San Lucas 2,16-21:
Madre de Dios y Madre nuestra desde el momento de la Encarnación, acudimos a ella para ir de su mano a lo largo de este año que comienzaAutor: Padre Llucià Pou Sabaté
Lectura del libro de los Números 6,22-27.
El Señor habló a
Moisés: Di a Aarón y a sus hijos: Esta es la fórmula con que
bendeciréis a los israelitas: El Señor te bendiga y te proteja, ilumine
su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor se fije en ti
y te conceda la paz. Así invocarán mi nombre sobre los israelitas y
yo los bendeciré.
Salmo 66, 2-3. 5. 6 y 8:
R/. El Señor tenga piedad y nos bendiga.
El
Señor tenga piedad y nos bendiga, / ilumine su rostro sobre nosotros: / conozca
la tierra tus caminos, / todos los pueblos tu salvación. / Que canten de alegría
las naciones, / porque riges el mundo con justicia, / riges los pueblos con
rectitud, / y gobiernas las naciones de la tierra. / Oh Dios, que te alaben los
pueblos, / que todos los pueblos te alaben. / Que Dios nos bendiga; que lo teman
/ hasta los confines del orbe.
Lectura de la carta del Apóstol San Pablo a los Gálatas 4,4-7.
Hermanos: Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una
mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que
recibiéramos el ser hijos por adopción. Como sois hijos Dios envió a vuestros
corazones al Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abbá! (Padre). Así que ya no eres
esclavo, sino hijo, y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios.
Lectura del santo Evangelio según San Lucas 2,16-21.
En aquel tiempo los pastores fueron corriendo y encontraron a María y a José y
al niño acostado en el pesebre. Al verlo, les contaron lo que les habían dicho
de aquel niño. Todos los que lo oían se admiraban de lo que decían los pastores.
Y María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón. Los pastores
se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído; todo
como les habían dicho. Al cumplirse los ocho días, tocaba circuncidar al niño, y
le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su
concepción.
Comentario: 1.
Nm 6,22-27: Lo común
a esta lectura es la acción del Señor de "bendecir" (vs. 23.24.27). He aquí una
fórmula antiquísima para bendecir al pueblo invocando sobre él el nombre del
Señor. La bendición del pueblo estaba reservada a los sacerdotes; por eso aquí
se encomienda expresamente la fórmula al primero de ellos, Aarón, y a sus hijos
(cf. Dt 10,8; 21,5). Si alguna vez los reyes, como hizo David (2 S 6,18)
bendijeron a todo el pueblo, fue porque ejercieron ocasionalmente funciones
sacerdotales. Los sacerdotes impartían la bendición en el templo, bien sea antes
de comenzar el culto y como saludo (Sal 118,26) o después y como despedida (Lv
9,22). La bendición, pronunciada, siempre produce su efecto sin poderse revocar
(cf Gn 27,30-38: difícil de entender a todo hombre occidental. La bendición en
el A.T. guarda similitud con la bendición gitana). Es el anuncio de la auténtica
bendición: la venida de Jesús, nuestra paz (cf Is 9,6; 11,1-9...). Estos días
contemplamos el nacimiento de este Príncipe que nos trae una paz basada en la
justicia, el amor a Dios y a los hermanos: Se espera que Dios conceda su
protección, su favor y la paz al pueblo sobre el que ha sido invocado su santo
nombre. Esta "paz" (en hebreo Shalom palabra con la que se saludan los judíos
hasta nuestros días) significa mucho más de lo que nosotros solemos entender. La
"paz" es para los judíos el compendio de todos los bienes mesiánicos: reposo,
gloria, riqueza, salvación, vida..., y, en todo caso, únicamente es posible como
fruto de la justicia. Hoy es el día mundial de la Paz, con un mensaje del Papa
que anima a considerar estos puntos que nos sugiere la primera lectura. La paz
entendida como desorden establecido y simple ausencia de guerra "caliente" no
tiene valor alguno, no es la paz que viene de Dios (cf. A. Gil
Modrego/“Eucaristía 1985”). No es sólo ausencia de violencia, es como la
síntesis de todos los bienes necesarios y posibles, es "Shalom", un estado de
bienestar espiritual y material, comunión con Dios y con los hermanos. Por eso
la paz es una meta hacia la que caminamos, un quehacer en que trabajamos. Va de
la mano de la justicia, libertad y amor; esto no se lleva: la llamada ética de
la paz ha estado construida más bien en relación a la evitación de la guerra
("doctrina de la guerra justa") que como camino positivo de construcción de la
paz. Por eso el Vaticano II tiene que advertir: "La paz no es la mera ausencia
de guerra, ni se reduce al solo equilibrio de las fuerzas adversarias, ni surge
de una hegemonía despótica, sino que con toda exactitud y propiedad se llama
obra de la justicia... Por eso la paz jamás es una cosa del todo hecha, sino un
perpetuo quehacer" (G.S.78; Dabar 1987).
