San Juan 20,11-18:
La primera aparición de Jesús a María Magdalena, la mujer de fe y de amor

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté  

 

 

Libro de los Hechos de los Apóstoles 2,36-41:

 

Por eso, todo el pueblo de Israel debe reconocer que a ese Jesús que ustedes crucificaron, Dios lo ha hecho Señor y Mesías". Al oír estas cosas, todos se conmovieron profundamente, y dijeron a Pedro y a los otros Apóstoles: "Hermanos, ¿qué debemos hacer?". Pedro les respondió: "Conviértanse y háganse bautizar en el nombre de Jesucristo para que les sean perdonados los pecados, y así recibirán el don del Espíritu Santo. Porque la promesa ha sido hecha a ustedes y a sus hijos, y a todos aquellos que están lejos: a cuantos el Señor, nuestro Dios, quiera llamar". Y con muchos otros argumentos les daba testimonio y los exhortaba a que se pusieran a salvo de esta generación perversa. Los que recibieron su palabra se hicieron bautizar; y ese día se unieron a ellos alrededor de tres mil.  

Salmo 33,4-5.18-20.22:

Porque la palabra del Señor es recta y él obra siempre con lealtad; / él ama la justicia y el derecho, y la tierra está llena de su amor. / Los ojos del Señor están fijos sobre sus fieles, sobre los que esperan en su misericordia, / para librar sus vidas de la muerte y sustentarlos en el tiempo de indigencia. / Nuestra alma espera en el Señor; él es nuestra ayuda y nuestro escudo. / Señor, que tu amor descienda sobre nosotros, conforme a la esperanza que tenemos en ti.  

Evangelio según San Juan 20,11-18:

María se había quedado afuera, llorando junto al sepulcro. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies del lugar donde había sido puesto el cuerpo de Jesús. Ellos le dijeron: "Mujer, ¿por qué lloras?". María respondió: "Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto". Al decir esto se dio vuelta y vio a Jesús, que estaba allí, pero no lo reconoció. Jesús le preguntó: "Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?". Ella, pensando que era el cuidador de la huerta, le respondió: "Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo iré a buscarlo". Jesús le dijo: "¡María!" Ella lo reconoció y le dijo en hebreo: "¡Raboní!", es decir "¡Maestro!". Jesús le dijo: "No me retengas, porque todavía no he subido al Padre. Ve a decir a mis hermanos: 'Subo a mi Padre, el Padre de ustedes; a mi Dios, el Dios de ustedes'". María Magdalena fue a anunciar a los discípulos que había visto al Señor y que él le había dicho esas palabras.  

Comentario:

1. a) Pedro declara que Dios ha constituido «Señor y Cristo» a “este Jesús a quien vosotros habéis crucificado...” Aborda de frente la verdad, no teme la muerte, y habla de la responsabilidad que todos –él también- tienen. Muchos sintieron remordimiento de corazón, y dijeron a Pedro y a los Apóstoles: «Hermanos ¿qué hemos de hacer?». Es la metánoia, la conversión de corazón. La Pasión sigue siendo hoy medio esencial para convertirnos, tomar conciencia de nuestros pecados. -Pedro contestó: «Arrepentíos, y que cada uno de vosotros se haga bautizar...» ¿Hay que «cambiar de vida» primero? o bien ¿lo primero es «recibir los sacramentos? Pedro, espontáneamente, dice que hay que hacer ambas cosas. Arrepentirse: cambiar de vida, esforzarse. Recibir el bautismo: recibir el sacramento, reconocer la gracia de Dios (Noel Quesson). -Aquel día, fueron tres mil los que acogieron la Palabra y se hicieron bautizar. La familia de Jesús, inicialmente compuesta por María y José, luego los Apóstoles y santas mujeres, se amplía ahora por la fe y el bautismo… Esta conversión ha de ser continua, como Rabano Mauro dice: «Todo pensamiento que nos quita la esperanza de la conversión proviene de la falta de piedad; como una pesada piedra atada a nuestro cuello, nos obliga a  estar siempre con la mirada baja, hacia la tierra, y no nos permite alzar los ojos hacia el Señor». Y Juan Pablo II ha escrito: «El auténtico conocimiento de Dios, Dios de la misericordia y del amor benigno, es una constante e inagotable fuente de conversión, no solamente como momentáneo acto interior, sino también como disposición estable, como estado de ánimo. Quienes llegan a conocer de este modo a Dios, quienes lo ven así, no pueden vivir sino convirtiéndose sin cesar a Él. Viven, pues, en un estado de conversión, es este estado el que traza la componente más profunda de la peregrinación de todo el hombre por la tierra en estado de viador». Así lo hizo S. Agustín en su última etapa, como recordaba Benedicto XVI.

