Fiesta. Exaltación de la Santa Cruz:
San Juan 3,13-17: La misericordia divina transforma el mal y el pecado en perdón y salvación, pero es preciso mirar la Cruz, dejarse amar por Jesús

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté   

 

Lectura del libro de los Números 21,4-9.

En aquellos días, desde el monte Hor se encaminaron los hebreos hacia el mar Rojo rodeando el territorio de Edom. 

El pueblo estaba extenuado del camino y habló contra Dios y contra Moisés: -¿Por qué nos has sacado de Egipto para morir en el desierto? No tenemos pan ni agua y nos da náusea ese pan sin cuerpo. 

El Señor envió contra el pueblo serpientes venenosas que los mordían, y murieron muchos israelitas. Entonces el pueblo acudió a Moisés diciendo: -Hemos pecado hablando contra el Señor y contra ti; reza al Señor para que aparte de nosotros las serpientes. 

Moisés rezó al Señor por el pueblo, y el Señor le respondió: -Haz una serpiente y colócala en un estandarte: los mordidos de serpiente quedarán sanos al mirarla. Moisés hizo una serpiente de bronce y la colocó en un estandarte; cuando una serpiente mordía a uno, miraba la serpiente de bronce y quedaba curado. 

SALMO RESPONSORIAL 77,1-2. 34-35. 36-37. 38. R/. No olvidéis las acciones del Señor. 

Escucha, pueblo mío, mi enseñanza; / inclinad el oído a las palabras de mi boca: / que voy a abrir mi boca a las sentencias, / para que broten los enigmas del pasado. 

Y cuando los hacía morir, los buscaban, / y madrugaban para volverse hacia Dios; / se acordaban de que Dios era su roca, / el Dios Altísimo, su redentor. 

Lo adulaban con sus bocas, / pero sus lenguas mentían: / su corazón no era sincero con él / ni eran fieles a su alianza. 

El, en cambio, sentía lástima, / perdonaba la culpa y no los destruía: / una y otra vez reprimió su cólera, / y no despertaba todo su furor.  

Lectura de la carta del Apóstol San Pablo a los Filipenses 2,6-11.

Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo, y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble -en el Cielo, en la Tierra, en el Abismo-, y toda lengua proclame: «¡Jesucristo es Señor!», para gloria de Dios Padre. 

Lectura del santo Evangelio según San Juan 3,13-17.

En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: -Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del Hombre. Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. 

Comentario: 1. Nm 21, 4-9. En el mar de las Cañas, es decir, en el golfo de Acabá, el pueblo se impacienta y se rebela contra Dios y contra Moisés. Está cansado de tanto vagar por el desierto y le fastidia no tener otra cosa que comer que un "pan sin cuerpo", el famoso maná. Añora el pescado y las cebollas de Egipto y sospecha maliciosamente contra Dios y Moisés. Se repiten las quejas de otras ocasiones y la misma desconfianza (cfr. 20,2ss; 14,1ss; 11,4ss). Este pueblo recalcitrante piensa que la libertad del desierto no es otra cosa que la libertad para morirse de hambre, y que hubiera sido mejor quedarse en la esclavitud de Egipto. Según se dice en Dt 8, 15, debió tratarse de una especie de serpientes muy peligrosas, que constituían una plaga del desierto. En los tiempos del rey Ezequías se conservaba una imagen de la "serpiente de bronce" (o Nejustán), atribuida a Moisés, a la que se le tributaba culto idolátrico (II Re 18, 4), por cuya razón fue destruido, lo mismo que todos los ídolos, en la reforma de Ezequías. Si la desobediencia a Dios lleva a la muerte, la obediencia a Dios conduce a la salvación y a la vida. Lo que mata en definitiva no es la serpiente "saraf" (que así se llamaba aquella especie peligrosa), sino la desobediencia a Dios; de la misma manera sólo puede dar vida la aceptación de la voluntad de Dios, simbolizada en este caso por la serpiente de bronce. San Juan ha visto en la serpiente de bronce una imagen profética de Jesús colgado en el madero. Los que miran con fe y vuelven sus ojos confiadamente a la señal que ha querido alzar Dios en medio de su pueblo, se salvan. Este es el punto de comparación de la cruz con la serpiente de bronce (“Eucaristía 1975”).