2.
Salmo 66,2-3: “El Señor tenga piedad y nos bendiga (v. 1). Que Dios nos bendiga
(v. 8). La lectura "cristiana" de estos versículos, es decir, su alcance y
comprensión a la luz de la plenitud de la Revelación, los convierten en hondos y
luminosos. La bendición de Dios se consuma en su Hijo Jesucristo, por medio del
cual nos ha bendecido con toda clase de bienes espirituales, y nos ha llamado
desde antes de la creación para una vida "al estado de varón perfecto, a la
medida de la edad perfecta de Cristo" (Ef 4,13 y antes cf. 1,4): en Cristo,
hijos de Dios, ¡qué sublime predestinación!; esta es la bendición: "Conociendo
la tierra tus caminos, Padre santo, y todos los pueblos tu salvación, confesamos
que Cristo es nuestro sendero y nuestra patria; por Él caminamos derechamente y
llegamos a la más plena victoria; danos, pues, como regalo a aquél que hiciste
para nosotros salvación. Él que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén"
(reza una oración sobre los salmos, de rito mozárabe). Y S. Agustín: "Ya que nos
grabaste tu imagen, ya que nos hiciste a tu imagen y semejanza, tu moneda,
ilumina tu imagen en nosotros, de manera que no quede oscurecida. Envía un rayo
de tu sabiduría para que disipe nuestras tinieblas y brille tu imagen en
nosotros ... Aparezca tu Rostro, y si -por mi culpa-, estuviese un tanto
deformado, sea reformado por ti, aquello que Tú has formado." La tierra ha dado
su fruto: Son varios los Padres que, en el comentario a este versículo, nos
ofrecen una interpretación concorde. ¡La Tierra! La Virgen María, es de nuestra
tierra, de nuestra raza, de esta arcilla, de este lodo, de la descendencia de
Adán. La tierra ha dado su fruto; el fruto perdido en el Paraíso y ahora
reencontrado. La tierra ha dado su fruto. Primeramente ha dado la flor: «Yo soy
el narciso de Sarón y el lirio de los valles» (Cant 2,1). Y esta flor se ha
convertido en fruto: fruto porque lo comemos, fruto porque comemos su misma
Carne. Fruto virgen nacido de una Virgen, Señor nacido del esclavo, Dios nacido
del hombre, Hijo nacido de una Mujer, Fruto nacido de la tierra" (S. Jerónimo).
"Nuestro Creador, encarnado en favor nuestro, se ha hecho, también por nosotros,
fruto de la tierra; pero es un fruto sublime, porque este Hombre, nacido sobre
la tierra, reina en los cielos por encima de los Ángeles" (S. Gregorio Magno).
Ya
el día de Navidad vimos que Jesús nació el día de la luz, en esta fiesta los
judíos celebraban la vuelta al culto del Templo, por parte de Judas Macabeo.
Jesús subió a Jerusalén a celebrar esta fiesta. Lo que celebramos en este día es
también que Él nació en esta fiesta, pues Él es el Templo, como indicará en su
Evangelio a la samaritana y a cuantos tienen el corazón abierto para entender
este culto en espíritu y verdad. Él inaugura la buena noticia y nos hace parte
de este templo espiritual, con un sentido de misión para este reino: "Id por
todo el mundo: haced discípulos míos entre todas las gentes"... Jesús vivió
profundamente en su conciencia este "universalismo" de Israel. Transformó este
voto en proyecto... Enviando a sus apóstoles hasta "los confines de la tierra".