2. Dios es rico en misericordia para con todas sus creaturas. Creer en Dios y confiar en Él es el inicio del camino hacia nuestra plena santificación. Dejarse amar por Dios, abrirle nuestro corazón es aceptar que Él nos salve del pecado y de la muerte y nos conduzca hacia la posesión de los bienes eternos. Dios no nos engaña; Dios se ha revelado como nuestro Dios y Padre; Dios, en Cristo, se ha convertido para nosotros en el único camino de salvación para el hombre. ¿Lo aceptamos en nuestra vida? Pongamos en Él nuestra esperanza, pues Él no defrauda a los que en Él confían. Es un salmo de esperanza en este Dios que derrama su amor paternal sobre nosotros. Por la resurrección de Jesús somos hijos de Dios, podemos tener la confianza filial, audacia (en griego “parresia”) de un niño pequeño que tiene total abandono en su padre, y precisamente Jesús inaugura -la predicación de S. Pedro nos lo recuerda- esa familia de hijos de Dios, que se reúne para atrevemos a decir…:

San Pablo escribe a los primeros cristianos de Tesalónica: Porque vosotros sabéis muy bien que como el ladrón en la noche, así vendrá el día del Señor (1 Tesalónica). Es una llamada más a la vigilancia, a no vivir de espaldas a esa jornada definitiva –el día del Señor- en la que por fin veremos cara a cara a Dios. En algunos ambientes no es fácil hoy hablar de la muerte. Sin embargo es el acontecimiento que ilumina la vida, y la Iglesia nos invita a meditarlo; precisamente para que no nos encuentre desprevenidos. El modo pagano de pensar y de vivir lleva a muchos a vivir de espaldas a esta realidad, en lugar de verla como lo que en realidad es, la llave de la felicidad plena; se la ve como el fin del bienestar que tanto cuesta amasar aquí abajo. Para el cristiano, la muerte es el final de una corta peregrinación y la llegada a la meta definitiva, para la que nos hemos preparado día a día (C. Pozo), poniendo el alma en las tareas cotidianas. Con ellas y a través de ellas, nos hemos de ganar el Cielo.

Antes del pecado original no había muerte, tal y como hoy la conocemos con ese sentido doloroso y difícil con que tantas veces la hemos visto, quizá de cerca. Pero Jesucristo destruyó la muerte e iluminó la vida (2 Timoteo 1, 10), y gracias a Él, adquiere un sentido nuevo; se convierte en el paso a una Vida nueva. Cristo en su Pascua la convierte en “amiga” y “hermana”. La muerte de los pecadores es pésima (Salmo 33, 22), afirma hoy el salmo; en cambio, es preciosa, en la presencia de Dios, la muerte de los santos (Salmo 115, 15). Serán premiados por su fidelidad a Cristo, y hasta en lo más pequeño –hasta un vaso de agua dado por Cristo recibirá su recompensa (Mateo 10, 42). Sus buenas obras lo acompañan.

La muerte nos da grandes lecciones para la vida. Nos enseña a vivir con lo necesario, desprendidos de los bienes que usamos que habremos de dejar; a aprovechar bien cada día como si fuera el único; a decir muchas jaculatorias, a hacer muchos actos de amor al Señor y favores y pequeños servicios a los demás, a tratar a nuestro Ángel Custodio, a vencernos en el cumplimiento del deber, porque el Señor convertirá todos nuestros actos buenos en joyas preciosas para la eternidad (León X). Y después de haber dejado aquí frutos que perdurarán hasta la vida eterna, partiremos (Francisco Fernández Carvajal). Entonces podremos decir con el poeta: “-Dejó mi amor la orilla y en la corriente canta. –No volvió a la ribera que su amor era el agua” (Bartolomé Llorens).

3. Después de la versión de Mateo, he aquí la de Juan. Veremos que el mensaje es el mismo, en su substancia profunda, a pesar de algunos detalles diferentes. ¿Es el mismo relato? ¿Se trata de una segunda visita al sepulcro?

