San Marcos 4,1-20:
La pedagogía de las parábolas. La del sembrador: siembra divina, hoy

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté  

 

Texto del Evangelio  (Mc 4,1-20):

En aquel tiempo, Jesús se puso otra vez a enseñar a orillas del mar. Y se reunió tanta gente junto a Él que hubo de subir a una barca y, ya en el mar, se sentó; toda la gente estaba en tierra a la orilla del mar. Les enseñaba muchas cosas por medio de parábolas. Les decía en su instrucción: «Escuchad. Una vez salió un sembrador a sembrar. Y sucedió que, al sembrar, una parte cayó a lo largo del camino; vinieron las aves y se la comieron. Otra parte cayó en terreno pedregoso, donde no tenía mucha tierra, y brotó enseguida por no tener hondura de tierra; pero cuando salió el sol se agostó y, por no tener raíz, se secó. Otra parte cayó entre abrojos; crecieron los abrojos y la ahogaron, y no dio fruto. Otras partes cayeron en tierra buena y, creciendo y desarrollándose, dieron fruto; unas produjeron treinta, otras sesenta, otras ciento». Y decía: «Quien tenga oídos para oír, que oiga».

Cuando quedó a solas, los que le seguían a una con los Doce le preguntaban sobre las parábolas. El les dijo: «A vosotros se os ha dado comprender el misterio del Reino de Dios, pero a los que están fuera todo se les presenta en parábolas, para que por mucho que miren no vean, por mucho que oigan no entiendan, no sea que se conviertan y se les perdone».

Y les dice: «¿No entendéis esta parábola? ¿Cómo, entonces, comprenderéis todas las parábolas? El sembrador siembra la Palabra. Los que están a lo largo del camino donde se siembra la Palabra son aquellos que, en cuanto la oyen, viene Satanás y se lleva la Palabra sembrada en ellos. De igual modo, los sembrados en terreno pedregoso son los que, al oír la Palabra, al punto la reciben con alegría, pero no tienen raíz en sí mismos, sino que son inconstantes; y en cuanto se presenta una tribulación o persecución por causa de la Palabra, sucumben enseguida. Y otros son los sembrados entre los abrojos; son los que han oído la Palabra, pero las preocupaciones del mundo, la seducción de las riquezas y las demás concupiscencias les invaden y ahogan la Palabra, y queda sin fruto. Y los sembrados en tierra buena son aquellos que oyen la Palabra, la acogen y dan fruto, unos treinta, otros sesenta, otros ciento».

Comentario:

1. Sentido de las parábolas. “Salió el sembrador a sembrar…” comienza hoy la Iglesia a proponernos una de las grandes “parábolas” de Jesús. El mensaje de ellas, su naturaleza y finalidad, ha sido tratado por Benedicto XVI en su reciente libro sobre Jesús: “Las parábolas son indudablemente el corazón de la predicación de Jesús. No obstante el cambio de civilizaciones nos llegan siempre al corazón con su frescura y humanidad”. Dejan ver una «marcada originalidad personal, una claridad y sencillez singular, una inaudita maestría de la forma» (Joachim Jeremias). En ellas sentimos inmediatamente la cercanía de Jesús, cómo vivía y enseñaba. “Pero al mismo tiempo nos ocurre lo mismo que a sus contemporáneos y a sus discípulos: debemos preguntarle una y otra vez qué nos quiere decir con cada una de las parábolas (cf. Mc 4, 10)”, porque no hablan sólo de hechos ocurridos hace 2000 años, sino que nos interpelan en nuestro “hoy”.

