San Mateo 13, 1-23:
El Señor fecunda la tierra que es nuestro corazón, para que podamos acoger su palabra, y dar mucho frutoAutor: Padre Llucià Pou Sabaté
Lectura
del Profeta Isaías 55,10-11:
Esto dice el Señor: Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo, y no vuelven
allá, sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para
que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra que sale de
mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo.
Sal
64,10abcd. 10e-11. 12-13. 14:
R/. La semilla cayó en tierra buena y dio fruto.
Tú cuidas de la tierra, la riegas
/ y la enriqueces sin medida;
/ la acequia de Dios va llena de agua.
Tú preparas los trigales:
/ riegas los surcos, igualas los terrenos,
/ tu llovizna los deja mullidos,
/
bendices sus brotes.
Coronas el año con tus bienes,
/
tus carriles rezuman abundancia;
/
rezuman los pastos del páramo,
/
y las colinas se orlan de alegría.
Las praderas se cubren de rebaños,
/
y los valles se visten de mieses
/
que aclaman y cantan.
Lectura
de la carta del Apóstol San Pablo a los Romanos 8,18-23:
Hermanos:
Considero que los trabajos de ahora no pesan lo
que la gloria que un día se nos descubrirá. Porque la creación expectante está
aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios; ella fue sometida a la
frustración no por su voluntad, sino por uno que la sometió; pero fue con la
esperanza de que la creación misma se vería liberada de la esclavitud de la
corrupción, para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios.
Porque sabemos que hasta hoy la creación entera está
gimiendo toda ella con dolores de parto.
Y no sólo eso; también nosotros, que poseemos
las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior aguardando la hora de
ser hijos de Dios, la redención de nuestro cuerpo.
Lectura
del santo Evangelio según San Mateo 13,1-23:
Aquel día salió Jesús de casa y se sentó junto al lago. Y acudió a él tanta
gente que tuvo que subirse a una barca; se sentó y la gente se quedó de pie en
la orilla.
Les habló mucho rato en parábolas:
-Salió el sembrador a sembrar. Al sembrar, un
poco cayó al borde del camino; vinieron los pájaros y se lo comieron.
Otro poco cayó en terreno pedregoso, donde
apenas tenía tierra, y como la tierra no era profunda, brotó en seguida; pero en
cuanto salió el sol, se abrasó y por falta de raíz se secó.
Otro poco cayó entre zarzas, que crecieron y lo
ahogaron.
El resto cayó en tierra buena y dio grano:
unos, ciento; otros, sesenta; otros, treinta.
El que tenga oídos que oiga.
[Se le acercaron los discípulos y le preguntaron:
-¿Por qué les hablas en parábolas?
El les contestó:
-A vosotros se os ha concedido conocer los
secretos del Reino de los Cielos y a ellos no. Porque al que tiene se le dará y
tendrá de sobra, y al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene. Por eso les
hablo en parábolas, porque miran sin ver y escuchan sin oír ni entender. Así se
cumplirá en ellos la profecía de Isaías:
«Oiréis con los oídos sin entender; miraréis
con los ojos sin ver; porque está embotado el corazón de este pueblo, son duros
de oído, han cerrado los ojos; para no ver con los ojos, ni oír con los oídos,
ni entender con el corazón, ni convertirse para que yo los cure.
Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque
oyen. Os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis vosotros
y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron.
Vosotros oíd lo que significa la parábola del
sembrador:
Si uno escucha la palabra del Reino sin entenderla, viene
el Maligno y roba lo sembrado en su corazón. Esto significa lo sembrado al borde
del camino.
Lo sembrado en terreno pedregoso significa el que la
escucha y la acepta en seguida con alegría; pero no tiene raíces, es
inconstante, y, en cuanto viene una dificultad o persecución por la Palabra,
sucumbe.
Lo sembrado entre zarzas significa el que escucha la
Palabra, pero los afanes de la vida y la seducción de las riquezas la ahogan y
se queda estéril. Lo sembrado en tierra buena significa el que escucha la
Palabra y la entiende; ése dará fruto y producirá ciento o setenta o treinta por
uno.]
REFLEXIONES:
No
estaría mal leerse "El elogio de la palabra" de Maragall, puesto que da materia
para situarse en la significación del lenguaje humano. La palabra hay que
considerarla como don: es el principal medio de comunicación, fuente de
acercamiento entre las personas, el medio de denegación del aislamiento, la
posibilidad de amor y de ánimo... En definitiva, es la expresión de nosotros
mismos. Dios ha expresado su amor a través de la Palabra. Su Palabra es viva,
dotada de poder, fecunda: creadora, con fuerza para transformar los corazones;
pero no se impone, sino que sólo se propone a la aceptación libre del hombre. Es
eficaz porque transforma, da fuerza para cumplir lo que propone, y toda palabra
pide otra de respuesta. La fe nos sitúa en un diálogo. Esta es la cuestión:
recibir la Palabra y conscientes de la propia libertad, dejarse guiar y
conducir, que sea la luz para la vida, transformar los propios criterios,
establecer un estilo de vida según ella... Esto nos pide delicadeza espiritual y
valentía para romper con las cosas que creemos de valor y en realidad no lo
tienen.