“El amor auténtico pide eternidad. Amar a otra persona es decirle «tú no morirás nunca» – como decía Gabriel Marcel. De ahí el temor a perder el ser amado. María Magdalena no podía creer en la muerte del Maestro. Invadida por una profunda pena se acerca al sepulcro. Ante la pregunta de los dos ángeles, no es capaz de admirarse. Sí, la muerte es dramática. Nos toca fuertemente. Sin Jesús Resucitado, carecería de sentido. «Mujer: ¿Por qué lloras? ¿A quién buscas?» Cuántas veces, Cristo se nos pone delante y nos repite las mismas preguntas. María no entendió. No era capaz de reconocerlo. Así son nuestros momentos de lucha, de oscuridad y de dificultad. «¡María!» Es entonces cuando, al oír su nombre, se le abren los ojos y descubre al maestro: «Rabboni»... Nos hemos acostumbrado a pensar que la resurrección es sólo una cosa que nos espera al otro lado de la muerte. Y nadie piensa que la resurrección es también, entrar «más» en la vida. Que la resurrección es algo que Dios da a todo el que la pide, siempre que, después de pedirla, sigan luchando por resucitar cada día” (Xavier Caballero). «La Iglesia ofrece a los hombres el Evangelio, documento profético, que responde a las exigencias y aspiraciones del corazón humano y que es siempre “Buena Nueva”. La Iglesia no puede dejar de proclamar que Jesús vino a revelar el rostro de Dios y alcanzar, mediante la cruz y la resurrección, la salvación para todos los hombres» (Redemptoris Missio, n. 11). En las situaciones límites se aprende a estimar las realidades sencillas que hacen posible la vida. Todo adquiere entonces sumo valor y adquiere sentimientos de gratitud. «He visto al Señor» - exclamó María. Esta debe ser nuestra actitud. Gratitud por haber visto al Señor, porque nos ha manifestado su amor y, como a María, nos ha llamado por nuestro nombre para anunciar la alegría de su Resurrección a todos los hombres.

a) Un día le escribió a santa Teresita una hermana suya, que había recibido antes noticias de la santa. Le dijo que así como había personas que estaban posesionadas por el demonio -el demonio poseyendo su ser interior- le parecía que ella estaba posesionada por Jesús. No hace falta decir la alegría que le dio a santa Teresita esa idea de su hermana, y la ilusión que se le despertó por estar más y más poseída por Jesús. Magdalena será recompensada por su idea fija: “lo que quiero es al Señor”, parece decir: “si no lo tengo, no tengo nada, si lo tengo, lo tengo todo”. El mundo se despuebla si Él no está. Es lo que ocurre con todo verdadero enamorado. Cien gentes, pero no está la persona amada: no hay nadie. Cuántas experiencias en la historia de la Iglesia. Decía el Obispo Van Tuán: me encarcelaron, me privaron de mi Catedral, de mis feligreses, de mi seminario, de mis proyectos apostólicos, de mi familia, de mi casa, de mi capacidad de predicación, de mis sacerdotes... pero tengo a Cristo. Nunca me siento mal pagado con Él. Entonces Jesús le dijo: "Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?" Ella, pensando que era el jardinero, le respondió: "Señor, si tú lo llevaste, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré.". Jesús le dijo: "¡María!" Ella se volvió y exclamó "¡Rabbuní!", que en hebreo significa "maestro". Jesús se presenta “con otra figura”. Este hecho es explicado por el cardenal Ratzinger con las siguientes palabras: (El credo) “describe las diferentes apariciones del Resucitado con la palabra griega óphte, que solemos traducir por «apareció»; tal vez fuera más exacto decir: «se dejó ver». Esta fórmula pone de manifiesto que aquí se trata de algo muy distinto; significa que Jesús, después de la resurrección, pertenece a una esfera de la realidad que normalmente se sustrae a nuestros sentidos. Sólo así tiene explicación el hecho, narrado de manera acorde por los evangelios, de la presencia irreconocible de Jesús. Ya no pertenece al mundo perceptible por los sentidos, sino al mundo de Dios. Puede verlo, por tanto, tan sólo aquel a quien Él mismo se lo concede. Y en esta forma especial de visión participan también el corazón, el espíritu y la limpieza interior del hombre.

Ya en el plano de la vida cotidiana, el acto de ver es un proceso mucho más complejo de lo que generalmente se piensa. Dos personas que contemplan a un tiempo el mundo exterior, raramente ven la misma cosa. Además, siempre se mira desde dentro. Según las circunstancias, una persona puede percibir la belleza de las cosas o únicamente su utilidad. Alguien puede leer en el rostro del otro preocupación, amor, pena escondida, falsedad disimulada, o puede que no perciba absolutamente nada.