"¡Jesús debió recitar este salmo con gran fervor!". "Que venga tu reino
universal, que se haga tu voluntad".¡"Que los pueblos te aclamen oh Dlos, que te
aclamen todos los pueblos"! (Noel Quesson).
Juan Pablo II se refirió a esta petición del salmista de que todos los pueblos
alaben a Dios: “Esta apertura universalista refleja probablemente el espíritu
profético de la época sucesiva al destierro babilónico, cuando se deseaba que
incluso los extranjeros fueran llevados por Dios al monte santo para ser
colmados de gozo. Sus sacrificios y holocaustos serían gratos, porque el templo
del Señor se convertiría en "casa de oración para todos los pueblos" (Is 56, 7).
También en nuestro salmo, el número 66, el coro universal de las naciones es
invitado a unirse a la alabanza que Israel eleva en el templo de Sión. En
efecto, se repite dos veces esta antífona:
"Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben"
(vv. 4 y 6). Incluso los que no pertenecen a la comunidad elegida por Dios
reciben de él una vocación: en
efecto, están llamados a conocer el "camino" revelado a Israel. El "camino" es
el plan divino de salvación, el reino de luz y de paz, en cuya realización se
ven implicados también los paganos, invitados a escuchar la voz de Yahveh (cf
v.3). Como resultado de esta escucha obediente temen al Señor "hasta los
confines del orbe" (v. 8), expresión que no evoca el miedo, sino más bien el
respeto, impregnado de adoración, del misterio trascendente y glorioso de Dios.
Al inicio y en la parte final del Salmo se expresa el deseo insistente de la
bendición divina: "El Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre
nosotros (...). Nos bendice el Señor nuestro Dios. Que Dios nos bendiga" (vv. 2.
7-8). Es fácil percibir en estas palabras el eco de la famosa
bendición sacerdotal que Moisés enseñó, en nombre de Dios, a Aarón y a
los descendientes de la tribu sacerdotal:
"El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te
conceda su favor; el Señor se fije en ti y te conceda la paz" (Nm 6, 24-26).
Pues bien, según el salmista, esta bendición derramada sobre Israel será como
una semilla de gracia y salvación que se plantará en el terreno del mundo entero
y de la historia, dispuesta a brotar y a convertirse en un árbol frondoso. El
pensamiento va también a la promesa hecha por el Señor a Abraham en el día de su
elección: "De ti haré una nación
grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y serás tú una bendición. (...)
Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra" (Gn 12, 2-3)…
Esta será también la proclamación cristiana que delineará san Pablo al recordar
que la salvación de todos los pueblos es el centro del «misterio», es decir, del
designio salvífico divino: «los gentiles sois coherederos, miembros del mismo
Cuerpo y partícipes de la misma Promesa en Cristo Jesús por medio del Evangelio»
(Efesios 3, 6). Ahora Israel puede pedir a Dios que todas las naciones
participen en su alabanza; será un coro universal: «Oh Dios, que te alaben los
pueblos, que todos los pueblos te alaben», se repite en el Salmo (Cf. Salmo 66,
4.6). El auspicio del Salmo precede al acontecimiento descrito por la Carta a
los Efesios, cuando parece hacer alusión al muro que en el templo de Jerusalén
separaba a los judíos de los paganos: «En Cristo Jesús, vosotros, los que en
otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de
Cristo. Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando
el muro que los separaba, la enemistad... Así pues, ya no sois extraños ni
forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios» (Efesios 2,
13-14. 19). Hay aquí un mensaje para nosotros: tenemos que abatir los muros de
las divisiones, de la hostilidad y del odio, para que la familia de los hijos de
Dios se vuelva a encontrar en armonía en la única mesa, para bendecir y alabar
al Creador para los dones que él imparte a todos, sin distinción (Cf. Mateo 5,
43-48)”.