Hay
momentos que reclaman la presencia de la Palabra, pero en realidad cada día
necesitamos vivir el proyecto que el Señor tiene sobre nosotros, y nunca se
realiza mejor que cuando somos verdaderos oyentes de la Palabra, cuando abrimos
nuestro corazón a las Escrituras y a la Eucaristía (Juan Guiteras).
Durante
tres domingos leemos el cap. 13 de Mt, el habla del crecimiento y del futuro del
Reino que Jesús anuncia, avanza, es profundamente valioso, el futuro es del
Reino.
1. Is
55, 10-11: "Como la lluvia y la nieve bajan desde el cielo". Esta lectura
debemos leerla a la luz de Is. 40-55, el magno poema del consuelo y de la
esperanza. En las horas bajas y tristes del destierro, Is. II levanta los ánimos
de sus paisanos con esta profecía del retorno; anticipándose al futuro, el poeta
canta la liberación de Israel. El pueblo ya no será la esposa repudiada (54,
1-10), ni la ciudad desconsolada (54, 11-47) porque el Señor, en persona, es el
que dirige su vida, su historia. Y a pesar de la esperanza prometida, muchas
veces el hombre no sabe o no quiere captar los designios divinos, ya que estos
planes y trayectos no suelen coincidir con los de los mortales (55, 9). Y ante
la incredulidad del pueblo, el profeta apela a la palabra divina (vs. 10-11).
Los vs. de hoy son el broche de oro a este gran poema de la esperanza. Ninguna
palabra profética, jamás, habló mejor de la palabra divina y de su eficacia. -La
imagen pertenece al mundo agrícola, y es muy fácil de captar. La palabra divina
se compara a la lluvia que, cayendo de lo alto, fecunda la tierra proporcionando
así "pan al que come y semilla al sembrador" (v. 10; cfr. Sal. 104, 13-16); es
garantía de eficacia, realiza lo que dice (40, 8), siempre se cumple (55, 11),
es irrevocable (45, 23). Por el contrario, la palabra humana, como el mismo ser
del hombre, es casi siempre ineficaz, efímera como la hierba. -Toda la historia
de Israel es fruto de esta eficacia divina. Serán sobre todo los profetas, los
hombres de la palabra, quienes afirmen que la palabra de Dios es la gran fuerza
creadora e impulsora de toda la historia humana. Todo depende de esta palabra,
no sólo hace germinar las semillas, sino que también es la misma semilla, el
alimento: "no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la
boca del Señor", afirma el Dt.
-Tan
seguro se siente el profeta de la eficacia de estas palabras que termina este
gran poema preconizando la gozosa salida del pueblo del poder de Babilonia (55,
12ss). El hombre no tiene derecho a temer; en él debe renacer la luz de la
esperanza.
-
Nuestra sociedad occidental se empeña en vivir sólo de pan, no ya la legítima
adquisición de los bienes indispensables para vivir, sino a la búsqueda afanosa
por el bienestar, confort, mejora de vida... Y esta ansiedad... se convierte
muchas veces en nuestra más sutil esclavitud. Siempre será necesario el recordar
las palabras del Deuteronomio: "No sólo de pan vive el hombre...".
-La
palabra divina sale amorosa al encuentro del hombre para operar su liberación,
pero es absolutamente necesario que el ser humano se abra a la palabra. Es
preciso oír, escuchar, alargar las orejas..., y buscar a la Palabra, al Señor
(55, 1. 2. 3. 6). Si su palabra cala en nosotros, el fruto será abundante (II
Cor. 9, 10).
-Según
Juan (cap. 1), Jesús es la palabra personificada que habita en medio de
nosotros. Todo cristiano deberá acoger esta palabra... para que el fruto sea
abundantísimo (A. Gil Modrego).
Para
explicar de qué manera la palabra de Dios es eficaz, se utiliza una hermosa
comparación: Cuando llueve después de una larga sequía, la tierra responde dando
su fruto. Así es la palabra de Dios: no cae en vano sobre la tierra y no vuelve
vacía. La palabra de Dios sucede entre personas y es un acontecimiento
dialógico, no una realidad mágica o un hecho mecánico. Con todo, la palabra de
Dios anuncia lo que sucede en la historia de la salvación, aunque no siempre se
cumpla como nosotros nos figuramos. Recordemos que los pensamientos de Dios y
sus caminos no son nuestros pensamientos y nuestros caminos. Dios es siempre
sorprendente, incluso cuando cumple lo que nos había prometido (“Eucaristía
1990”).
La
palabra es fuente de vida y no un simple sonido para comunicar "ideas" y
traspasar "información". Hay palabras que han trastornado vidas enteras con su
mensaje. Un libro puede abrir horizontes insospechados y posibilitar nuevos
caminos. Para los antiguos, el discípulo era como un recipiente que recogía y
retenía ávidamente todas las palabras del maestro, sin que dejara escapar
ninguna, como un liquido precioso del cual no se puede perder ni una sola gota.