Todo esto aparece de forma manifiesta a los sentidos y, sin embargo, se percibe tan sólo a través de un proceso sensible-mental, que es tanto más exigente cuanto más profundamente recala en el fondo de lo real la manifestación sensible de una cosa. Algo parecido puede decirse del Señor resucitado: se manifiesta a los sentidos, y, con todo, puede sólo estimular aquellos sentidos que van más allá de una visión puramente sensible.

Teniendo en cuenta el pasaje completo, debemos entonces admitir que Jesús no volvió a la vida al modo de un muerto reanimado, sino que, en virtud del poder divino, su nueva vida se hallaba por encima de la esfera de aquello que es física y químicamente mensurable. Pero es también verdad que aquel que realmente vivía de nuevo era el mismo Jesús, esta persona, el Jesús que había sido ajusticiado dos días antes. Por lo demás, nuestro texto (1 Cor 15,3-11) lo dice de una manera muy explícita cuando introduce dos frases claramente distintas y a continuación la una de la otra. Primero se dice que ‘resucitó al tercer día, según las Escrituras’, e inmediatamente después, ‘se apareció a Cefas, luego a los doce’. Resurrección y aparición son hechos distintos, netamente separados en esta confesión. La resurrección no se agota en las apariciones. Las apariciones no son la resurrección, sino tan sólo su reflejo. Ante todo, es algo que le acontece al mismo Jesús, que tiene lugar entre el Padre y él, en virtud del poder del Espíritu Santo; después, este acontecimiento que le acaece sólo a Jesús, se hace accesible a los hombres porque él quiere hacerlo accesible. Y con esto volvemos a la cuestión de la tumba, de la que se nos descubre ahora la respuesta. La tumba no es el punto central del mensaje de la resurrección; este punto central es el Señor en su nueva vida. Pero la tumba no ha de suprimirse, sin más, de este mensaje. Si en este texto, extremadamente denso, se menciona la sepultura de forma tan concisa y lapidaria es porque se quiere dar a entender con toda claridad que no fue éste el último acto de la vida terrena de Jesús. La siguiente formulación, la proclamación de la resurrección «al tercer día según las Escrituras», es ya una tácita alusión al salmo 16,10. Este texto es uno de los elementos fundamentales de la prueba veterotestamentaria que el cristianismo primitivo elaboró para demostrar el carácter mesiánico de Jesús. Ateniéndonos al testimonio de las predicaciones que nos han sido transmitidas por los Hechos de los Apóstoles, este salmo representa el principal punto de referencia de la fórmula «según las Escrituras». Según el texto de los LXX, que fue el Antiguo Testamento de la Iglesia naciente, este versículo reza así: «No abandonarás mi vida en el sepulcro, no dejarás que tu Santo vea la corrupción». De acuerdo con la interpretación judía, la corrupción comenzaba después del tercer día; la palabra de la Escritura se cumple en Jesús porque él resucita al tercer día, antes de que se inicie la corrupción. El texto se vincula aquí también al versículo que habla de la muerte: todo esto tiene lugar en el contexto de las Escrituras; la muerte de Jesús conduce a la tumba, pero no a la corrupción. El es la muerte de la muerte, muerte que se halla escondida en la palabra de Dios y, por tanto, en la relación con la vida, que despoja a la muerte del poder que tiene de destruir el cuerpo y deshacer al hombre en la tierra.