La serpiente de bronce levantada por Moisés sobre un asta en medio del campamento pasa a ser prototipo de Jesús, levantado sobre el madero de la cruz. Todos los israelitas que, habiendo sido castigados por sus rebeldías -mordidos por las serpientes venenosas-, miraban la serpiente de bronce se curaban. Todos aquellos que, seducidos por la serpiente diabólica, discurren por el camino del pecado y de la muerte son salvados también si «se vuelven» hacia la cruz de Jesús, es decir, si se convierten. Ni en uno ni en otro caso es un proceso mágico el que salva, sino sólo la voluntad de Dios, que nos ofrece el don de la fe: una nueva perspectiva -la correcta- del mundo y del hombre. En distintos pasajes de la Biblia se adivina una especie de pugna entre la idea de presentar la serpiente como una divinidad de la fecundidad y la perspectiva de la revelación que reconoce a Yahvé como el único dador de vida y salvación a los hombres. Así, la narración del pecado original que leemos en el Génesis emplea la serpiente para personificar la seducción de la humanidad por el mal. En los mismos orígenes de la vida humana, el mítico animal dador de la vida se nos presenta como el que seduce a los hombres atrayéndolos hacia las sendas del pecado y les inocula la muerte. Quien realmente abre a la humanidad las fuentes de la vida y se la comunica es el Dios de Israel, el único verdadero y, por tanto, el único capaz de devolvernos al camino de la verdad cuando somos seducidos por un dios falso. De ese modo, la serpiente, el dragón, pasarán a ser en Israel la personificación del maligno, que no sólo es incapaz de dar la vida, sino que también arrastra la humanidad a la perdición y que, en definitiva, será vencido por un hombre tan lleno de la presencia de Dios que será Dios y vencerá a la muerte en su propio terreno (J. M. Aragonés).

Si no sabemos qué significaba la serpiente del desierto, lo que sí sabemos es que el NT la interpreta como figura de Cristo en la Cruz: y él sí que nos cura y nos salva, cuando volvemos la mirada hacia él, sobre todo cuando es elevado a la cruz en su Pascua. Jesús, el Salvador. El mismo Jesús, en su diálogo con Nicodemo, nos explica el simbolismo de esta figura: «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna» (Jn 3,14). Y en otra ocasión: «cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí. Decía esto para significar de qué muerte iba a morir» (Jn 12, 32-33). Este «ser levantado» Jesús se refiere a toda su Pascua: no sólo a la cruz, sino también a su glorificación y su entrada en la nueva existencia junto al Padre. No entendemos cómo podían ser curados de sus males los israelitas que miraban a la serpiente. Pero sí creemos firmemente que, si miramos con fe al Cristo de la cruz, al Cristo pascual, en él tenemos la curación de todos nuestros males y la fuerza para todas las luchas. Sobre todo nosotros, a quienes él mismo se nos da como alimento en la Eucaristía, el sacramento en el que participamos de su victoria contra el mal. La gran prueba es la de dudar de Dios mismo. Ese estado de duda en nuestras relaciones con Dios suele aparecer cuando nos sentimos excesivamente aplastados por el peso de nuestras preocupaciones. Y esto sucede, en verdad, también a los cristianos más generosos y a los apóstoles más ardientes. Con mayor razón esto puede explicar en parte el ateísmo y la incredulidad: ¡con el desánimo a cuestas, se acusa a Dios! Pienso en la gran masa de nuestros contemporáneos que prescinden de Dios y ruego por ellos... ¡Ten piedad, Señor! ¡Alivia la carga que pesa sobre ellos! -Entonces, el Señor envió contra el pueblo serpientes venenosas. La serpiente ha sido siempre símbolo de espanto. Animal sinuoso y deslizante, difícil de atrapar, que ataca siempre por sorpresa y cuya mordedura es venenosa: el veneno que inyecta en la sangre no guarda proporción con su herida aparentemente benigna. Los hebreos, en el desierto no ignoraban que habían "hablado contra" Dios. Sabiéndose pecadores, interpretaban como un castigo del cielo las desgracias naturales que les sobrevenían. -Hemos pecado contra el Señor y contra ti. Intercede ante el Señor para que aparte de nosotros las serpientes. Toma de conciencia que acaba en intercesión. Señor, ayúdanos a ser conscientes de nuestros pecados. Haz que veamos claro; pero que la evidencia de nuestra culpa no nos deje sucumbir en el desaliento.

-Moisés intercedió por el pueblo. Con frecuencia vemos a Moisés en oración. Moisés reza, pero no por sí mismo, sino por su pueblo. ¡Que tampoco yo deje de ampliar mi oración más allá de mis intereses particulares! El mundo espera intercesores, pararrayos. En el mundo, un poco en todas partes, hay almas que rezan y que salvan. ¿Soy una de ellas? Puedo hacerlo ahora mismo. Evocar en mi espíritu los grandes sectores de ateísmo, de pecado colectivo... rogar por esas intenciones (Noel Quesson).

2. Todo se espera de un David rey-pastor íntegro, prudente que guía a su pueblo. Y Jesús se presenta como este "Pastor" que viene a "dar su vida para salvará su pueblo" (Juan 10). No olvidemos nunca que Jesús entró en aquella historia y que es El mismo, un "hecho histórico". Nuestra fe cristiana no es tanto una "doctrina" como un acontecimiento. Igual que este salmo, el Evangelio de San Juan resume toda la historia en un drama: el rechazo permanente opuesto por el incrédulo a los múltiples dones de Dios. "Vosotros me véis, y no creéis" (Jn 6,36). "Os lo he dicho y no me creéis" (Jn 10,25).