Se ha escrito mucho sobre la distinción entre alegoría y parábola. En cualquier caso, se trata de un lenguaje en imágenes, con abundantes metáforas. Interpretaciones alegóricas las vemos en las parábolas como la del sembrador, cuya semilla cae parte en el camino, parte en terreno pedregoso, parte entre espinas y parte en suelo fértil (cf. Mc 4, 1-20). Pero las parten de un fragmento de vida real en el que se trata de reflejar alguna idea o «punto dominante». Pero no intentemos acotarlas a nuestro pobre entendimiento actual, están siempre abiertas… Sobre ellas puede haber interpretaciones alegóricas, de manera que las dos conviven en un mismo texto, se pueden entremezclar. Jeremías ha demostrado que la palabra hebrea mashal (parábola, dicho enigmático) abarca los más diversos géneros: la parábola, la comparación, la alegoría, la fábula, el proverbio, el discurso apocalíptico, el enigma, el seudónimo, el símbolo, la figura ficticia, el ejemplo (el modelo), el motivo, la justificación, la disculpa, la objeción, la broma. Por tanto, el sustrato de las parábolas no son imágenes e historias fáciles de retener para decir algo banal: «Nadie crucificaría a un maestro que relata historias amenas para reforzar la inteligencia moral» (Charles W. F. Smith). Nos muestran el Maestro. Nos hablan del Reino de Dios que Jesús instaura, y de la «escatología que se realiza», “el tema más profundo del anuncio de Jesús era su propio misterio, el misterio del Hijo, en el que Dios está entre nosotros y cumple fielmente su promesa (…) el Reino de Dios está por venir y que ha llegado en su persona (…) el Reino de Dios se «realiza» en la venida de Jesús. Por tanto, podemos hablar verdaderamente de una «escatología que se realiza»: Jesús, el que ha llegado, es también a lo largo de toda la historia el que llega; es de esta «llegada» de la que, en el fondo, nos habla”.

“Si bien podemos interpretar todas las parábolas como invitaciones ocultas y multiformes a creer en El como al «Reino de Dios en persona», nos encontramos con unas palabras de Jesús a propósito de las parábolas que nos desconciertan. Los tres sinópticos nos cuentan que Jesús, cuando los discípulos le preguntaron por el significado de la parábola del sembrador, dio inicialmente una respuesta general sobre el sentido de su modo de hablar en parábolas. En el centro de esta respuesta se encuentran unas palabras de Isaías (cf. 6, 9s) que los sinópticos reproducen con diversas variantes. El texto de Marcos dice, según la cuidada traducción de Jeremías: «A vosotros (al círculo de los discípulos) os ha concedido Dios el secreto del Reino de Dios: pero para los de fuera todo resulta misterioso, para que (como está escrito) "miren y no vean, oigan y no entiendan, a no ser que se conviertan y Dios los perdone"» (Mc 4, 12; Jeremías, p. 11). ¿Qué significa esto? ¿Sirven las parábolas del Señor para hacer su mensaje inaccesible y reservarlo sólo a un pequeño grupo de elegidos, a los que Él mismo se las explica? ¿Acaso las parábolas no quieren abrir, sino cerrar? ¿Es Dios partidista, que no quiere la totalidad, a todos, sino sólo a una élite?

Si queremos entender estas misteriosas palabras del Señor, hemos de leerlas a partir del texto de Isaías que cita, y leerlas en la perspectiva de su vida personal, cuyo final Él conoce. Con esta frase, Jesús se sitúa en la línea de los profetas; su destino es el de los profetas. Las palabras de Isaías, en su conjunto, resultan mucho más severas e impresionantes que el resumen que Jesús cita. El Libro de Isaías dice: «Endurece el corazón de este pueblo, tapa sus oídos, ciega sus ojos, no sea que vea con sus ojos, y oiga con sus oídos, y entienda con su corazón, y se convierta y se cure» (6, 10). El profeta fracasa: su mensaje contradice demasiado la opinión general, las costumbres corrientes. Sólo a través de su fracaso las palabras resultan eficaces. Este fracaso del profeta se cierne como una oscura pregunta sobre toda la historia de Israel, y en cierto sentido se repite continuamente en la historia de la humanidad. Y también es sobre todo, siempre de nuevo, el destino de Jesucristo: la cruz. Pero precisamente de la cruz se deriva una gran fecundidad.