Semejante superación del poder de la muerte, justamente allí donde ésta despliega su irrevocabilidad, pertenece al centro mismo del testimonio bíblico, prescindiendo del hecho de que hubiera sido absolutamente imposible anunciar la resurrección de Jesús en el caso de que cualquiera hubiera podido saber y comprobar que su cuerpo yacía en el sepulcro. Tal cosa sería imposible en la sociedad de nuestro tiempo, que maneja teóricamente conceptos de resurrección en los cuales el cuerpo resulta indiferente; con mucha más razón era impensable en el mundo judío, en el que el hombre se identificaba con su propio cuerpo y no con algo que con éste se vinculaba de algún modo. Profesar la resurrección del cuerpo no significa aceptar un milagro absurdo, sino afirmar el poder de Dios, el cual respeta la creación sin atarse a la ley de su muerte. La muerte es, sin duda, la forma típica de este mundo nuestro. Pero la superación de la muerte, su eliminación real, y no solamente conceptual, es hoy, como lo era entonces, el anhelo y el objetivo que impulsa la búsqueda del hombre. La resurrección de Jesús afirma que esta superación es efectivamente posible, que la muerte no pertenece por principio e irrevocablemente a la estructura del ser creado, de la materia. También afirma, ciertamente, que la superación de los confines de la muerte no es posible, en definitiva, a través de métodos clínicos sofisticados, a través de la técnica. Acontece únicamente en virtud de la potencia creadora de la palabra y del amor. Sólo estas potencias son lo bastante fuertes como para modificar la estructura de la materia con tal radicalidad que se haga posible superar las barreras de la muerte. Por esta razón, la inaudita promesa de este acontecimiento entraña un llamamiento extraordinario, una vocación, toda una interpretación de la existencia del hombre y del mundo. Pero especialmente se pone aquí de manifiesto que la fe en la resurrección de Jesús es una profesión de la existencia real de Dios y una profesión, también, de su creación, del "Sí" con el que Dios se sitúa frente a la creación, frente a la materia. La palabra de Dios penetra verdaderamente hasta el fondo último del cuerpo. Su poder no se circunscribe a los límites de la materia. Lo abraza todo. Y, por tanto, también la responsabilidad ante esta palabra penetra ciertamente en la materia, en el cuerpo, y allí se afirma. En la fe en la resurrección se trata, en definitiva, de esto: del poder real de Dios y de la significación de la responsabilidad humana. El poder de Dios es esperanza y alegría. Este es el contenido liberador de la revelación pascual. En la Pascua, Dios se revela a sí mismo, revela su fuerza -superior a las fuerzas de la muerte-, la fuerza del amor trinitario. He ahí por qué la revelación pascual nos da derecho a cantar «Alleluia» en un mundo sobre el que se cierne la sombra de la muerte”.

b) “María está delante del sepulcro, llorando. La razón de su llanto es la ausencia total de Jesús, que no sólo ha muerto, sino que tampoco está su cadáver. Es la tristeza que había anunciado Jesús a sus discípulos (16, 20) "vosotros lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará. Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo". "Mientras lloraba se asomó al sepulcro y vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies donde había estado el cuerpo de Jesús".

María es la comunidad-esposa que busca y llora al esposo, amor de su alma. En el Cantar se describe así la escena (3, 2) "me levanté y recorrí la ciudad... buscando el amor de mi alma; lo busqué y no lo encontré. Me han encontrado los guardias que rondan por la ciudad: "¿visteis al amor de mi alma?". La primera aparición (Mc 16, 9) estuvo reservada para María Magdalena. El primer anuncio del acontecimiento se hizo a las mujeres. Fueron ellas, fueron unas mujeres las enviadas por Dios a predicar a los apóstoles. S. Agustín resalta este dato y dice que se trata de una divina compensación; las mujeres anuncian hoy la vida lo mismo que ayer una mujer, madre de todos los vivos, se convirtió en la primera mensajera de la muerte; y sobre la cuestión de que se quedara allí a llorar junto al sepulcro, comenta: «Al volverse los hombres, un afecto más fuerte sujetaba al sexo más débil en el mismo lugar. Y los ojos que habían buscado al Señor, sin encontrarlo, se deshacían en lágrimas, sintiendo mayor dolor por haber sido llevado del sepulcro que por haber sido muerto en la Cruz, porque ya no quedaba recuerdo de su excelente Maestro, cuya vida les había sido arrebatada. Este dolor sujetaba a la mujer al lado del sepulcro». La mujer buscaba más insistentemente a Jesús, porque ella fue la primera en perderlo en el paraíso; como por ella había entrado la muerte, por eso buscaba más la Vida. Y ¿cómo la buscaba? Mirando dentro vio unos ángeles. Observad que los ángeles no se hicieron presentes a Pedro y a Juan y sí, en cambio, a esta mujer, dicen los antiguos, porque el sexo más débil buscó con más ahínco lo que había sido el primero en perder. Los ángeles la ven y le dicen: “No está aquí, ha resucitado” (Mt 28,6). Vio también a Jesús, pero no lo toma por quien era, sino por el hortelano; todavía reclama el cuerpo de un muerto. Le dice: «Si tú le has llevado, dime dónde le has puesto, y yo lo llevaré (Jn 20,15). ¿Qué necesidad tienes de lo que no amas? Dámelo». La que así le buscaba muerto, ¿cómo creyó que estaba vivo? A continuación el Señor la llama por su nombre. María reconoció la voz y volvió su mirada al Salvador y le respondió sabiendo ya quien era: Rabi, que quiere decir «Maestro» (Jn 20,16). Hay como un instinto divino que mueve (cf. Rom 8,14) en una docilidad que es la esencia de la vida en Cristo. Cuando María Magdalena lloraba fuera del sepulcro, se inclina y mira adentro donde están los ángeles (cf. Jn 20,11-13) movida por la caridad de Cristo (cf. 2 Cor 5, 14), por el divino instinto que le empuja hacia realidades más altas, recordaba S. Tomás, siguiendo a S. Agustín y otros como San Gregorio Magno: «Llorando, pues, María se inclinó y miró en el sepulcro. Ciertamente había visto ya vacío el sepulcro, ya había publicado que se habían llevado al Señor. ¿Por qué, pues, vuelve a inclinarse y renovar el deseo de verle? Porque al que ama, no le basta haber mirado una sola vez, porque la fuerza del amor aumenta los deseos de buscar. Y, efectivamente, primero le buscó, y no le encontró; perseveró en buscarle y le encontró. Sucedió que, con la dilación, crecieron sus deseos, y creciendo, consiguió encontrarle».