“Le adulaban con sus bocas, pero sus lenguas mentían…” El pecado colectivo, hay pecados que marcan todo un conjunto humano, todo un pueblo. Hay que tomar conciencia de nuestra participación en mentalidades colectivas gravemente culpables: mentalidades culpables de mi profesión, de mi medio, de los grupos a que pertenezco. Los países occidentales por ejemplo, de consumo exagerado, de despilfarro en algunos casos, son colectivamente culpables hacia los países del Tercer Mundo, cuando éstos reclaman un mejor nivel de vida, un alza en los precios de los productos que venden a los países ricos (Noel Quesson). Por no hablar de los abortos, con excusa de libertad se mata gente, las guerras con excusas de paz cuando en realidad mandan criterios egoístas, económicos, y no se piensa en las vidas que matan aquellas “guerras preventivas”...

Conozco la historia, Señor, y sé la lección que nos enseña. Sé que la marcha de tu pueblo escogido de Egipto a Canaán es diseño y figura de mi propia vida de nacimiento a muerte, de pecado a redención, de cautividad a liberación. Y ahora vuelvo a vivir esa historia en mi corazón y me voy reconociendo a mí mismo en los episodios significativos de la travesía del desierto. La historia es un romance, y el romance tiene un tema y un estribillo. El tema es tu bondad, tu providencia, tu poder siempre a punto para ayudar a tu pueblo en todas sus dificultades y proveerlos en todas sus necesidades; y el estribillo es la ingratitud del pueblo, que, en cuanto recibe un nuevo favor, encuentra una nueva queja, duda de tu poder y se declara en rebeldía. Voy leyendo los capítulos de su peregrinación y voy pensando en las circunstancias de mi vida que en ellos se reflejan. ¿Aprenderé por fin la lección? «Hizo portentos a vista de sus padres, en el país de Egipto, en el campo de Soán: hendió el mar para abrirles paso, sujetando las aguas como muros; los guiaba de día con una nube, de noche con el resplandor del fuego». Esos portentos bastaban para fundar la fe de un pueblo para siempre. Sin embargo, su efecto no duró mucho. Sí, Dios nos ha sacado de Egipto; pero ¿podrá darnos agua en el desierto? «Hendió la roca en el desierto y les dio a beber raudales de agua; sacó arroyos de la peña, hizo correr las aguas como ríos». Nuevas maravillas para robustecer la fe. Y, sin embargo, nuevas dudas y nuevas quejas. Sí, nos ha dado agua; pero ¿podrá darnos pan?, ¿podrá darnos a comer carne en el desierto? «Pero ellos volvieron a pecar contra él y se rebelaron en el desierto contra el Altísimo: tentaron a Dios en sus corazones, pidiendo una comida a su gusto; hablaron contra Dios: ¿Podrá Dios preparar una mesa en el desierto? El hirió la roca, brotó el agua y desbordaron los torrentes; pero, ¿podrá también darnos pan, proveer de carne a su pueblo? «Lo oyó el Señor y se indignó, porque no tenían fe en su Dios ni confiaban en su auxilio». «Pero dio orden a las altas nubes, abrió las compuertas del cielo: hizo llover sobre ellos maná, les dio un trigo celeste, y el hombre comió pan de los ángeles; les mandó provisiones hasta la hartura. Hizo soplar desde el cielo el Levante y dirigió con fuerza el viento Sur: hizo llover carne como una polvareda, y volátiles como arena del mar; los hizo caer en mitad del campamento, alrededor de sus tiendas. Ellos comieron y se hartaron; así satisfizo él su avidez». «Sin embargo ellos siguieron quejándose, con la comida aún en la boca». Esa es la historia de la veleidad de Israel. Portento tras portento; queja tras queja. Fe pasajera que creía un instante, para dudar otra vez el siguiente. Pueblo de dura cerviz, eternamente cerrado ante el poder y la protección de Dios que cada día veían y cada día olvidaban. «Y, con todo, volvieron a pecar y no dieron fe a sus milagros. Su corazón no era sincero con él, ni eran fieles a su alianza. ¡Qué rebeldes fueron en el desierto, enojando a Dios en la estepa! Volvían a tentar a Dios, a irritar al Santo de Israel, sin acordarse de aquella mano que un día los rescató de la opresión». Triste historia de un pueblo rebelde. Y triste historia de mi propia alma. ¿No he visto yo en mi vida tu poder, tu protección, tu providencia? ¿No te he visto actuar yo en mi historia personal, Señor, desde el milagro del nacimiento, a través de la maravilla de la juventud, hasta la plenitud de mi edad madura? ¿No me has rescatado tú de mil peligros?; ¿no me has alimentado con tu gracia en mi alma y energía en mi cuerpo?; ¿no me has hecho sentir tantas veces la belleza de la creación y la alegría de vivir? ¿No he sentido yo tu presencia a mi lado a cada revuelta del camino, tu compañía, tu cariño, tu ayuda? ¿No has demostrado tú hasta la saciedad que eres mi amigo, mi protector, mi padre y mi Dios? Y, sin embargo, yo dudo. Me olvido, me enfado, me quejo, me desespero. Sí, me has dado libertad, pero ¿puedes darme agua? ¿Puedes darme pan? ¿Puedes darme carne? Me has llamado a la vida del espíritu, pero ¿puedes enseñarme a orar? ¿Puedes llevarme a la contemplación? ¿Puedes corregir mis vicios? ¿Puedes controlar mis pasiones? ¿Puedes purificar mis afectos? ¿Puedes suavizar mis depresiones? ¿Puedes darme fe? ¿Puedes darme felicidad? A cada favor tuyo le sigue una queja mía. Cada nuevo despliegue de tu poder me lleva a una nueva duda. Hasta ahora me has sacado adelante, pero ¿podrás sacarme en el futuro? Has hecho mucho, pero ¿podrás hacerlo todo? ¿Podrás hacerme de veras ferviente, libre, santo, entregado, espiritual, alegre, feliz? ¿Podrás? Y si es verdad que puedes, ¿por qué no lo muestras ahora y me transformas de una vez en esa persona ejemplar y radiante con que sueño ser?