Entre nosotros, las palabras pierden sentido, al irse multiplicando, y terminan
en nada. Recuperemos, pues, el valor de la palabra: es como la semilla que el
sembrador esparce; es como la lluvia y la nieve que empapan la tierra y la
fecundan. Sobre todo la palabra del Señor, la predicación del Reino (J.
Totosaus). Cuando la lluvia cae sobre la tierra, ésta responde y hace saltar la
semilla hasta alcanzar su fruto. La lluvia no cae en vano. Así es la Palabra de
Dios, como la lluvia. Por eso dice el Señor: "La palabra que sale de mi boca no
volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo". Cuando
Dios habla, comienza una verdadera historia en la que no se vuelve nunca al
principio como si no hubiera sucedido nada. Dios no habla por hablar, Dios habla
para salvar a los hombres. Y los salva. La Palabra de Dios es eficaz, tiene un
sentido y va dirigida al hombre, comprometiendo al hombre: una promesa que
avanza hacia su cumplimiento y que enrola en su dinamismo la voluntad del
creyente, que la recibe para llevarla a la práctica. La Palabra de Dios está
cargada de tensión escatológica; es la palabra del Espíritu que gime en
nosotros: ésa es su fuerza... (“Eucaristía 1975”).
2. SALMO
64: "Asiduo en adivinar a través de una fe viva la presencia activa de Dios en
la naturaleza y en la historia, Israel tenía el alma siempre dispuesta a
bendecir a Yawé por medio de la alabanza y la acción de gracias. Con esa misma
naturalidad, el Señor retomaría este himno de acción de gracias de su pueblo,
elevando los ojos al cielo, hacia su Padre, pero -eso sí- introduciendo
sentimientos mucho más ricos, que se justifican por la ciencia de visión que
poseía acerca de los beneficios divinos" (P.
Guichou).
Sólo
lejanamente podemos imaginar el espíritu y la devoción con que la Humanidad de
Jesús recitaría y meditaría los salmos. Pero cuando los empleó, tuvo que
imprimirles, sin duda, una carga intencional absolutamente nueva. Él sabe que su
Padre escucha siempre sus súplicas y ve cómo perdona los delitos a los que están
abrumados por el peso de sus pecados. Casiodoro paragonava "la misericordia del
Padre con un río que se desborda: de él será posible beber siempre, pues jamás
se secará: «Será una fuente que salta hasta la vida eterna» (Jn 4,14).'' Pero el
Señor no ha pensado sólo en saciar nuestra sed, sino que ha preparado también
los trigales con un alimento del que el alma se nutrirá con avidez: el Pan del
Cielo, el Pan de los Ángeles (Ps 77,24). "Es el alimento -dice s. Hilario-
mediante el cual nos preparamos para la unión con Dios, ya que, mediante la
Comunión eucarística de su santo Cuerpo, tendremos, más adelante, acceso a la
unión con su Cuerpo Santo. Se trata, pues, de un alimento que nos salva y nos
dispone además para la eternidad. Así pues, el río y el pan simbolizan la
Eucaristía, en la que bebemos la Sangre del Señor y comemos su Carne. Y por si
alguien opinara que esto se haya dicho al azar, el salmista añade: ‘Tú así lo
has dispuesto’ (Ps 64,10b)".
De un
modo semejante a como para los judíos este salmo era un canto de primavera
-llovizna, brotes, valles que se visten de mieses, ...- así también para la
Iglesia se trata de un himno pascual: por medio de él celebramos esa otra
maravillosa primavera suscitada en el mundo, que dormitaba en el pecado, y que
es la gloriosa Resurrección de Cristo. Coronas el año con tus bienes: nos
sugiere los beneficios que Dios otorga a su Iglesia a lo largo de los días del
año litúrgico. Celebrar litúrgicamente un determinado misterio de Cristo en una
fecha precisa del año quiere decir que aquellas acciones salvíficas del Señor
-también en su individualidad numérica ya pasada y no reproducible- se hacen de
nuevo presentes, misteriosa pero realmente, en la acción litúrgica. El día en el
que Cristo realizó la acción que hoy celebra la Liturgia no pasó de modo que
haya pasado también la fuerza íntima de la acción que realizó en aquel tiempo el
Señor. Esa re-presencia se lleva a cabo gracias a la virtud divina que obra en
los actos del Hijo de Dios, que no están sujetos al límite del espacio y del
tiempo. Precisamente esa virtud divina, de la que fue y sigue siendo instrumento
la Humanidad Santísima del Señor, es la que se hace presente en todos los
tiempos y lugares. La moción de la Divinidad confería a los actos transitorios y
localizados de Jesús un influjo instrumental capaz de alcanzar toda la sucesión
de los tiempos y toda la amplitud del espacio. Cuando se celebra la acción
litúrgica, el fiel se pone en contacto con el único misterio de salvación en
Cristo. Las fiestas y tiempos litúrgicos no son 'aniversarios' de los hechos de
la vida histórica de Jesús, sino 'presencia in mysterio', es decir, en la acción
ritual y en los signos litúrgicos (B. Neunheuser). En cada fiesta se pone de
relieve un aspecto del misterio total y se nos comunica una gracia que le es
propia; unas veces se pone en primer plano la Persona del Salvador, en sentido
estático, y otras el hecho mismo de la salvación, en sentido dinámico (F.