Y aquí se desvela de forma inesperada la relación con la parábola del sembrador, en cuyo contexto aparecen las palabras de Jesús en los sinópticos. Llama la atención la importancia que adquiere la imagen de la semilla en el conjunto del mensaje de Jesús. El tiempo de Jesús, el tiempo de los discípulos, es el de la siembra y de la semilla. El «Reino de Dios» está presente como una semilla. Vista desde fuera, la semilla es algo muy pequeño. A veces, ni se la ve. El grano de mostaza —imagen del Reino de Dios— es el más pequeño de los granos y, sin embargo, contiene en sí un árbol entero. La semilla es presencia del futuro. En ella está escondido lo que va a venir. Es promesa ya presente en el hoy. El Domingo de Ramos, el Señor ha resumido las diversas parábolas sobre las semillas y desvelado su pleno significado: «Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero, si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24). Él mismo es el grano. Su «fracaso» en la cruz supone precisamente el camino que va de los pocos a los muchos, a todos: «Y cuando sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32).

El fracaso de los profetas, su fracaso, aparece ahora bajo otra luz. Es precisamente el camino para lograr «que se conviertan y Dios los perdone». Es el modo de conseguir, por fin, que todos los ojos y oídos se abran. En la cruz se descifran las parábolas. En los sermones de despedida dice el Señor: «Os he hablado de esto en comparaciones: viene la hora en que ya no hablaré en comparaciones, sino que os hablaré del Padre claramente» (Jn 16,25). Así, las parábolas hablan de manera escondida del misterio de la cruz; no sólo hablan de él: ellas mismas forman parte de él. Pues precisamente porque dejan traslucir el misterio divino de Jesús, suscitan contradicción. Precisamente cuando alcanzan máxima claridad, como en la parábola de los trabajadores homicidas de la viña (cf. Mc 12, 1-12), se transforman en estaciones de la vía hacia la cruz. En las parábolas, Jesús no es sólo el sembrador que siembra la semilla de la palabra de Dios, sino que es semilla que cae en la tierra para morir y así poder dar fruto”.

2. Desde un punto de vista teológico hemos visto la riqueza de la parábola, pero en lo humano, ¿qué es realmente una parábola? ¿qué busca quien la narra? “Mediante el ejemplo, acerca al pensamiento de aquellos a los que se dirige una realidad que hasta entonces estaba fuera de su alcance. Mostrará cómo, en una realidad que forma parte de su ámbito de experiencias, hay algo que antes no habían percibido. Mediante la comparación, acerca lo que se encuentra lejos, de forma que a través del puente de la parábola lleguen a lo que hasta entonces les era desconocido. Se trata de un movimiento doble: por un lado, la parábola acerca lo que está lejos a los que la escuchan y meditan sobre ella; por otro, pone en camino al oyente mismo. La dinámica interna de la parábola, la autosuperación de la imagen elegida, le invita a encomendarse a esta dinámica e ir más allá de su horizonte actual, hasta lo antes desconocido y aprender a comprenderlo. Pero eso significa que la parábola requiere la colaboración de quien aprende, que no sólo recibe una enseñanza, sino que debe adoptar él mismo el movimiento de la parábola, ponerse en camino con ella. En este punto se plantea lo problemático de la parábola: puede darse la incapacidad de descubrir su dinámica y de dejarse guiar por ella; puede que, sobre todo cuando se trata de parábolas que afectan a la propia existencia y la modifican, no haya voluntad de dejarse llevar por el movimiento que la parábola exige.

Con esto hemos vuelto a las palabras del Señor sobre el mirar y no ver, el oír y no entender. Jesús no quiere transmitir unos conocimientos abstractos que nada tendrían que ver con nosotros en lo más hondo. Nos debe guiar hacia el misterio de Dios, hacia esa luz que nuestros ojos no pueden soportar y que por ello evitamos. Para hacérnosla más accesible, nos muestra cómo se refleja la luz divina en las cosas de este mundo y en las realidades de nuestra vida diaria. A través de lo cotidiano quiere indicarnos el verdadero fundamento de todas las cosas y así la verdadera dirección que hemos de tomar en la vida de cada día para seguir el recto camino. Nos muestra a Dios, no un Dios abstracto, sino el Dios que actúa, que entra en nuestras vidas y nos quiere tomar de la mano. A través de las cosas ordinarias nos muestra quiénes somos y qué debemos hacer en consecuencia; nos transmite un conocimiento que nos compromete, que no sólo nos trae nuevos conocimientos, sino que cambia nuestras vidas. Es un conocimiento que nos trae un regalo: Dios está en camino hacia ti. Pero es también un conocimiento que plantea una exigencia: cree y déjate guiar por la fe. Así, la posibilidad del rechazo es muy real, pues la parábola no contiene una fuerza coercitiva”.