«Ellos abusaron de la paciencia de Dios y se rebelaron contra él; no guardaron los preceptos del Altísimo; fueron desertores y traidores como sus padres, fallaron como un arco flojo. Provocaron su ira». Ten aún paciencia conmigo, Señor. Abre mis ojos para que vea tus obras y confíe en tu poder. Que las lecciones del pasado levanten mi confianza en el futuro. Refréscame la memoria para que me acuerde siempre de lo que has hecho, y así cobre seguridad sobre lo que puedes hacer. No me dejes poner límites a tu acción ni enturbiar con dudas mi relación contigo. Enséñame a fiarme de ti ciegamente en cualquier circunstancia y en todo momento: has hecho más que suficiente para merecer esa confianza por siempre. Despeja las nubes y acorta el desierto. No permitas que yo abuse más de tu paciencia. Hazme sentir la seguridad de que tú puedes resolver cualquier conflicto, y quieres hacerlo y lo harás. Déjame que reconozca el historial de tu misericordia. Déjame proclamar la fe con el gesto concreto de dejar de quejarme del presente y de preocuparme del futuro. Quiero proclamar que tú eres el Señor de la creación, de Israel y de mi propia vida, con la generosidad alegre de dejarla en tus manos sin reserva ni preocupación alguna. Te llamo «Señor», y Señor quiero que seas de mi vida, entregándotela con fe total y alegría sincera. Se acabaron las quejas, Señor. Mis dudas y mis culpas me han hecho sufrir en el pasado. Ahora deseo encontrar paz y consuelo en el perdón que ofreces a tu Pueblo a pesar de todas sus infidelidades.

«El, en cambio, sentía lástima, perdonaba la culpa y no los destruía: una y otra vez reprimió su cólera y no despertaba todo su furor, acordándose de que eran de carne, un aliento fugaz que no torna. Los hizo entrar por las santas fronteras hasta el monte que su diestra había adquirido; ante ellos rechazó a las naciones, les asignó por suerte su heredad: instaló en sus tiendas a las tribus de Israel». La historia de la salvación tiene un final feliz. Permíteme anticipar esa felicidad en mi vida, Señor (Carlos G. Vallés).