Arocena).
- "Tú
cuidas de la tierra y la riegas". Jesús debió saborear esta admirable
descripción de la primavera por el salmo, El que veía a su Padre como un
jardinero que riega el prado, que hace salir el sol, o como el viñador que cuida
de su viña (Mt 5,45; Jn 15,1).
La
alabanza, la acción de gracias, la oración de admiración. Tal es la tonalidad de
este salmo. "¡Qué hermoso es alabarte! ... Bienaventurado aquel a quien eliges
para que viva cerca de Ti..." La Catequesis, la educación de la fe de los niños,
debe ser alegre. Nuestras "Eucaristías" dominicales son celebraciones (fiestas)
en que decimos "gracias" a Dios. Toda oración debería llevar la alegría de un
gracias. La primavera, la vida. El final de este salmo es un poema en honor de
Dios que hace la primavera. En Oriente el agua es la vida. La primavera de
Palestina es particularmente exultante. El campo canta desde sus surcos, desde
sus colinas: la hierba verde, las flores, los arroyos, los rebaños... Todo
"grita de alegría". El hombre moderno, aun el que vive en ciudades de hormigón,
no puede ser insensible a este lenguaje: las plazas de nuestras ciudades ya no
son las mismas, las vitrinas de los supermercados se adornan con flores, las
vitrinas de las tiendas de alimentos abundan en legumbres frescas, y cada "fin
de semana", en primavera, es testigo de un formidable afluir de gente hacia
campo en ambiente de fiesta. Este himno a la vida se puede quedar en un nivel
simplemente "naturalista". ¿Por qué no vemos en esto, los creyentes, a nuestro
Dios? Nosotros no hacemos la naturaleza; a veces desgraciadamente la destruimos.
La ecología nos enseña a "respetar" los equilibrios naturales. ¿No habrá una
prodigiosa Inteligencia detrás de la primavera? ¿Por qué no nos maravillamos
ante una pradera o un bosque, ante un manojo de flores, ante la imponencia de
altas montañas, ante una llanura de hermosos cultivos, ante un atardecer junto
al mar? El pan y el vino frutos del trabajo del hombre y de la tierra. En el
momento del Ofertorio esta fórmula admirable expresa la simbiosis necesaria de
"Dios" y del "hombre" para tener el pan y el vino. Dios proporciona el trigo y
el racimo de uvas. Dios no hace ni el pan ni el vino. Dios "da" la vida, pero ha
encargado al hombre de desarrollarla, de "dominarla" de mantenerla, de
perfeccionarla. Cada Misa debería ser un ofertorio de nuestro trabajo. Es
maravilloso pensar que Dios ha decidido no "acabar su creación", sino darnos la
oportunidad de embellecerla (Noel Quesson).
En la parte final del salmo, señala Juan Pablo II cómo
entran en juevo las aguas “de la vida y de la fecundidad, que en primavera
riegan
la
tierra e idealmente representan la vida nueva del
fiel perdonado. Los versículos finales del Salmo (cf. Sal 64,10-14), como
decíamos, son de gran belleza y significado. Dios colma la sed de la tierra
agrietada por la aridez y el hielo invernal, regándola con la lluvia. El Señor
es como un agricultor (cf. Jn 15, 1), que hace crecer el grano y hace brotar la
hierba con su trabajo. Prepara el terreno, riega los surcos, iguala los
terrones, ablanda todo su campo con el agua. El Salmista usa diez verbos para
describir esta acción amorosa del Creador con respecto a la tierra, que se
transfigura en una especie de criatura viva. En efecto, todo "grita y canta de
alegría" (cf. Sal 64,14). A este propósito son sugestivos también los tres
verbos vinculados al símbolo del vestido:
"las colinas se orlan de alegría; las praderas se
cubren
de rebaños, y
los
valles se visten de mieses que aclaman y cantan"
(vv. 13-14). Es la imagen de una pradera salpicada con la blancura de las
ovejas; las colinas se orlan tal vez con las viñas,
signo de júbilo por su producto,
el vino, que "alegra el corazón del hombre" (Sal
103,15); los valles se visten con el manto dorado de las mieses. El versículo 12
evoca también la corona, que podría inducir a pensar en las guirnaldas de los
banquetes festivos, puestas en la cabeza de los convidados (cf. Is 28,1.5).
Todas las criaturas juntas, casi como en una procesión, se dirigen a su Creador
y soberano, danzando y cantando, alabando y orando. Una vez más la naturaleza se
transforma en un signo elocuente de la acción divina; es una página abierta a
todos, dispuesta a manifestar el mensaje inscrito en ella por el Creador, porque
"de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a
contemplar a su Autor" (Sb 13,5; cf. Rm 1,20). Contemplación teológica e
inspiración poética se funden en esta lírica y se convierten en adoración y
alabanza.
