Lucas 5,27-32:
Al reconocernos pecadores podemos recibir la misericordia divina

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté  

 

Texto del Evangelio (Lc 5,27-32):

En aquel tiempo, Jesús salió y vio a un publicano llamado Leví, sentado en el despacho de impuestos, y le dijo: «Sígueme». El, dejándolo todo, se levantó y le siguió. Leví le ofreció en su casa un gran banquete. Había un gran número de publicanos, y de otros que estaban a la mesa con ellos. Los fariseos y sus escribas murmuraban diciendo a los discípulos: «¿Por qué coméis y bebéis con los publicanos y pecadores?». Les respondió Jesús: «No necesitan médico los que están sanos, sino los que están mal. No he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores». 

Comentario:

1. San Mateo era antes un publicano: recaudador de impuestos de los judíos que entregaban el dinero a los romanos (a través de Herodes). Cada cierto tiempo había que recolectar una cierta suma, no importaba cómo -cuánto exigía el publicano a los judíos y cuánto se guardaba él-. El publicano hacía un negocio sucio. Por ello, era odiado: por ser un traidor del pueblo, que trabajaba para sus colonizadores y que además los explotaba. No podía, por tanto, comerciar, comer, ni orar con los demás judíos (era “persona no grata”, “pecador público”); no se permitía a un judío casarse con alguien de una familia que tenía entre sus miembros a un publicano.

Leví trabaja en Cafarnaúm. Ha visto a Jesús, ha oído hablar de El, de sus milagros, de sus enseñanzas... pero quizá nunca pensó en hablarle, ni en acercarse a El (se sabía indigno y rechazado por todos). Pero un día, estando en el banco de los recaudadores, levantó su mirada (“se distrajo” de sus ocupaciones, de su ambición, de su vida reducida a lo material, a lo pasajero) y se encontró con la mirada de Cristo. El Señor lo miraría con cariño (una mirada de misericordia, que llena de esperanza, de visión sobrenatural), y le dijo: “Sígueme” (Mt 9, 9): la vocación cristiana es un mandato imperativo de Cristo”, que no admite dilaciones: “Y él, dejadas todas las cosas, se levantó y le siguió”. No se puso a hacer planes, a prever cada cosa, las consecuencias de su decisión, no se reservó nada...: una respuesta generosa y llena de fe.

Como a San Mateo, también a nosotros nos llama en nuestro sitio de trabajo o de estudio (cf. J. Escrivá, Camino 799). En la colecta del día del Santo pedimos: “Oh, Dios, que por tu infinita misericordia elegiste a San Mateo, para convertirlo de publicano en Apóstol de tu Hijo; concédenos, por su ejemplo e intercesión, seguir a Cristo y entregarnos a El plenamente”… y eso va para todos, no sólo para los Apóstoles, o para unos cuantos tipos especiales.

Dios tiene previsto desde toda la eternidad una vocación para cada uno (cf. Forja, 10). Pero no obliga, respeta nuestra libertad, y hasta tal punto que puede dejarnos ir tristes, como al joven rico que tenía muchas riquezas, muchos proyectos personales, muchos planes... y respondió que no: “Tú no me convences, tus planes no me llaman la atención, yo tengo otros planes...”, y se fue triste.

En cambio, del sí, de la entrega al cumplimiento de la voluntad de Dios, de la correspondencia a la vocación sólo viene la alegría, una alegría que nada ni nadie puede opacar: Mateo, gozoso, preparó un banquete para Cristo y sus discípulos, e invitó a sus colegas (cf. Surco, 81). La alegría de la conversión va unida a su consecuencia lógica: el apostolado (el bien es difusivo por sí mismo).

Vemos aquí, junto a la predestinación y la respuesta a los afanes del alma, cómo Jesús elige a quien quiere, sin tener en cuenta los prejuicios de los hombres. Además, porque esa elección comporta también una conversión (así S. Mateo, así S. Pablo).

Su nombre, Leví, fue cambiado por el de Mateo (“el don de Dios”): hijo de Dios, cristiano en el sentido más estricto de la palabra. Su vida ahora es otra: ya no le importa pasar penalidades, incomprensión, sufrimiento, pobreza... ¡está con Jesús! ¡es uno de sus discípulos predilectos! Y no sólo siguió a Jesús, sino que después se dedicó a difundir su doctrina: el Evangelio y los viajes: Palestina, toda Judea, Persia y otras naciones de Oriente. La vocación cristiana es una auténtica aventura: hay que llegar hasta los últimos rincones de la tierra... luego dirá en su Evangelio aquellas palabras de Jesús: “Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos y enseñándoles a guardar todo lo que Yo os he mandado” (Mt 28, 19-20)

Y estaba tan convencido de la llamada divina, de las bondades de la doctrina cristiana, de los frutos de su trabajo por Cristo, que no dudó en llegar hasta el martirio.

Y quien encuentra a Cristo y le sigue, encuentra también a su Madre y le sigue: así, San Mateo es quien cuenta todo sobre la genealogía, la concepción y la infancia de Jesús. ¿Quién se lo contaría?: seguramente la Santísima Virgen, cuando junto a Juan formaba la primera Iglesia, cuando se fue el Señor al cielo.