3. Flp 2. 6-11. El contexto de este himno, que no se cita hoy, manifiesta la preocupación de Pablo ante la manera de vivir los destinatarios de su carta. En su deseo de llevarlos a un estilo de relaciones mutuas más en consonancia con el Evangelio, les pone ante los ojos "a Cristo arrostrando la muerte y muerte de cruz". Invita a sus lectores a rechazar la vanagloria y el propio interés y les presenta a Jesús como modelo en rechazar la gloria. ¿Cuál es esta gloria rechazada por Jesús? Jesús aceptó esta notable humillación recordada por el himno, más que haciéndose hombre, "encarnándose", viviendo día tras día la existencia humana, y aceptando sus limitaciones concretas, especialmente la de la muerte. "Siendo rico, se hizo pobre" señala la segunda carta a los corintios (8,9). Correspondiéndole con todo derecho la gloria divina, por ser de "condición divina", Jesús aceptó vivir una vida despojada de esta gloria, una vida caracterizada por la humildad, tan distinta de la majestad de la que habría podido rodearse. ¿A qué se debe esta humillación, cuál es el motivo de tanta humildad? Los autores del N.T., fascinados por este tema, aducen varias razones: La emocionada frase de Pablo en la carta a los Gálatas: "me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Ga 2,20), ve en el amor la explicación de la vida humana de Jesús y la de Pablo, es como el lema central en este año dedicado al Apóstol (2008-2009). Por su parte, el autor del himno destinado a los Filipenses se fija más en la obediencia de Jesús. Esta obediencia invirtió la tendencia inaugurada por Adán. El tentador al dirigirse a Eva lo había hecho encandilándola con la promesa de que con su desobediencia se haría semejante a Dios: "seréis como dioses" (Gn 3. 5). JC, segundo Adán, al revés del primero, obedece. El primero desobedece para ser dios, el segundo obedece para ser hombre. Se somete incluso al libre juego de los egoísmos y de las injusticias de los hombres. "Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte y una muerte de cruz". La cruz, señal del cristiano: “Es preciso pasar por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios” (Hch 14, 22). Así lo han hecho los santos, como Josemaría Escrivá: “La vida espiritual y apostólica del nuevo Beato estuvo fundamentada en saberse, por la fe, hijo de Dios en Cristo. De esta fe se alimentaba su amor al Señor, su ímpetu evangelizador, su alegría constante, incluso en las grandes pruebas y dificultades que hubo de superar” (Juan Pablo II, homilía en la Misa de beatificación de Josemaría Escrivá de Balaguer y Giuseppina Bakhita. 17-V-1992).

-Exaltó a aquél que se había despojado en la muerte. Estamos acostumbrados a oír "al tercer día resucito de entre los muertos" que apenas nos hace mella el despojamiento de la cruz (la locura de la cruz). Más allá de la vida nuevamente conseguida, estas palabras se refieren al puesto que ahora se confía a Jesús, el obediente. "En el cielo, en la tierra, en el abismo". No se habla de hombres, sino de potestades. Se trata de aquellas potestades que hasta ahora esclavizaban el destino de los hombres y reducían la humanidad a esclavitud. Si doblan la rodilla ante Cristo, esto significa no sólo que le reconocen como más poderoso, sino también que el antiguo poder de ellos ha sido quebrantado. Se ha producido en el cosmos un cambio de dominio. "KYRIOS": el Jesús obediente ocupa ahora el puesto de Señor del universo. El sentido del mundo no es ya la insensatez, la ceguera, el azar, sino Jesucristo. Él es la respuesta a las preguntas que turban a los hombres. En él recobra el mundo su sentido. Estas mismas líneas maestras de este precioso himno a Cristo Señor se encuentran también en el relato de la Pasión (ciclos A y B) En la epístola a los Flp, Jesucristo "se despojó de su rango"; en el evangelio parece que no quiere que la gente descubra que Él es el Mesías: prohíbe hablar, manda callar (Mc:secreto mesiánico). Ahora Jesús declara sin rodeos su identidad ante el Sumo Sacerdote: "Te conjuro por Dios vivo a que nos digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios". Y Jesús contesta afirmando su relación con Dios absolutamente única, y amplía su afirmación advirtiendo que lo que él es -ahora oculto-, llegará un día en que se manifestará: "Y veréis que el Hijo del hombre está sentado a la derecha del Todopoderoso y que viene sobre las nubes del cielo". -Padre, tú lo puedes todo, aparta de mí este cáliz. Pero no lo que yo quiero, sino lo que tú quieres" (Mc v.36). Nuevamente el tema de la obediencia, el mismo que la carta a los Flp desarrolla para explicar la humillación de Cristo. Y así como esta carta descubre en la obediencia el camino de la verdadera gloria: -"toda lengua proclame: Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre"- así también al final de esta Pasión "querida por el Padre", el evangelista escucha en el preciso momento en que Jesús muere que "toda lengua proclama" por medio del centurión: "verdaderamente este hombre era hijo de Dios". -En san Pablo, lo mismo que en el relato de la Pasión, Jesús entra en la gloria al final de una experiencia que consiste en la total aceptación de la vida de hombre, que es obediencia para gloria de Dios Padre. -Jesús ha querido ser Dios para nosotros haciéndose verdaderamente hombre.Sin alardes. Solidario en todo. Se sometió, "obediente hasta la muerte" a todo lo que comporta vivir como hombre: condicionamientos físicos y materiales (hambre, sed, calor, fatiga); condicionamientos económicos y culturales (los de la propia sociedad de su tiempo, cultura limitada, medios pobres, oportunidades concretas más o menos reducidas); y, sobre todo, condicionamientos sociales, que le implican en los intereses de las gentes de su tiempo, que le aman y son amados por él, le aceptan, o le rechazan, o le utilizan... y finalmente le matan, porque no se acomodaba a lo que ellos ansiaban y esto les molesta. Se hizo obediente a la realidad humana, tan compleja, promoviendo todo lo que era verdaderamente humano y rechazando todo lo que era contrario al hombre. Y así, de esta forma, obediente también al Padre, dando testimonio "hasta la muerte" de lo que el Padre quiere que sea la realidad humana.Y es esto precisamente lo que san Pablo recomienda a los filipenses: "tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús"; la misma obediencia a la realidad humana y al Padre, aunque esto pueda costaros la vida, "hasta la muerte"(...) La vida de Jesús es asumir la situación de los otros y ver cómo desde dentro de esa situación se puede crear la relación filial con el Padre y fraternal con los hermanos. (...) Mira el ejemplo de Jesús: deja tu "condición divina" -porque todos nos creemos de condición divina, nos hacemos absolutos y nos creemos dioses- y ponte en la condición del otro y procura sentir desde dentro al otro y padecer desde su situación (...) Nuestro espíritu propio nos lleva a la autoafirmación de nosotros mismos, de la que nacen todas las disensiones y disputas. Esto no es nada nuevo para nosotros porque lo venimos oyendo durante toda la vida y porque la imagen del crucificado es tan natural, que ya ha perdido su capacidad de escandalizar. Pero el Espíritu Santo puede hacer nueva y eficaz esta revelación. El Espíritu Santo puede hacernos volver hacia Jesús, humillado hasta la muerte y exaltado en su resurrección como Señor del universo, con una enorme admiración.