Al contrario del texto del Cantar no es María la que pregunta a los guardianes, sino ellos a María. Siendo mensajeros, si ella les preguntara, le darían la información que poseen. Pero son ellos los que preguntan el motivo de su llanto; su misma presencia gloriosa demuestra que el llanto no tiene sentido; ellos saben lo que ha ocurrido; pero María, obsesionada con su desesperanza, repite esa frase que expresa su desorientación y su pena. De esta manera tan tierna y tan poética está diciendo el evangelista la dificultad que experimentó el grupo de discípulos en tomar conciencia de la resurrección de Jesús. Se dirigen a ella con el apelativo "Mujer" que Jesús había usado con su Madre en Caná (2, 4) y en la cruz (19, 26) y con la samaritana (4, 21), la esposa fiel y la esposa infiel de la antigua alianza. Los ángeles ven en María a la esposa de la nueva alianza, que busca al esposo desolada, pensando que lo ha perdido. María, de hecho, llama a Jesús mi Señor, como mujer al marido, según el uso de entonces.

"Dicho esto da media vuelta y ve a Jesús de pie, pero no sabía que era Jesús"... Habría reconocido a un Jesús muerto, pero no lo reconoce vivo. Esta ceguera de María será reflejada más tarde en la de Tomás. Estos dos personajes muestran a la comunidad anclada en la concepción de la muerte como hecho definitivo. Se ve ahora claramente por qué Juan puso como culminación del día del Mesías el episodio de Lázaro. La creencia en la continuidad de la vida a través de la muerte es la piedra de toque de la fe en Jesús. "Jesús le dice: mujer ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Ella, tomándolo por el hortelano, le contesta: Señor, si tú te lo has llevado, dime donde lo has puesto y yo lo recogeré'. Al no reconocer a Jesús, su presencia en el huerto le hace pensar que sea el hortelano. Con esta palabra reintroduce Juan el tema del huerto-jardín, volviendo al lenguaje del Cantar. Se prepara el encuentro de la esposa con el esposo. María no lo reconoce aún, pero ya está presente la primera pareja del mundo nuevo, el comienzo de la nueva humanidad. Es el nuevo Paraíso. Jesús, como los ángeles, la ha llamado "Mujer" (esposa). Ella expresando sin saberlo la realidad de Jesús, lo llama "Señor" (esposo-marido). María, sin embargo, sigue obsesionada con su idea: "si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto". Sigue sin comprender la causa de la ausencia de Jesús: piensa que se debe a la acción de los otros. En la frase de María aflora la ironía del evangelista: de hecho, Jesús se ha arrebatado él mismo del sepulcro. Ella no sabe que dando su vida libremente, tenía en su mano recobrarla (10, 18).

"Jesús le dice ¡María! Ella se vuelve y le dice ¡Rabboni! (que significa Maestro)". Jesús le llama por su nombre y ella lo reconoce por la voz. Este tema también aparece en el Cantar: "Estaba durmiendo, mi corazón en vela, cuando oigo la voz de mi amado que me llama: ¡ábreme, amada mía!" (5, 2; 2,8, LXX). Al oír la voz de Jesús y reconocerlo, María se vuelve del todo, no mira más al sepulcro, que es el pasado, se abre para ella su horizonte propio: la nueva creación que comienza.