Es
curioso que la Misa de hoy no incluya el v. 7: “la tierra ha dado su fruto”: “La
tradición cristiana ha interpretado el Salmo 66 en clave cristológica y
mariológica. Para los Padres de la Iglesia, «la tierra que ha dado su fruto» es
la virgen María que da a luz a Jesucristo. De este modo, por ejemplo, san
Gregorio Magno… glosa este versículo, comparándolo a otros muchos pasajes de la
Escritura: «María es llamada y con razón "monte rico de frutos", pues de ella ha
nacido un óptimo fruto, es decir, un hombre nuevo. Y al ver su belleza, adornada
en la gloria de su fecundidad, el profeta exclama: "Saldrá un vástago del tronco
de Jesé, y un retoño de sus raíces brotará" (Isaías 11, 1). David, al exultar
por el fruto de este monte, dice a Dios: "Oh Dios, que te alaben los pueblos,
que todos los pueblos te alaben. La tierra ha dado su fruto". Sí, la tierra ha
dado su fruto, porque aquel a quien engendró la Virgen no fue concebido por obra
de hombre, sino porque el Espíritu Santo extendió sobre ella su sombra. Por este
motivo, el Señor dice al rey y profeta David: "El fruto de tu seno asentaré en
tu trono" (Salmo 131, 11). De este modo, Isaías afirma: "el germen del Señor
será magnífico" (Isaías 4, 2). De hecho, aquel a quien la Virgen engendró no
sólo ha sido un "hombre santo", sino también "Dios poderoso" (Isaías 9, 5)»”.
3.
Ga 4,4-7: 2. Es lógico que en estas fiestas de Navidad, donde recordamos el
nacimiento de Je¬sús en Belén, hagamos, en su octava, un parón especial para
contemplar a María, que es Madre de Dios, porque Jesús, que es su hijo, es Dios.
Ha sido un logro de la Liturgia renovada del Concilio Vaticano II el incluir
esta fiesta dentro de la Navidad. Antes se celebraba el día 11 de octubre, pero
es mucho más congruente que se celebre dentro de la Navidad, porque el
nacimiento de Jesús y la maternidad divina son aspectos de un mismo hecho. Todo
nacimiento de un hombre supone una madre que lo engendra. Es decir, la filiación
y la maternidad son las dos relaciones que constituye el acto generador. Por
ello S. Pablo, en la primera lectura nos dice: al llegar la plenitud de los
tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley. Donde hay un
hijo, hay siempre una madre. Jesús no apareció de pronto en la tierra venido del
cielo, sino que se hizo real¬mente hombre, como nosotros, tomando nuestra
naturaleza humana en las entrañas pu¬rísimas de María.
En
nuestros días, vuelven algunos a evitar –también en la Misa, desobedeciendo-
nombrar a María como Madre de Dios; pero si es verdad que Jesús, en cuanto Dios,
es engendrado desde toda la eternidad por Dios Padre; en cuanto hombre, es
concebido y ha nacido de una mujer, excelsa, pero al fin y al cabo, una hija de
Eva: “Me extraña en gran manera que haya alguien que tenga alguna duda de si la
Santísima Virgen ha de ser llamada Madre de Dios. Si nuestro Señor Jesucristo es
Dios ¿por qué razón las Santísima Vir¬gen, que lo dio a luz, no ha de ser
llamada Madre de Dios? Esta es la fe que nos ha transmitieron los discípulos del
Señor, aunque no emplearon esta misma expresión. Así nos lo han enseñado también
los Santos Padres” (S. Cirilo de Alejandría). La maternidad divina es el hecho
esencial que ilumina toda la vida de María y el fundamento de todos los
privilegios con que Dios ha adornado a la Virgen. Hoy
recor¬damos y veneramos el misterio por el que María, por obra y gracia
del Espíritu Santo, y sin perder la gloria de su virginidad, ha engendrado y ha
dado a luz al Verbo encarnado. Es doctrina común del magisterio que en el mismo
decreto eterno en el que el Pa¬dre había decidido la encarnación de su Hijo,
allí estaba María, como madre suya. Por eso Dios desde su concepción la adornó
con todos las gracias posibles: la hizo inmacu¬lada, la llenó de gracias, le
concedió el don de la virginidad. La hizo humilde etc. La dignidad de María es
tan grande que, con toda propiedad, decimos: más que Tú sólo Dios. O, desde otro
punto de vista, también se puede afirmar que Dios se ha complacido y la ha amado
más que a todas las demás criaturas creadas (incluidos los ángeles, los
patriarcas y los profetas). Juan Pablo II,
a propósito de esta celebración, recordaba: "Cuando en el Concilio de
Efeso se aplicó a María el título de Theotokos, la intención de los Padres del
Concilio era garantizar la verdad del misterio de la Encarnación. Querían
afirmar la unidad personal de Cristo, Dios y hombre...María es
"Madre de Dios" porque su Hijo es Dios." A la vez, al dar a luz a Jesús,
María también engendra a los hermanos de su Hijo. Se puede decir, con todo
propiedad y exactitud, que María es nuestra Madre Santísima, porque Ella es
verdadera madre nuestra, porque nos ha engendrado a la vida espiritual. Dirá S.