Este fragmento parece ser un himno litúrgico, que fue introducido por el Apóstol en esta sección de la carta porque le convenía para apoyar su exhortación a la humildad y sencillez, a la renuncia a creerse superior... cosas todas que quería inculcar a los cristianos de Filipos. Desborda, sin embargo, esta motivación concreta y nos presenta el proceso de la Encarnación, abajamiento, exaltación y Resurrección de Jesucristo. En contraste con Adán, que quiso ser más de lo que era, y también en contraste con los demás hombres que también lo pretendemos a nuestra escala, Jesucristo no se aferra a su propio ser divino, sino en cierta manera renuncia a él. Naturalmente no deja de ser Dios, pero vive en la tierra como si no lo fuera, compartiendo toda la condición humana hasta en sus aspectos más oscuros.

Es el himno de la solidaridad de Dios con los pequeños, los pobres, los débiles... no con palabras, sino con su propia vida. Se trata de un invento, sólo posible a Dios, que le permite acceder a aspectos débiles que por sí mismo no le corresponden.Y todo ello por amor al hombre. No es masoquismo, ascetismo u otra cualquier cosa, sino deseo y realización de amor al hombre concreto que sufre y muere. Naturalmente, también, no para quedarse ahí, sino para resurgir y ser exaltado. Y llevando con El a cuantos han compartido su suerte. Es la condición de posibilidad de la salvación humana realizada por Cristo y en Cristo. Es el himno de la liberación, es decir, del partido que Dios toma por los pobres. Porque el himno no dice sólo que el Hijo se hace hombre, sino se hace esclavo, lo más pobre y pequeño que podía hacerse. Y muere no de viejo, sino en cruz, muerte condenada y de esclavo. Es el himno a la esperanza de los pequeños y oprimidos porque el Hijo se ha puesto de su lado (Federico Pastor).