Ahora responde a Jesús. Juan Bautista había oído la voz del esposo y se había llenado de alegría, viendo el cumplimiento de la salvación anunciada. Ahora, al esposo responde la esposa; se forma la comunidad mesiánica. Ha llegado la restauración anunciada por Jeremías (33, 11): "se escuchará la voz alegre y la voz gozosa, la voz del novio y la voz de la novia". Se consuma la Nueva Alianza por medio del Mesías. La respuesta de María: Rabboni, Señor mío, tratamiento que se usaba para los maestros, pone este momento en relación con la escena donde Marta dice a su hermana: El Maestro está ahí y te llama". Al mismo tiempo Rabboni podía ser usado por la mujer dirigiéndose al marido. Se combinan así los dos aspectos de la escena: el lenguaje nupcial expresa la relación de amor que une la comunidad a Jesús, pero este amor se concibe en términos de discipulado, es decir, de seguimiento. "Le dijo Jesús: suéltame que todavía no he subido al Padre". Tocar, abrazar, es la forma humana de asegurarse la realidad. De este modo el abrazar o tocar pertenece a las formas elementales con las que el hombre capta la realidad externa. En tal caso, el giro «no me abraces» o "no me toques" o -de forma positiva- "Suéltame" sólo puede significar que la existencia del Resucitado no ha de comprobarse de esa manera mundana. El encuentro y contacto con Jesús resucitado se realiza en un terreno distinto, a saber: en la fe, por la palabra o «en espíritu». Realmente al resucitado no se le puede retener en este mundo. (...) Con el deseo de palpar el hombre conecta frecuentemente la otra tendencia de querer convertir algo en posesión suya, de poder disponer de ello. Ahora bien el resucitado ni puede ni quiere ser abrazado así; mostrando con ello que escapa a cualquier forma de ser manejado por el hombre. Con ello se expresa una experiencia básica pos-pascual con Jesús y la tradición acerca de él. Pese a todo el saber de que disponemos, no es posible allegarse a Jesús, ni a través de un conocimiento histórico ni de un conocimiento teológico sistemático. Con lo cual no se quiere decir que tal ciencia no tenga valor alguno, pues posibilita unas aproximaciones de distinta índole. Es probable que uno de los efectos más importantes de la fe pascual del Nuevo Testamento sea el de conducir al hombre hasta una última frontera, en la que poco a poco ve con claridad que existe algo de lo que no cabe disponer, para conducirle simplemente al reconocimiento de eso indisponible.

Lo indisponible no se identifica sin más con lo absolutamente desconocido y menos aún con lo irreal. Se puede tener de ello un conocimiento bastante amplio, como en el caso de Jesús. Sólo que ese conocimiento ya no le proporciona al hombre ninguna seguridad; arrebata las seguridades palpables, asegurando en cambio un amplio y abierto espacio de libertad. La línea divisoria entre fe e incredulidad podrá pasar justamente por aquí, en si se reconoce y otorga vigencia a lo indisponible, o en si con todos los medios se le quiere eliminar o dominar. La incredulidad mundana consiste en querer eliminar lo indisponible para el hombre, en pretender negarlo; querer dominarlo a toda costa es precisamente la incredulidad eclesiástica y teológica. En sus relatos pascuales Juan muestra, quizá mejor que los otros evangelistas, esa indisponibilidad de Jesús por principio. Dicha indisponibilidad, que en ningún caso excluye la proximidad permanente de Jesús en el futuro, se echa de ver en que el Señor sube, retorna al Padre: «Jesús le responde: "Suéltame, pues todavía no he subido al Padre. Vete a mis hermanos y diles: Voy a subir a mi Padre y a vuestro Padre; a mi Dios y a vuestro Dios." La renuncia a la forma de comunicación material y sensible no significa en modo alguno la imposibilidad de comunicarse con Jesús. Precisamente su ida al Padre creará la base para la comunión permanente de la comunidad de discípulos con Jesús, según ha quedado expuesto de múltiples formas en los discursos de despedida. La escena lo recuerda. Juan recoge la imagen, tantas veces utilizada por él, de bajada y subida: como Logos hecho carne, Jesús ha descendido del cielo y, una vez cumplida su obra terrena, retorna de nuevo al Padre. Así describe Juan lo que el lenguaje cristiano tradicional denomina ascensión de Cristo. Y es que en él la pascua, la ascensión y pentecostés constituyen una realidad única. Y por ello también tienen lugar el mismo día. El modelo de la dilatación de los tiempos, según el cual entre la pascua y la ascensión transcurren cuarenta días, y diez días más entre la ascensión y pentecostés, se debe a Lucas. La Iglesia ha recogido en su año litúrgico ese esquema lucano.