3. Rom
8,18-23: "Considero que los trabajos de ahora no pesan lo que la gloria que un
día se nos descubrirá..." (Rom 8,18). Pablo es consciente de lo que pesa el
trabajo del hombre sobre la tierra, puesto que él vive una existencia dura de
sacrificios y esfuerzos continuos. Aparte de la predicación del Evangelio y de
atender a los cristianos recién bautizados, el Apóstol trabaja con sus manos
para mantenerse sin ser gravoso a nadie. Sus circunstancias personales le llevan
a actuar de este modo peculiar, distinto del modo de hacer de los otros
apóstoles, que prácticamente abandonan su profesión para entregarse de lleno a
la misión que el Señor les había encomendado. Y Pablo que sabe de fatigas y
penalidades nos dice de forma categórica que todo eso es nada en comparación con
la gloria que nos espera. Sí, vale la pena vivir esta gozosa aventura de
entregarse en cuerpo y alma al Señor, llevar a cabo esta sublime tarea de
divinizar todo lo humano que cada día hacemos. Por mucho que nos cueste ser
fieles al Señor, nunca llegaremos a dar más de lo que Él nos entrega ya ahora,
de lo que Él nos entregará en el más allá.
"...
para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios" (Rom 8,21). Es una
realidad comprobable el hecho de que una cierta esclavitud encadena, de un modo
o de otro, a todos los hombres. Incluso aquellos que parecen más libres, están
en cierta forma mediatizados en el uso de su libertad. A veces lo que les
tiraniza les llega de fuera, otras veces son fuerzas internas, pasiones
difíciles de controlar. Y sin embargo, Dios nos quiere libres. Él nos ha traído
la única y verdadera liberación que un hombre puede poseer y gozar, no sólo aquí
en la tierra sino también allá en el Cielo. Es la gloriosa libertad de los hijos
de Dios, la libertad del amor. En la medida en que amemos a lo divino, en esa
misma medida seremos libres y comenzaremos a disfrutar de esa maravillosa
liberación cristiana, tan distinta de cualquier otra liberación terrena. Amar a
los demás por el amor de Dios, querer a todos por Cristo. Sólo así seremos
realmente libres y dichosos. Así explica S. Agustín señalando a Pablo,
precisamente cuando ahora celebramos el año paulino en el bimilenario de su
nacimiento: “Preguntemos al Apóstol cómo cayo el hombre en la cautividad. En
efecto, él más que ningún otro gime en ella y suspira por la Jerusalén eterna, y
nos enseñó a gemir por obra del mismo Espíritu que le llenaba y le hacía gemir a
él. Así escribe: ‘Toda la creación gime y sufre hasta el presente’. Y también:
‘La creación está sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que
la sometió en esperanza’ (Rom 8,20). Toda la creación -ha dicho- gime en medio
de fatigas en los hombres que aún no creen, pero que han de creer. ¿Acaso gime
sólo en los que aún no han creído? ¿Ya no gime ni sufre la criatura entre los
dolores de parto en los que han creído? ‘No sólo ellos -dice-, sino también
nosotros que tenemos las primicias del Espíritu, es decir, nosotros que ya
servimos a Dios en el Espíritu, que ya hemos creído en Dios con nuestra mente y
en la misma fe hemos entregado ciertas primicias, para seguir luego esas mismas
primicias. Pues también nosotros gemimos en nuestro interior esperando la
adopción y la redención de nuestro cuerpo’ (Rom 8,23).
Así,
pues, gemía también él y gimen los restantes fieles esperando la adopción y
redención del propio cuerpo. ¿Dónde gimen? En esta mortalidad. ¿Qué redención
esperan? La de su cuerpo, anticipada en la persona del Señor que resucitó de
entre los muertos y subió al cielo. Antes de que se nos conceda esto, es preciso
que gimamos, a pesar de ser creyentes y hombres de esperanza. Es lo que afirma,
a continuación, el texto de Pablo.
De
hecho, después de las palabras: También nosotros gemimos en nuestro interior
esperando la adopción de hijos, la redención de nuestro cuerpo, como si le
preguntasen: «¿De qué te sirvió Cristo, si aún gimes?; ¿cómo es que te ha
salvado el Salvador? Quien gime, aún está enfermo», añadió: ‘Hemos sido salvados
en esperanza’. La esperanza que se ve no es esperanza; lo que uno ve, ¿cómo lo
espera? ‘Si esperamos lo que no vemos, por la paciencia lo esperamos’ (Rom
8,24-25). He aquí por qué gemimos y cómo gemimos: porque esperamos el objeto de
nuestra esperanza que aún no poseemos. Hasta que lo poseamos, suspiramos en el
tiempo, porque deseamos lo que aún no tenemos. ¿Por qué? Porque hemos sido
salvados en esperanza. Es cierto que la carne que el Señor tomó de nosotros fue
salvada en realidad, no sólo en esperanza. Nuestra carne ya salvada resucitó y
subió al cielo en nuestra Cabeza, aunque en los miembros deba ser salvada aún.