Como se sabe, el himno tiene una primera parte descendente por la humillación, y una segunda ascendente pues al descenso gradual en la humillación corresponde una ascensión triunfal en la gloria. Esta visión de las cosas supera la del Siervo que no era más que "elevado" (Is. 52, 13). Cristo va más allá porque alcanza el título del Señor (Sal 109/110), título que le vale el honor de la "genuflexión" y de la "proclamación", ritos reservados a Dios exclusivamente. Ya los reyes se prosternaban ante el Siervo doliente (Is. 49, 7), pero lo hacían "a causa de Yahvé". Ante Cristo, por el contrario, los hombres se prosternan como ante Dios, no sin glorificar al mismo tiempo al Padre. Nuestro himno se ocupa en primer lugar de la preexistencia del salvador, nos habla de la "categoría" de Dios que le es propia a Cristo antes de la encarnación. Se dice, después, que Cristo no quiso retener para sí esa "categoría", de manera que le impidiese tratar humildemente con los hombres y asumir nuestra propia naturaleza. Sólo el que usurpa una dignidad, la mantiene a despecho de todos y contra todos y por encima de todos; pero Cristo no tenía por qué hacer alarde de lo que realmente era y de "aquella gloria que tuvo delante del Padre antes que el mundo existiera" (Jn 15, 5). Como dice san Pablo en otro contexto, Cristo "siendo él rico se hizo pobre por vosotros, para que os hicierais vosotros ricos por su pobreza" (2 Cor 8,9). Aunque Cristo murió ciertamente como un esclavo, en una cruz y entre dos ladrones (los hombres libres no morían así, pero sí Espartaco y los esclavos que se sublevaron en Roma), la palabra "esclavo" no tiene aquí un sentido sociológico. Debe entenderse referida a un hombre que está sometido a mil dependencias de este mundo y, quizás mejor, se refiera al "siervo de Yavé". Se rebajó, más bien se anonadó (se vació de sí mismo, en contraposición al que se hincha con un honor aparente). Y no es que Cristo dejara de ser por un solo instante el Hijo de Dios, sino que aceptó voluntariamente la humilde condición humana y no hizo ostentación de su categoría divina. Cristo quiso acreditarse como verdadero hombre y vivir como uno de tantos. Por su obediencia al Padre, por su condescendencia con los hombres y por su solidaridad con todos los pecadores, Cristo se anonadó hasta el límite: hasta la muerte y muerte de cruz. Pero desde el abismo de la cruz adonde descendió porque quiso, Dios lo ensalzó para darle un "nombre" que está por encima de todo nombre. El nombre es para los hebreos la expresión del propio ser, la proclamación de lo que uno es; al recibir Jesús el "nombre-sobre-todo-nombre" se expresa lo que él es por encima de toda criatura. Jesús es el Señor. El nombre significa también la misión que uno ha de cumplir en el mundo, la misión de Cristo es la más excelsa. Al Señor, a Jesús exaltado como Señor, le compete el culto supremo de adoración, la exaltación de Cristo es la proclamación de la gloria de Dios Padre (“Eucaristía 1975”).

4. Jn 3. 14-21 (ver evangelio de TRINIDAD, ciclo A: Jn 3, 16-18). El diálogo de hoy presupone el texto de Nm 21,9: "Moisés hizo una serpiente de bronce y la colocó en un estandarte". Fue una medida salvadora. "Cuando una serpiente mordía a uno, éste miraba a la serpiente de bronce y quedaba curado". El correlativo de la serpiente de bronce en el estandarte es Jesús en la cruz; el correlativo de mirar es creer. Jesús tiene que ser levantado en alto. ¡Honda y misteriosa necesidad! Para que al levantar la vista hacia esa altura quedemos salvados. El autor habla en perspectiva de presente. Vida eterna no significa lo que nosotros solemos llamar vida después de la muerte. En la expresión de Juan, eterno no se contrapone a temporal. Vida eterna es sinónimo de vida plena; eterno designa plenitud, totalidad. Vida eterna es la vida propia de una existencia feliz, de un tiempo y un mundo nuevo. Jesús levantado en alto hace posible este tipo de existencia para todo el que levanta sus ojos hacia él, para todo el que cree en él. El designio del Padre, continúa Juan, su voluntad es que tengamos una existencia así. Parece un sueño. Sólo con pensarlo un indescriptible relajamiento se apodera de uno. Jesús levantado en alto acaba con toda situación y sensación de existencia echada a perder. Existencia echada a perder es lo contrario de vida eterna; la traducción sobre el juicio sería: el que cree en él no queda condenado, al que cree en él no se le condena. No debemos perder de vista el punto de partida: mirar a la serpiente levantada en alto suponía la curación. Lo contrario es igualmente válido: dejar de mirar a la serpiente suponía no curarse. Es decir, excluirse uno a sí mismo de ser curado. Esto es exactamente lo que dice Juan cuando escribe que los hombres han preferido la tiniebla a la luz. Lo cual significa que el hombre es el único responsable de su destino y que Dios no es ni su contrincante ni su juez. Dios es sencillamente un padre, cuyo hijo único ha sido levantado en lo alto de una cruz. Pero para fortuna nuestra, al mirar a este hijo quedamos salvados (A. Benito).