Hoy tenemos un concepto de realidad sin transparencia de lo espiritual, sin Dios porque no se somete a “experimentos” de verdad: Él es la verdad. «Cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras» (Sal 95, 9). “Dios no puede transparentarse en modo alguno, dice el concepto moderno de realidad. Y, por tanto, menos aún se puede aceptar la exigencia que nos plantea: creer en Él como Dios y vivir en consecuencia parece una pretensión inaceptable. En esta situación, las parábolas llevan de hecho a no ver y no entender, al «endurecimiento del corazón».

Así, por último, las parábolas son expresión del carácter oculto de Dios en este mundo y del hecho de que el conocimiento de Dios requiere la implicación del hombre en su totalidad; es un conocimiento que forma un todo único con la vida misma, un conocimiento que no puede darse sin «conversión». En el mundo marcado por el pecado, el baricentro sobre el que gravita nuestra vida se caracteriza por estar aferrado al yo y al «se» impersonal. Se debe romper este lazo para abrirse a un nuevo amor que nos lleve a otro campo de gravitación y nos haga vivir así de un modo nuevo. En este sentido, el conocimiento de Dios no es posible sin el don de su amor hecho visible; pero también el don debe ser aceptado. Así pues, en las parábolas se manifiesta la esencia misma del mensaje de Jesús y en el interior de las parábolas está inscrito el misterio de la cruz”.

3. Vamos a aplicarlo a nuestra vida y acción apostólica. “Salió el sembrador a sembrar…” Parece retratarse con esta parábola –actual hoy como nunca– a la perfección la actitud de bastantes en nuestro tiempo, que la simiente de amor que trajo Jesús a la tierra caiga en el camino, o se lo coman los pájaros, o quede ahogado por el egoísmo o el miedo... Eso de no captar lo que está ante los propios ojos, porque no se quiere contemplar ni reconocer; de no oír lo que de continuo se escucha, porque no se quiere atender ni saber; de no conmoverse por lo que clama al cielo, porque sólo interesa lo propio por mucho que se diga lo contrario, es tan habitual, tan normal, llegamos a decir; tan corriente o tan frecuente, sería más preciso, que llama poco la atención. Critica Isaías: “se ha embotado el corazón de este pueblo, han hecho duros sus oídos, y han cerrado sus ojos; no sea que vean con los ojos, y oigan con los oídos, y entiendan con el corazón y se conviertan”. La tozudez humana provoca dureza de corazón: oídos que no oyen, ojos que no ven…, agnosticismo y tristeza. Dejarse seducir por el poder o la riqueza impide que germine la palabra, hace incapaz para ver a los demás. No da igual si no me ocupo de unos padres mayores, si atiendo bien el trabajo, si me ocupo de ser solidario con los que puedo ayudar… cuando hacemos el bien nos hacemos buenos, y somos felices. Tan sólo haciéndonos los ciegos y los sordos podríamos concluir que poco importa dar fruto o no; que la misma categoría tiene el diligente que el perezoso, el generoso que el egoísta. Hoy se extiende la idea de que el egoísmo no es malo, que es una opción, que la libertad es hacer lo que quiera. Sí, pero es una pobre libertad esclava del egoísmo, y lleva a la tristeza. Es decir que somos libres y responsables, que según lo que sembremos recogeremos. Y según como sea nuestro corazón podremos o no acoger la simiente divina y dar fruto. Tenemos miedo al sufrimiento, a darnos, nos vienen ganas de reservarnos y de reservar dinero y cosas, queremos una hegemonía sobre los demás. Pero ese miedo se debe a un engaño, a una mentira también vieja como el mismo pecado: pensar que podemos ser dioses; que la condición de criatura es indigna del hombre, como si todas las desgracias fueran a venirnos como consecuencia de reconocer esa realidad.