Alégrense confiados los miembros, puesto que no fueron abandonados por la
Cabeza. Ella dijo a los miembros afligidos: ‘Ved que yo estaré con vosotros
hasta el fin del mundo’ (Mi 28,20). Así aconteció para que nos convirtiésemos a
Dios. En efecto, no teníamos otra esperanza que la esperanza en el mundo, razón
por la que éramos siervos miserables, doblemente miserables, porque no sólo
habíamos puesto nuestra esperanza en esta vida, sino también porque habiendo
vuelto el rostro al mundo, dimos la espalda a Dios. Mas cuando el Señor nos dio
media vuelta, de modo que comenzamos a dar la cara a Dios y la espalda al mundo,
aunque aún estamos en el camino, miramos sin embargo a la patria.
Y cuando
quizá sufrimos alguna tribulación, nos mantenemos en el camino y nos trasporta
el madero (de la cruz). El viento es ciertamente desapacible, pero próspero;
requiere esfuerzo, pero nos lleva y nos hace llegar con rapidez. Como gemíamos a
causa de nuestra esclavitud, gimen también los que ya han creído. Habíamos
olvidado el origen de nuestra esclavitud, pero nos lo recuerda la Escritura.
Preguntemos al mismo apóstol Pablo. Él dice: ‘Sabemos que la ley es espiritual,
pero yo soy carnal, vendido el pecado’ (Rom 7,14). Ved el origen de nuestra
cautividad: el haber sido vendidos al pecado. ¿Quién nos vendió? Nosotros
mismos, al dar consentimiento al seductor. Pudimos vendernos, pero no
rescatarnos. Nos vendimos consintiendo al pecado, nos rescatamos por la fe de la
justicia. Sangre inocente fue entregada por nosotros para rescatarnos. ¿Qué
sangre derramó el seductor al perseguir a los justos? Ciertamente derramó sangre
de hombres justos; derramó la sangre de los profetas, de nuestros padres, de los
justos y de los mártires: pero todos éstos provenían de la estirpe del pecado.
Derramó la sangre de la única persona que no fue justificada porque había nacido
justa y, al derramar esa sangre, perdió a todos los que tenía prisioneros.
Aquellos por quienes fue entregada esa sangre inocente, fueron rescatados. Al
regresar del cautiverio cantan este himno”.
4. Mt
13. 1-2 (Paralelos: Mc 4, 1-20; Lc 8, 4-15). "Aquel día salió Jesús de casa y se
sentó junto al lago..." (Mt 13,1). La gente se arremolina en torno a Jesús, sus
palabras tienen el sabor de lo nuevo, su mirada es limpia y frontal, su gesto
sereno y atrayente, su conducta valiente y franca... Por otra parte aparece
sencillo, amigo de los niños, inclinado a curar a los enfermos, aficionado a
estar con los despreciados por la sociedad de su tiempo, amigo de publicanos y
pecadores. Y, sin embargo, su manera de enseñar tenía una especial autoridad,
tan distinta de la de los escribas y los fariseos. La muchedumbre se siente
atraída, le sigue por doquier, le gusta verle y escucharle. Por eso en alguna
ocasión, como en este pasaje, Jesús se sube a una barca y se separa un poco de
la orilla. Era aquella barca una curiosa cátedra, y la ribera del lago una
insólita aula, abierta a los cielos, mirándose en el agua. El silencio de la
tarde se acentúa con la atención de todos los que escuchan las enseñanzas del
Rabbí de Nazaret. Su palabra brota serena e ilusionada, es una siembra
abundante, desplegada en redondo abanico por la diestra mano del sembrador. Es
una simiente inmejorable, la más buena que hay en los graneros de Dios. Su
palabra misma, esa palabra viva, tajante como espada de doble filo. Una luz que
viene de lo alto y desciende a raudales, iluminando los más oscuros rincones del
alma, una lluvia suave y penetrante que cae del cielo y que no retorna sin haber
producido su fruto. Sólo la mala tierra, la cerrazón del hombre, puede hacer
infecunda tan buena sementera. Sólo nosotros con nuestro egoísmo y con nuestra
ambición podemos apagar el resplandor divino en nuestros corazones, secar con
nuestra soberbia y sensualidad las corrientes de aguas vivas que manan de la
Jerusalén celestial y que nos llegan a través de la Iglesia. Que no seamos
camino pisado por todos, ni piedras y abrojos que no dejen arraigar lo sembrado,
ni permitan crecer el tallo ni granar la espiga. Vamos a roturar nuestra vida
mediocre, vamos a suplicar con lágrimas al divino sembrador que tan excelente
siembra no se quede baldía. Dios es el que da el crecimiento, Él puede hacer
posible lo imposible: que esta nuestra tierra muerta dé frutos de vida eterna.
