (Rom 8, 21).

«Esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida» Podemos escoger entre las dos palabras importantes que en realidad cuentan en la vida: libertad o esclavitud del pecado, amor o muerte. «No hay nada como saberse, por Amor, esclavos de Dios. Porque en ese momento perdemos la situación de esclavos, para convertirnos en amigos, en hijos (...) si el Hijo os alcanza la libertad, seréis verdaderamente libres (Jn 8, 36)». El tema de paso de la servidumbre (y el temor) a la libertad (y el amor) es de una gran riqueza, los santos lo han desarrollado con sus vidas, pero también conviene releer sus escritos, que es un modo de acercarnos a sus vidas: Jesús «se ha ido y nos envía al Espíritu Santo, que rige y santifica nuestra alma. Al actuar el Paráclito en nosotros, confirma lo que Cristo nos anunciaba: que somos hijos de Dios; que no hemos recibido el espíritu de servidumbre para obrar todavía por temor, sino el espíritu de adopción de hijos, en virtud del cual clamamos: Abba, ¡Padre! (Rom VIII, 15)» (Es Cristo que pasa, 118).

Es un espíritu de sentirnos hijos de Dios, en el mundo ya no hay temor sino libertad de quien es el “hijo del amo”, estamos “en casa”, sin miedo por el teatro de la sociedad. La libertad personal es, en lo humano, el don más precioso que nos ha hecho el Señor: “qua libertate Christus nos liberavit” (Gal. IV,31). En lo sobrenatural, el mejor don es la gracia, esa ayuda del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones, nos fortalece en la lucha interior y nos hace clamar: Abba! ¡Padre! Hay que agradecer al Señor continuamente, hijos míos, estos dones que son manifestación de su bondad y misericordia.

3. Ver ahora algunos puntos sobre esta libertad de los hijos de Dios sería como repasar las virtudes en la perspectiva de la verdad de la filiación divina, el amor de los hijos de Dios, la libertad que Jesús nos ha dado con esa filiación. La fidelidad a nuestra condición como hijos de Dios da al hombre la libertad que permite trabajar por Dios, que permite alzarse en altos vuelos, sin lastres ni miedos de ningún tipo, ni por nuestras miserias ni por dificultades exteriores o vanidades del mundo: «el Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? (Ps XXVI, 1). A nadie: tratando de este modo a nuestro Padre del Cielo, no admitamos miedo de nadie ni de nada». Es la libertad de la gloria de los hijos de Dios!, la que nos da la felicidad de servir a Dios con determinación personal, y fruto de la fidelidad al amor de Dios Padre es la alegría, que os gocéis con el gozo mío, y vuestro gozo sea completo . La ley de Cristo es ley de libertad (Sant 2, 12), «lo que importa es ser una nueva creatura. Y sobre cuantos siguieron esta norma, paz y misericordia...» (Gal 6, 15-16); esa energía para obrar en el amor siguiendo el precepto interior en el que consiste la voz del Padre da la más alta libertad interior: los que son llevados por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios; libertad y responsabilidad de hijos de Dios.

Quizá, sin embargo, más que repasar todas esas virtudes, expresadas en la docilidad, fidelidad, dejar hacer a Dios, podemos simplemente observar las dos características principales de esa filiación, que señala el mismo Pablo en el capítulo citado de Romanos 8: la libertad y la gloria (alegría, gozo que son sus formas que aquí en la tierra tenemos de esta gloria, en la esperanza del cielo). Por tanto, libertad y alegría son el termómetro por el que podemos observar nuestra “buena salud” en filiación divina. Sobre la alegría, que ayer ya apuntábamos, como fruto de la salvación, de considerar nuestra filiación, lo dejamos para otro momento; aquí sólo apuntamos que supone dejar que todo nos lleve a un abandono confiado en que lo mejor está por llegar, pues para los que ama Dios, todo es para bien. Entonces, basta dejarse amar por Dios, llenarnos de esa confianza. Para ello, nada mejor que considerar la filiación divina cada día, como decían los Padres: “¡conoce, cristiano, tu dignidad!” Es decir, profundiza día y noche en ella… Es bueno vivir aquella primitiva norma cristiana, de rezar tres veces el padrenuestro cada día, que queda reflejada en la recitación en la Misa, Laudes y Vísperas.

«La libertad personal es, en lo humano, el don más precioso que nos ha hecho el Señor: qua libertate Christus nos liberavit (Gal. IV,31). En lo sobrenatural, el mejor don es la gracia, esa ayuda del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones, nos fortalece en la lucha interior y nos hace clamar: Abba! ¡Padre!». La característica de esta libertad es no tener miedo, sentirse “en casa”: «Vuelvo a levantar mi corazón en acción de gracias a mi Dios, a mi Señor, porque nada le impedía habernos creado impecables, con un impulso irresistible hacia el bien, pero juzgó que serían mejores sus servidores si libremente le servían. ¡Qué grande es el amor, la misericordia de nuestro Padre! Frente a estas realidades de sus locuras divinas por los hijos, querría tener mil bocas, mil corazones, más, que me permitieran vivir en una continua alabanza a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo. Pensad que el Todopoderoso, el que con su Providencia gobierna el Universo, no desea siervos forzados, prefiere hijos libres. Ha metido en el alma de cada uno de nosotros -aunque nacemos proni ad peccatum, inclinados al pecado, por la caída de la primera pareja- una chispa de su inteligencia infinita, la atracción por lo bueno, un ansia de paz perdurable. Y nos lleva a comprender que la verdad, la felicidad y la libertad se consiguen cuando procuramos que germine en nosotros esa semilla de vida eterna».

¿Qué significa libertad, sino “sentirse en casa”, no tener miedo de nada ni de nadie? «Veritas liberabit vos (Ioh VIII, 32); la verdad os hará libres. Qué verdad es ésta, que inicia y consuma en toda nuestra vida el camino de la libertad. Os la resumiré, con la alegría y con la certeza que provienen de la relación entre Dios y sus criaturas: saber que hemos salido de las manos de Dios, que somos objeto de la predilección de la Trinidad Beatísima, que somos hijos de tan gran Padre. Yo pido a mi Señor que nos decidamos a darnos cuenta de eso, a saborearlo día a día: así obraremos como personas libres. No lo olvidéis: el que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y del señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas la cosas». Cornelio Fabro dedicó un largo artículo sobre el sentido profundo de las consecuencias de este espíritu: hacer las cosas “porque me da la gana”, con ese gozo de no sentir la “obligación” en el sentido malo de la palabra, de pérdida de libertad. Sin duda somos falibles, y pecamos, pero el misterio de que Dios ha querido correr el riesgo de nuestra libertad indica también el que Él siempre nos abre su intimidad y su gracia misericordiosa, y nos anima a acogernos a esta justicia tan distinta de la humana. La vida es así una aventura de la libertad, que lleva a contemplar esa “impotencia” o vulnerabilidad en el proyecto de salvación divino, que corre el riesgo de nuestro amor, y de ahí nace una correspondencia en lo que llamamos virtudes cristianas, en una vida de libertad-esclavitud del amor cuyo modelo es María (cf. Lc I,38).