Más bien sucede lo contrario y bien claro está en la historia de nuestros días. Cuando el grano de trigo muere da mucho fruto. Cuando nuestro corazón es tierra buena para acogerlo, entonces hay vida, si no no hay más que muerte.

No hay cosa más bonita, arte más grande, que colaborar en esta siembra divina: “No perdamos nunca de vista que no hay fruto, si antes no hay siembra: es preciso -por tanto- esparcir generosamente la Palabra de Dios, hacer que los hombres conozcan a Cristo y que, conociéndole, tengan hambre de él. El labriego sabe esperar meses tras meses hasta ver despuntar la simiente, hasta la recolección” (S. Josemaría Escrivá). Y es esta paciencia la que nos impulsa a ser comprensivos con los demás, persuadidos de que las almas, como el buen vino, se mejoran con el tiempo. Hemos de ayudar a cada alma pero sin forzarla, respetando su libertad, pues cada uno es dueño de su destino. En cualquier caso, no somos la simiente sino el brazo que se convierte en instrumento del Sembrador, como decía  S. Agustín: “Nosotros somos simples braceros, porque Dios es quien siembra”, o también S. Pio X: “Debemos recordar siempre que los hombres no son más que instrumentos, de los que Dios se sirve para la salvación de las almas, y hay que procurar que estos instrumentos estén en buen estado para que Dios pueda utilizarlos”.

Condición, para el sembrador-apóstol, es: “convencernos de que, para fructificar, la semilla  ha de enterrarse y morir. Luego se levanta el tallo y surge la espiga. De la espiga, el pan, que será convertido por Dios en Cuerpo de Cristo. De esa forma nos volvemos a reunir en Jesús, que fue nuestro sembrador. Porque el pan es uno, y aunque seamos muchos, somos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan (...). La gracia de Dios no te falta. Por lo tanto, si correspondes, debes estar seguro. / El triunfo depende de ti: tu fortaleza y tu empuje unidos a esa gracia  son razón más que suficiente para darte el optimismo de quien tiene segura la victoria” (S. Josemaría).

Otra característica: no despreciar a nadie, no descartarlos, pues S. Juan Crisóstomo añade: “Y  qué razón tiene el sembrar sobre espinas, sobre piedras, sobre el camino? Tratándose de semilla y de tierra, ciertamente no tendrían razón de ser, pues no es posible que la piedra se convierta en tierra, ni que el camino no sea camino, ni que las espinas dejen de ser tales; mas con las almas no es así. Porque es posible que la piedra se transforme en tierra buena, y que el camino no sea ya pisado ni permanezca abierto a todos los que pasan, sino que se torne campo fértil, y que las espinas desaparezcan y la semilla fructifique en ese terreno. No hay terrenos demasiado duros o baldíos para Dios”. Un ejemplo lo ilustra: Dos amigos marineros viajaban en un buque carguero por todo el mundo, y andaban todo el tiempo juntos. Así que, esperaban la llegada a cada puerto para bajar a tierra, encontrarse con mujeres, beber y divertirse.

Un día llegan a una isla perdida en el Pacífico, desembarcan y se van al pueblo para aprovechar las pocas horas que iban a permanecer en tierra.

En el camino se cruzan con una mujer que está arrodillada en un pequeño río lavando ropa. Uno de ellos se detiene y le dice al otro que lo espere, que quiere conocer y conversar con esa mujer. El amigo, al verla y notar que esa mujer aparece con ropas sencillas, que demuestra poca categoría social, le dice que para qué, si en el pueblo seguramente iban a encontrar chicas más lindas, más dispuestas y divertidas.

Sin embargo, sin escucharlo, el primero se acerca a la mujer y comienza  a hablarle y preguntarle sobre su vida y sus costumbres. Cómo se llama,  qué es lo que hace, cuantos años tiene, si puede acompañarlo a caminar por la isla. La mujer escucha cada pregunta sin responder ni dejar de lavar la ropa, hasta que finalmente le dice al marinero que las costumbres del lugar le impiden hablar con un hombre, salvo que este manifieste la intención de casarse con ella, y en ese caso debe hablar primero con su padre, que es el jefe o patriarca del pueblo.