Agustín que Jesús desposó la carne, en el tálamo nupcial del seno de María
Virgen. Luego, en varios momentos, declara a María como “mujer”, es decir la
nueva Eva… Pablo compara la situación del hombre antes de Cristo o al margen de
Cristo a la de un niño que, aun siendo el heredero, vive bajo la tutela de sus
pedagogos hasta que "se cumpla el tiempo" y entre en posesión de la herencia.
Mientras llega su mayoría de edad, el niño vive sometido y en nada se diferencia
de los criados; pero, cuando ya es mayor, cambia su suerte y todos reconocen que
es el señor. Los judíos que vivieron antes de Cristo tuvieron como pedagogo la
Ley de Moisés, los gentiles que viven al margen de Cristo tienen a los
"elementos" de este mundo (3,23-4,3). Para unos y otros ha llegado el tiempo de
vivir y ser tratados como hijos adoptivos de Dios y coherederos con Cristo. Ha
llegado el tiempo de la liberación tanto de la Ley como de los "elementos" de
este mundo. Los "elementos" de los que habla Pablo en este contexto son
probablemente los cuatro indicados por Empédocles: el agua, la tierra, el fuego
y el aire, quizás también los astros. En cualquier caso se trata de las fuerzas
cósmicas que los gentiles veneraban como divinidades o, al menos, como
manifestación de lo divino; así que se refiere a las religiones paganas.
Pablo reconoce la ambigüedad tanto de la Ley de Moisés como de los "elementos" o
religiones de los gentiles. Pues, si de una parte someten a los hombres, de otra
ejercen sobre ellos una función pedagógica por voluntad de Dios. Lo malo es que
el hombre llega a sacralizar la Ley y los "elementos", con lo que ambas
realidades pierden su función mediadora y el hombre se olvida de su vocación a
la libertad. El culto de los fariseos a la Ley es para Pablo tan pernicioso como
el culto y la sumisión de los gentiles a las fuerzas de la naturaleza. El hombre
actual reproduce la esclavitud y se somete muchas veces tanto a las fuerzas
naturales (¿qué otra cosa significa el horóscopo?), como a la ley de un orden
establecido, como si todavía no se hubiera cumplido el tiempo. Todos nacemos de
mujer, y, consiguientemente, condicionados por una herencia biológica, y por una
ecología; todos nacemos igualmente bajo la ley, esto es, dentro de un orden
social y de una civilización que nos determina en gran medida. También Jesús
nació de mujer y bajo la Ley. Pero Él es el Hijo enviado por Dios cuando se
cumplió el tiempo. Notemos, de una parte, su preexistencia y, de otra, su
encarnación; sólo así descubriremos su estrategia: se somete a nuestras
necesidades naturales y culturales para librarnos de cualquier necesidad. Y es
que sólo puede liberar a los oprimidos el que se solidariza con su opresión. El
Hijo hecho hombre ha puesto su libérrima voluntad debajo de nuestras
necesidades, se ha sometido para hacerlas saltar en mil pedazos como un poderoso
explosivo. De esta manera, el Hijo de Dios, nos ha dado la posibilidad de ser
también nosotros hijos de Dios por adopción.