"Aunque
a los ojos de los hombres gran parte de su trabajo parece inútil y vano, aunque
los fracasos parezcan sumarse a los fracasos, Jesús está rebosante de alegría y
de certeza; la hora de Dios llega y, con ella, una cosecha abundante superior a
toda súplica e imaginación. A despecho de los fracasos y las resistencias, Dios
hace que de comienzos desesperados brote el espléndido final que ha prometido"
(J. ·Jeremías-JQ). De todas formas, éxito o fracaso, derroche o no derroche, el
trabajo de la siembra no ha de ser calculado, cauto, precavido; sobre todo, no
hay que escoger el terreno o echar las semillas en unos sí y en otros no. El
sembrador arroja la simiente a voleo y sin distinguir. ¿Cómo saber en el momento
de la siembra qué terrenos van a fructificar y cuáles no? Por eso, dirá Jesús,
más adelante, nadie debe anticipar el juicio de Dios; ni siquiera el sembrador
tiene derecho a hacerlo (Bruno Maggioni). Esta parábola, al igual que muchas
otras parábolas de Mateo, tiene algo de doloroso, de dramático incluso: ¡tanta
semilla perdida, tanta palabra rechazada! Pero no percibir los sonidos alegres
con que resuena, sería entenderla mal. Aunque no esté permitido permanecer
insensibles a esa tragedia que constituye la evangelización y a sus "fracasos",
cuyos perdedores son los hombres, ¿sería lícito no dejar resonar nunca en
nosotros -acogidas con una profunda humildad- estas palabras de esperanza. "¡Ah,
sí, dichosos vosotros!; dichosos vuestro ojos porque han sabido ver y vuestros
oídos porque han sabido oír"? ¿Sería lícito permanecer insensibles ante la
promesa, implícitamente contenida en la última frase del Evangelio, y de la que
encontramos una formulación más clara en el apóstol Pablo, cuando habla de la
"Gloria de los hijos de Dios"? Nosotros sabemos de esa Gloria no sólo que está
"preparada" para nosotros, sino además que, con la transmisión de la Palabra,
nos está ya comunicada; y que, semejante a una semilla, crece en nosotros.
¡Cómo, entonces, negarse uno a llamarse "dichoso"! (Louis Monlobou).
La
presente parábola es la primera de una serie que recoge Mateo en el capítulo 13.
Jesús la pronunció sin duda en un momento crítico y culminante de su vida
pública, cuando comenzaba a concentrar su atención en los discípulos ante la
creciente incredulidad del pueblo y el rechazo de los fariseos. El sentido de la
parábola de Jesús es que, a pesar de las dificultades de la siembra, la cosecha
está asegurada; es decir, que el Reino de Dios, iniciado en la persona de Jesús
y proclamado por Jesús, es una fuerza viva que avanza irresistiblemente hacia su
plenitud y gloriosa manifestación, hacia la cosecha final. La Palabra de Dios es
como una semilla, pequeña en apariencia, pero llena de vida. No todos la
escuchan y la albergan en su corazón; pero quienes la reciben con fe darán
fruto. Jesús no habla en parábolas para que no le entiendan; nadie habla en
verdad para que no le entiendan. Esta sentencia (cf. 1,15) significa que la
parábola esconde siempre un sentido profundo y sugiere la conveniencia de una
seria meditación. Sobre todo, es una manera de provocar y de estimular la
atención (“Eucaristía 1993”).
Mi
13,1-23: “Si hubiera temido la tierra mala, no hubiera llegado tampoco a la
buena”. Así comenta S. Agustín la parábola: “De aquí recibió Pablo la semilla.
Es enviado a la gentilidad y no lo calla, al recordar la gracia recibida de modo
principal y especial para esta función. Dice en sus escritos que fue enviado a
predicar el evangelio allí donde Cristo aún no había sido anunciado. Pero como
aquella otra siega ya tuvo lugar y los judíos que quedaron eran paja, prestemos
atención a la mies que somos nosotros. Sembraron los apóstoles y los profetas.
Sembró el mismo Señor; él estaba, en efecto en los apóstoles, pues también él
cosechó; nada hicieron ellos sin él; él sin ellos es perfecto, y a ellos les
dice: Sin mí nada podéis hacer (Jn 15,5). ¿Qué dice Cristo, sembrando entre los
gentiles? Ved que salió el sembrador a sembrar (Mt 13,3). Allí se envían
segadores a cosechar; aquí sale a sembrar el sembrador no perezoso.
Pero
¿qué tuvo que ver con esto el que parte cayera en el camino, parte en tierra
pedregosa, parte entre las zarzas? Si hubiera temido a esas tierras malas, no
hubiera venido tampoco a la tierra buena. Por lo que toca a nosotros, ¿qué nos
importa? ¿Qué nos interesa hablar ya de los judíos, de la paja? Lo único que nos
atañe es no ser camino, no ser piedras, no ser espinos, sino tierra buena -¡Oh
Dios!, mi corazón esta preparado (Sal 56,8) para dar el treinta, el sesenta, el
ciento, el mil por uno. Sea más, sea menos, siempre es trigo. No sea camino
donde el enemigo, cual ave, arrebate la semilla pisada por los transeúntes; ni
pedregal donde la escasez de la tierra haga germinar pronto lo que luego no
pueda soportar el calor del sol; ni zarzas que son las ambiciones terrenas y los
cuidados de una vida viciosa y disoluta. ¿Y qué cosa peor que el que la
preocupación por la vida no permita llegar a la vida? ¿Qué cosa más miserable
que perder la vida por preocuparse de la vida? ¿Hay algo más desdichado que, por
temor a la muerte, caer en la misma muerte? Estírpense las espinas, prepárese el
campo, siémbrese la semilla, llegue la hora de la recolección, suspírese por
llegar al granero y desaparezca el temor al fuego”.