2. Vemos cómo Jesús tampoco la pauta de no comer con pecadores, todo esto no le ayuda a conseguir buena imagen. Llamarle o sentarse a su mesa era algo “imprudente”. Pero de Jesús aprendemos otra lógica: «Para confundir a los fuertes, ha escogido a los que son débiles a los ojos del mundo» (1Cor 1,27). No nos extrañen pues nuestras miserias o la de los demás, pues aparte del Señor y de la Virgen, todos tenemos miserias: «Dios te ha escogido débil para darte su propio poder» (San Agustín). Lo malo es considerarse libre de miserias, pues entonces el alma no puede acoger el perdón que Dios siempre ofrece. Hoy vemos a Leví en su vocación desde la perspectiva de su conversión, que es el punto en el que estos días de cuaresma se nos pide una mudanza, como decía Isaías en la lectura del domingo pasado (9,1-14): "El pueblo que andaba a oscuras vio una luz grande. / Acrecentaste el regocijo, / hiciste grande la alegría. / Alegría por tu presencia, / cual la alegría en la siega, / como se regocijan repartiendo botín. // Porque el yugo que les pesaba / y la vara de su hombro / —la vara de su tirano—  / has roto, como el día de Madián. // Porque toda bota que taconea con ruido, / y el manto rebozado en sangre  / serán para la quema, / pasto del fuego. // Porque una criatura nos ha nacido, / un hijo se nos ha dado. / Estará el señorío sobre su hombro, / y se llamará su nombre  / “Maravilla de Consejero”, / “Dios Fuerte”,  / “Siempre Padre”,  / “Príncipe de Paz”. // Grande es su señorío y la paz no tendrá fin / sobre el trono de David y sobre su reino, / para restaurarlo y consolidarlo / por la equidad y la justicia”.

Leví podía estar asqueado de su vida de sanguijuela, al servicio de los invasores. Podía tener sensación de asqueo, de no querer seguir viviendo, no sabemos lo que había en su corazón, sí cómo reaccionó al sentirse llamado: lo dejó todo y siguió a Jesús. Quizá pensaba ya en esta oportunidad, de cambiar de vida sin saber cómo ni mucho menos con ese apóstol que hacía milagros y hablaba de un reino de Dios, a quien no se atrevía a seguir por no considerarse digno. Pero Dios que ve en lo oculto lo fue a buscar para que fuera precisamente él, el traidor, el Evangelista primero del nuevo reino.

El yugo de la ley antigua queda convertido en libertad que brota de la conversión de corazón: «Convertíos…». Ya no es atadura de rituales, sino labor del corazón. El sentido de ese “¡Conviértete!” que nos pide el Señor es la traducción usual del término griego “¡metanoéite!”, imperativo que se traduce literalmente por: “¡Cambiad de mente!” Ante el Señor nadie podrá decir jamás: “ya estoy convertido del todo”. Jesús se vuelca en un alma que le deja espacio, que se pregunta cada día: “¿Qué me falta, para convertirme más al Señor?” Analizar los criterios mundanos que estorban nuestro pensar más cerca de la mente de Cristo, y actuar más como Él.

Aunque a todos llama Jesús a la conversión, a algunos les pide más: «Ven conmigo», para ser de sus íntimos, ser «pescadores de hombres». Pero el Señor no obliga: el joven rico dijo que no, pero vale la pena –si llama el Señor a la puerta- decirle sin dilatar la respuesta: “aquí estoy Señor, aquí me tienes, para hacer tu voluntad”.

La conversión tiene siempre una iluminación primera, que es la base de toda respuesta, como decía San Hipólito: «La vida se ha extendido sobre todos los seres y todos están llenos de una amplia luz: el Oriente de los orientes invade el universo, y el que existía “antes del lucero de la mañana” y antes de todos los astros, inmortal e inmenso, el gran Cristo brilla sobre todos los seres más que el sol. Por eso, para nosotros que creemos en Él, se instaura un día de luz, largo, eterno, que no se extingue: la Pascua mística».

3. Recuerda el Catecismo (748): «Cristo es la luz de los pueblos... La Iglesia no tiene otra luz que la de Cristo; ella es, según una imagen predilecta de los Padres de la Iglesia, comparable a la luna cuya luz es reflejo del sol”. Jesús por la Iglesia sigue proclamando: "Convertíos…" (1427): “Jesús llama a la conversión. Esta llamada es una parte esencial del anuncio del Reino: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1,15). En la predicación de la Iglesia, esta llamada se dirige primeramente a los que no conocen todavía a Cristo y su Evangelio. Así, el Bautismo es el lugar principal de la conversión primera y fundamental. Por la fe en la Buena Nueva y por el Bautismo se renuncia al mal y se alcanza la salvación, es decir, la remisión de todos los pecados y el don de la vida nueva”. Aquella llamada sigue viva, en cada alma, y más en tiempos de preparación como es la Cuaresma: “Ahora bien, la llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en la vida de los cristianos. Esta segunda conversión es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia que «recibe en su propio seno a los pecadores» y que siendo «santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación». Este esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana. Es el movimiento del «corazón contrito» (Sal 51,19), atraído y movido por la gracia a responder al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero” (1428).

Pidamos al Espíritu Santo que renueve nuestro espíritu y lo haga abierto a este cambio que el Señor espera: “La primera obra de la gracia del Espíritu Santo es la conversión, que obra la justificación según el anuncio de Jesús al comienzo del Evangelio: «Convertíos porque el Reino de los cielos está cerca» (Mt 4,17). Movido por la gracia, el hombre se vuelve a Dios y se aparta del pecado, acogiendo así el perdón y la justicia de lo alto, "…porque el Reino de los Cielos ha llegado".