El hombre la mira y le dice: “Está bien. Llévame ante tu padre. Quiero casarme contigo”. El amigo, cuando escucha esto, no lo puede creer. Piensa que es una broma, un truco de su amigo para entablar relación con esa mujer. Y le dice: “¿Para qué tanto lío? Hay un montón de mujeres más lindas en el pueblo. ¿Para qué tomarse tanto trabajo?”. El hombre le responde: “No es una broma. Me quiero casar con ella. Quiero ver a su padre para pedir su mano”.

Su amigo, más sorprendido aún, siguió insistiendo con argumentos tipo: “¿Tu estás loco?”, “¿Qué le viste?”, “¿Qué te pasó?”, “¿Seguro que no tomaste nada?” y cosas por el estilo. Pero el hombre, como si no escuchase a su amigo, siguió a la mujer hasta el encuentro con el patriarca de la aldea. El hombre le explica que habían llegado recién a esa isla, y que le venía a manifestar su interés de casarse con una de sus hijas. El jefe de la tribu lo escucha y le dice que en esa aldea la costumbre era pagar una dote por la mujer que se elegía para casarse.

Le explica que tiene varias hijas, y que el valor de la dote varía según las bondades de cada una de ellas, por las más hermosas y más jóvenes se debía pagar 9 vacas, las había no tan hermosas y jóvenes, pero que eran excelentes cuidando los niños, que costaban 8 vacas, y así disminuía el valor de la dote al tener menos virtudes.

El marino le explica que entre las mujeres de la tribu había elegido a una que vio lavando ropa en un arroyo, y el jefe le dice que esa mujer, por no ser tan valiosa, le podría costar 3 vacas.

 “Está bien” respondió el hombre, “me quedo con la mujer que elegí y pago por ella nueve vacas”. El padre de la mujer, al escucharlo, le dijo: “Ud. no entiende. La mujer que eligió cuesta tres vacas, mis otras hijas, más jóvenes, cuestan  nueve vacas”. “Entiendo muy bien”, respondió nuevamente el hombre, “me quedo con la mujer que elegí y pago por ella nueve vacas”. Ante la insistencia del hombre, el padre, pensando que siempre aparece un loco, aceptó y de inmediato comenzaron los preparativos para la boda, que iba a realizarse lo antes posible.

El marinero amigo no lo podía creer. Pensó que el hombre había enloquecido de repente, que se había enfermado, que se había contagiado de una rara fiebre tropical. No aceptaba que una amistad de tantos años se iba a terminar en unas pocas horas. Que él partiría y su mejor amigo se quedaría en una perdida islita del Pacífico. Finalmente, la ceremonia se realizó, el hombre se casó con la mujer nativa, su amigo fue testigo de la boda y a la mañana siguiente partió en el barco, dejando en esa isla a su amigo de toda la vida.

El tiempo pasó, el marinero siguió recorriendo mares y puertos a bordo de los barcos cargueros más diversos y siempre recordaba a su amigo y se preguntaba: “¿qué estaría haciendo?, ¿cómo sería su vida?,  ¿viviría aún?”. Un día, el itinerario de un viaje lo llevó al mismo puerto donde años atrás se había despedido de su amigo. Estaba ansioso por saber de él, por verlo, abrazarlo, conversar y saber de su vida.

Así es que, en cuanto el barco amarró, saltó al muelle y comenzó a caminar apurado hacia el pueblo. “¿Dónde estaría su amigo?,  ¿Seguiría en la isla?, ¿Se habría acostumbrado a esa vida o tal vez se habría ido en otro barco?”

De camino al pueblo, se cruzó con un grupo de gente que venía caminando por la playa, en un espectáculo magnífico. Entre todos, llevaban en alto y sentada en una silla a una mujer bellísima. Todos cantaban hermosas canciones y obsequiaban flores a la mujer y esta los retribuía con pétalos y guirnaldas. El marinero se quedó quieto, parado en el camino hasta que el cortejo se perdió de su vista. Luego, retomó su senda en busca de su amigo.