San
Atanasio de Alejandría hace también su Homilía [atribuida] sobre la sementera
(Al hombre le toca sembrar; a Dios, dar el crecimiento): “Pasaba el Señor por
unos sembrados: el grano de trigo por entre las mieses; aquel grano de trigo
espiritual, que cayó en un lugar concreto y resucitó fecundo en el mundo entero.
Él dijo de sí mismo: Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda
infecundo; pero si muere, da mucho fruto.
Pasaba,
pues, Jesús por unos sembrados: el que un día habría de ser grano de trigo por
su virtud nutritiva, de momento es un sembrador, conforme se dice en los
evangelios: Salió el sembrador a sembrar. Jesús, es verdad, esparce
generosamente la semilla, pero la cuantía del fruto depende de la calidad del
terreno. Pues en terreno pedregoso fácilmente se seca la semilla, y no por
impotencia de la simiente, sino por culpa de la tierra, pues mientras la semilla
está llena de vitalidad, la tierra es estéril por falta de profundidad. Cuando
la tierra no mantiene la humedad, los rayos solares penetrando con más fuerza
resecan la simiente: no ciertamente por defectuosidad en la semilla, sino por
culpa del suelo.
Si la
semilla cae en una tierra llena de zarzas, la vitalidad de la semilla acaba
siendo ahogada por las zarzas, que no permiten que la virtualidad interior se
desarrolle, debido a un condicionante exterior. En cambio, si la semilla cae en
tierra buena no siempre produce idéntico fruto; sino unas veces el treinta,
otras el sesenta y otras el ciento por uno. La semilla es la misma, los frutos
diversos, como diversos son también los resultados espirituales en los que son
instruidos.
Salió,
pues, el sembrador a sembrar: en parte lo hizo personalmente y en parte a través
de sus discípulos. Leemos en los Hechos de los apóstoles que, después de la
lapidación de Esteban, todos -menos los apóstoles- se dispersaron, no que se
disolvieran a causa de su debilidad; no se separaron por razones de fe, sino que
se dispersaron. Convertidos en trigo por virtud del sembrador y transformados en
pan celestial por la doctrina de vida, esparcieron por doquier su eficacia.
Así
pues, el sembrador de la doctrina, Jesús, Hijo unigénito de Dios, pasaba por
unos sembrados. Él no es únicamente sembrador de semillas, sino también de
enseñanzas densas de admirable doctrina, en connivencia con el Padre. Éste es el
mismo que pasaba por unos sembrados. Aquellas semillas eran ciertamente
portadores de grandes milagros.
Veamos
ahora lo concerniente a la semilla en el momento de la sementera, y hablemos de
los brotes que la tierra produce en primavera, no para abordar técnicamente el
tema, sino para adorar al autor de tales maravillas. Van los hombres y, según su
leal saber y entender, uncen los bueyes al arado, aran la tierra, ahuecan las
capas superiores para que no se escurran las lluvias, sino que empapando
profundamente la tierra hagan germinar un fruto copioso. La semilla, arrojada a
una tierra bien mullida, goza de una doble ventaja: primero, la profundidad y la
frialdad de la tierra; segundo, permanece oculta, a resguardo de la voracidad de
las aves. El hombre hace ciertamente todo lo que está en su mano; pero no está a
su alcance el hacer fructificar. Al hombre le toca sembrar; a Dios, dar el
crecimiento. Cuando la semilla comienza a brotar y crece, de la espiga se
desprende y el fruto lo indica si se trata de trigo o de cizaña.
Habéis
comprendido lo que acabo de decir; ahora debo dar un paso más y apuntar a
realidades más espirituales. Por medio de los apóstoles, sembró Jesús la palabra
del reino de los cielos por toda la tierra. El oído que ha escuchado la
predicación la retiene en su interior; y echa hojas en tanto en cuanto frecuente
asiduamente la Iglesia. Y nos reunimos en un mismo local tanto los productores
de trigo como de cizaña; así el infiel como el hipócrita, para manifestar con
mayor verismo lo que se predica. Nosotros, los agricultores de la Iglesia, vamos
metiendo por los sembrados el azadón de las palabras, para cultivar el campo de
modo que dé fruto. Desconocemos aún las condiciones del terreno: la semejanza de
las hojas puede con frecuencia inducir a error a los que presiden. Pero cuando
la doctrina se traduce en obras y adquiere solidez el fruto de las fatigas,
entonces aparece quién es fiel y quién es hipócrita”.