La salvación viene del Hijo del Hombre exaltado en la cruz: "Cuando yo sea levantado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí" (12, 32). Creemos que es así, porque conocemos que éste es el plan de Dios, cuyo objetivo no es otro que dar vida a los creyentes, glorificando con ello a su Hijo (17,2; cfr. 13, 31s). El versillo debiera traducirse: "para que todo el que cree tenga vida eterna en él". El plan de salvación no tiene otro fundamento que el incomprensible amor de Dios al "mundo", esto es, al mundo de los hombres, que habían quedado sin "vida" por su culpa. Llevado por su amor al mundo, Dios salta el abismo que nos separaba de él y se aproxima a nosotros, para darnos lo que más quiere: su "único Hijo". Más aún, entregando a su único Hijo a la muerte para que nosotros tengamos vida. En esto se manifiesta que Dios es amor. El mejor comentario a este texto lo hace Juan en su primera carta (4, 9s). Se contrapone aquí "perdición" (o muerte) y "vida", lo mismo que en el versillo siguiente "condenación" (o juicio) y "salvación". El hombre sólo puede escapar de la perdición y de la condena, si, creyendo en Jesucristo, recibe la vida y la salvación. Dios envía a su hijo para salvar al mundo y no para condenarlo, Dios quiere la salvación de todos los hombres, y Jesús es, como afirma la Samaritana, el "salvador del mundo" (4, 42). Frente a cualquier dualismo de buenos y malos, Dios ofrece a todos la salvación y no sólo a una minoría privilegiada. El nombre del Hijo único de Dios es "Jesús", que significa "Dios salva". Creer en el "nombre", es creer en la misión salvadora de Jesús. Dios quiere la salvación de todos; si, no obstante, algunos se condenan es porque no creen en el nombre de su hijo y rechazan la salvación. Es característico de Juan lo que se ha llamado "escatología presente", esto es, el considerar el juicio de Dios como algo que acontece ya cuando el hombre resiste al Evangelio con su incredulidad; pues el que no cree, a sí mismo se condena y se priva de la última oportunidad de alcanzar la vida. Según esto, lo que llamamos "juicio final" no sería otra cosa que la confirmación divina de aquella sentencia a la perdición y a la muerte. Frente a las "tinieblas", que se presentan aquí como una personificación del mal, se alza la "luz" que es el mismo Hijo de Dios en persona (1, 4s). La venida de la "luz" al mundo denuncia la existencia de las "tinieblas" y, aunque el hijo de Dios no viene a juzgar a nadie, su presencia establece inevitablemente un juicio. La "luz" -y, por lo tanto, la proclamación del evangelio- cuestiona a los hombres y les obliga a decidir entre la fe y la salvación, o la incredulidad y la perdición. Muchos se deciden por la incredulidad, porque sus obras no son buenas. Se habla aquí de "hacer la verdad"; pues para Juan la verdad, lo mismo que la mentira, no son dos teorías opuestas, sino dos modos contradictorios de vivir. Los que obran perversamente se oponen a la verdad con la mentira de su vida y esconden sus malas obras huyendo de la luz. En cambio, los que hacen la verdad buscan la luz, para que se vean sus obras buenas (“Eucaristía 1988”).

"Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo Unigénito". ¡Profundas palabras, en las que el alma debe abismarse! Dios da. Este es el hecho fundamental de nuestra fe; sobre él descansa la revelación. De Dios sólo sabemos que da; se nos da a Sí mismo. Pues Dios no tiene algo, sino que El lo es todo. Si da, sólo puede darse a Sí mismo; y con El se nos da ciertamente todo. En todo lo que recibimos como don de la naturaleza o regalo de la gracia se da Dios a Si mismo. Y sólo en la medida en que lo reconocemos, poseemos lo que nos es dado. Todo lo que nos es dado puede sernos arrebatado de nuevo. Pero somos poseedores del don en tanto que reconocemos a Dios como la fuente de lo que nos da. Dios se convierte en don. Primero, dentro de su mismo Ser; pues al engendrar a su Hijo, se da a Sí mismo. Y el Hijo, al reconocer y amar a su causa generatriz, se vuelve a dar al Padre. La tercera persona divina, el Espíritu vital que sopla y fluye por doquier, el Espíritu Santo, es don entre Padre e Hijo. Pero el amor generoso de Dios sale de Sí mismo; en el Hijo se entrega al mundo. Esto sirve para entender bien que el Padre se entrega a sí mismo también cuando "da al Hijo" para la encarnación, la pasión y la muerte; para que su muerte borre los pecados del mundo, dejando en él lugar para Dios, que se entrega al mundo. Pero esto no basta; es preciso que los recipientes estén vacíos. Cuando Dios se da, es demasiado grande para que un hombre pueda comprenderle y poseerle. Es un don de tal categoría, que el mismo don nos concede la gracia de recibirlo. Nuestra naturaleza, aunque creada a imagen de Dios, no puede llegar a eso. Dios ha de dilatarla, elevarla. Más aún; ha de crearnos de nuevo, ha de darnos parte en su propia vida divina, en su Espíritu, para que nosotros podamos comprender y recibir lo que sobrepasa nuestra naturaleza. Con los dones divinos nos otorga la fuerza, también divina, para comprenderlos y guardarlos; la "virtus divina" que corresponde al "donum Dei". Esta fuerza para recibir y guardar los dones, es ya parte del don mismo, es un principio de la vida divina que ha de sernos dada; en una palabra, es la fe, que se nos da como comienzo de la vida divina en nosotros y cuya plenitud atrae sobre nosotros (Emiliana Löhr). En esta entrega del Hijo único hay un recuerdo del sacrificio que otro padre -Abraham- hizo también de su hijo único.