Al poco tiempo, lo encontró. Se saludaron y abrazaron como lo hacen dos buenos amigos que no se ven durante mucho tiempo. El marinero no paraba de preguntar: “¿Y cómo te fue?,  ¿Te acostumbraste a vivir aquí?, ¿Te gusta esta vida?, ¿No quieres volver?” Finalmente se anima a preguntarle: “¿Y como está tu esposa?” Al escuchar esa pregunta, su amigo le respondió: “Muy bien, espléndida. Es más, creo que la viste llevada en andas por un grupo de gente en la playa que festejaba su cumpleaños”.

El marinero, al escuchar esto y recordando a la mujer insulsa que años atrás encontraron lavando ropa, preguntó: “¿Entonces, te separaste? No es misma mujer que yo conocí, ¿no es cierto?”. “Si” dijo su amigo, “es la misma mujer que encontramos lavando ropa hace años atrás”.

“Pero, es muchísimo más hermosa, femenina y agradable,  ¿cómo puede ser?”,  preguntó el marinero.

“Muy sencillo” respondió su amigo. “Me pidieron de dote 3 vacas por ella, y ella creía que valía 3 vacas. Pero yo pagué por ella 9 vacas, la traté y consideré siempre como una mujer de 9 vacas. La amé como a una mujer de 9 vacas. Y ella se transformó en una mujer de 9 vacas”.

Cuando alguien nos valora y nos estimula, con sinceridad y amor, obramos cambios impensados...  “Sólo pierde quien deja de intentar”.

Otro peligro es pensar que no hemos sembrado bien, que no tenemos ni idea de hacer las cosas, el lamento pesimista del que se piensa culpable de que haya guerras en el otro lado del mundo: “A menudo os equivocáis cuando decís: me he engañado con la educación de mis hijos, o  no he sabido hacer el bien a mi alrededor. Lo que sucede es que aún no habéis conseguido el resultado que pretendíais, que todavía no veis el fruto que hubierais deseado, porque la mies no está madura. Lo que importa es que hayáis sembrado, que hayáis dado a Dios a las almas. Cuando Dios quiera, esas almas volverán a él. Puede que vosotros no estéis allí para verlo, pero habrá otros para recoger lo que habéis sembrado” (G. Chevrot).

Finalmente, vamos a la semilla que cayó en buena tierra y dio fruto, una parte el ciento, otra el sesenta y otra el treinta: la fertilidad de la buena tierra compensó con creces a la simiente que dejó de dar el fruto debido. Nada quedó sin fruto. El gran error del sembrador sería no echar la simiente por temor a que una parte cayera en lugar poco propicio para fructificar, o por temor a que nos malinterpreten, etc.

“Jesús, os decía al comienzo, es el sembrador. Y, por medio de los cristianos, prosigue su siembra divina. Cristo aprieta el trigo en sus manos llagadas, lo empapa con su sangre, lo limpia, lo purifica y lo arroja en el surco, que es el mundo” (S. Josemaría). Su sangre vivifica a todo el mundo, a cada uno. Y así también, de formas muchas veces insospechada, hace fructificar nuestros esfuerzos: “Mis elegidos no trabajarán en vano” (Is. 65, 23), no se pierde nada de lo que se hace cuando estamos con el Señor. El apostolado es así tarea alegre y, a la vez, sacrificada: en la siembra y en la recolección: “Ante un panorama de hombres sin fe, sin esperanza; ante cerebros que se agitan, al borde de la angustia, buscando una razón de ser a la vida, t encontraste una meta: El! /  Y este descubrimiento inyectará permanentemente en tu existencia una alegra nueva, te transformará, y te presentar una inmensidad diaria de cosas hermosas que te eran desconocidas, y que muestran la gozosa amplitud de ese camino ancho, que te conduce a Dios” (San Josemaría). En Santa María encontramos el mejor modelo de correspondencia a la siembra divina, a ella acudimos para dar fruto.