María recibe del resucitado el encargo de anunciar a los discípulos, "a mis hermanos", el regreso de Jesús al Padre. Esta expresión, «a mis hermanos», resulta sorprendente; pero en este pasaje describe las nuevas relaciones que Jesús establece con los suyos, por cuanto que ahora los introduce de forma explícita en su propia relación con Dios. «Ya no os llamaré siervos sino amigos» (Jn 15,15). Desde esa base se entiende también el giro «a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios» no en forma limitativa, sino de franca comunicación: mediante la resurrección de Jesús los discípulos entran ahora a participar definitivamente en las relaciones divinas de Jesús. Por lo mismo, no se trata directamente de que Jesús distinga entre sus relaciones divinas personales, posiblemente ya metafóricas, y las relaciones secundarias, no metafísicas y puramente morales de los discípulos. En el Nuevo Testamento tales categorías metafísicas no son utilizables y falsean el sentido sino que para la comunidad de los creyentes no hay distinción alguna entre el Dios y Padre de Jesús y su propio Dios y Padre. La fórmula se entiende desde fórmulas de comunicación parecidas, que aparecen en el Antiguo Testamento: «Tu pueblo es mi pueblo, y tu Dios es mi Dios» (Rut 1,16). Sólo que en Juan se da a la inversa; según su concepto de revelación, el hombre no puede por sí mismo elegir a Dios, sino que es elegido por él, y a través de Jesús.

El alegre mensaje pascual, que María ha de comunicar a los hermanos de Jesús, consiste en la fundación de una nueva comunidad escatológica de Dios mediante el retorno de Jesús al Padre (cf. también 1Jn 1,1-4). Vista así, la escena indica desde qué ángulo hay que entender el cuarto evangelio, que tiene su fundamento en la comunión divina permanente abierta por Jesús con la pascua” (“El Nuevo Testamento y su mensaje”, Herder).

c) La Iglesia aplica hoy el introito no sólo a sus hijos recién bautizados, sino también a todos nosotros, "iluminados" por los santos misterios: "Les da a beber el agua de la sabiduría. Con ella los hace fuertes y los ensalzará para siempre". El júbilo pascual de este cántico está aún impregnado de la viva fe en los misterios, que tenía la antigua Iglesia. El acontecimiento del Bautismo es cantado aquí como una absoluta realidad. Escuchamos el murmullo de las aguas de la sabiduría; llevan consigo el aroma del Paraíso, pero también el amargo sabor de la sangre que brota del corazón abierto del Redentor. El misterio pascual comunica la sagrada gnosis, la santa sabiduría, y nos da a conocer la naturaleza de ésta: la ciencia es el fruto del árbol de la muerte, así como la muerte fue el fruto del árbol de la ciencia. El primer hombre comió del árbol de la ciencia; y el agua mortal que brota del costado del Hombre Dios al morir por nosotros en la cruz se ha convertido en el "agua de la sabiduría". El querer conseguir la ciencia contra la voluntad de Dios, trajo la muerte a todo el mundo; la muerte de Cristo en cruz por obediencia, consigue a todos la sabiduría. (...) El fruto de la muerte es la sabiduría. Ha sido otorgada al hombre por la lucha y la muerte de su Dios; a la Iglesia se le concede por medio de los misterios de la liturgia, que le permiten tomar parte en la lucha y la muerte de su Señor. Cristo, que cosechó los frutos, que son la paz y la sabiduría pascual, los reparte a los suyos. Pero solamente lo hace en la medida en que éstos hayan participado de su muerte; sólo cuando el agua de muerte del Bautismo ha sepultado al hombre con Cristo, podemos gustar del "agua de la sabiduría" (Emiliana Löhr).

En la Eucaristía, tenemos cada día un encuentro pascual con el Resucitado, que no sólo nos saluda, sino que se nos da como alimento y nos transmite su propia vida. Es la mejor «aparición», que no nos permite envidiar demasiado ni a los apóstoles ni a los discípulos de Emaús ni a la Magdalena (J. Aldazábal): «Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo» (aleluya). Y en la oración Colecta pedimos: «Tu, Señor, que nos has salvado por el misterio pascual, continúa favoreciendo con dones celestes a tu pueblo, para que alcance la libertad verdadera y pueda gozar de la alegría del cielo que ya ha empezado a gustar en la tierra». Y en el Ofertorio: «Acoge, Señor, con bondad las  ofrendas de tu pueblo, para que, bajo tu protección, no pierda ninguno de tus bienes y descubra los que permanecen para siempre». En la Comunión seguimos repitiendo, para calar hondo en esos sentimientos, aquel himno antiguo: «Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba. Aleluya» (Col 3,1-2). Todo ello, con la esperanza del cielo, como acabamos pidiendo en la Postcomunión: «Escúchanos, Dios Todopoderoso, y concede a estos hijos tuyos, que han recibido la gracia incomparable del bautismo, poder gozar un día de la felicidad eterna».