Dios nos concede por medio de Cristo el "status" de hijos; pero nos da también
un nuevo ser, nos hace efectivamente hijos. La adopción no es meramente legal.
El que es poderoso para crearlo todo con su palabra, puede hacernos hijos suyos
cuando nos llama a sí. Y si Dios nos llama hijos y nos hace realmente tales,
bien podemos nosotros llamarle "Padre", lo mismo que Jesús. Sobre todo porque
también nos ha dado el Espíritu de su Hijo, que es el que nos anima y nos enseña
un nuevo modo de orar y da testimonio de que somos verdaderamente hijos de Dios
(cf. Rm 8,14-17). Aquellos hombres que ya no pueden dirigirse a Dios de otra
manera que no sea ésta, llamándole "Padre nuestro", aunque sigan viviendo bajo
los poderes de este mundo, ya no son esclavos. Su posición bajo las fuerzas
cósmicas y bajo la Ley ha cambiado de raíz: son hijos de Dios y su vocación es
la libertad. Ciertamente que esperan todavía gozar de la plenitud de la
herencia, pero han recibido una esperanza invencible que levanta el ánimo y es
el punto de apoyo de la auténtica revolución. Esta es la esperanza que
relativiza cualquier orden establecido y sostiene a los discípulos de Jesús en
una paciencia activa hasta que él vuelva (“Eucaristía 1988”).
4.
Lc 2, 16-21: los pastores son escogidos por el ángel del Señor para dirigirles
su mensaje; se les identifica con los pobres de la tierra. Nos hallamos en
Belén, ciudad del rey David, que fue pastor, llamado por Dios de entre el
rebaño. Abraham y los patriarcas, siendo pastores, escucharon la llamada de Dios
y recibieron su visita. Aceptan la palabra del ángel, se dirigen a observar el
signo y encuentran al niño acostado en el pesebre. Es la paradoja fundamental
del cristianismo: vemos por un lado a un niño, envuelto en los pañales,
indefenso, como lo será en el Calvario. Pues bien, sobre ese signo se descorre
la palabra de la epifanía radical de Dios que anuncia: “Os ha nacido (ahí lo
tenéis) el salvador, el Mesías de la esperanza de Israel, el Señor de todo el
cosmos”. Ante esa paradoja, los pastores han respondido como creyentes; en
ellos, que eran quizá los más pequeños de la tierra, ha comenzado a brillar como
en Abraham, la nueva luz de la verdad de Dios para los hombres. Ante esa
paradoja se nos pide también a nosotros el valor de una respuesta (“Biblia
litúrgica”).
En
cuanto a la circuncisión (que se practicaba también en Egipto, Etiopía, Fenicia
y en otros muchos lugares, pueblos primitivos de África y de Australia…) en
Israel es signo de la Alianza, aunque se señala que más importante es la
"circuncisión del corazón" (“Eucaristía 1987”). «Circuncidará Yahvé, tu Dios, tu
corazón y el corazón de tus descendientes, para que ames a Yahvé, tu Dios, con
todo tu corazón y con toda tu alma y vivas» (Dt 30,6). «Circuncidaos para Yahvé,
circuncidad vuestros corazones» (Jr 4,4). La circuncisión, que primitivamente no
era más que una medida de higiene, una introducción en la madurez y un rito de
iniciación al matrimonio, vendría a tener una auténtica significación religiosa
y expresaría la Alianza con Dios. La sangre que se derrama con motivo de esta
pequeña operación puede compararse con la sangre de la alianza: ratifica este
pacto la sangre de una misma víctima derramada sobre el altar, que representa a
Yahvé, y sobre el pueblo (Ex 24,8). La circuncisión es condición indispensable
para participar en el banquete de la alianza, que es el banquete pascual:
«Ningún incircunciso podrá tomar parte en él» (Ex 12,48). En Jesús, su
circuncisión es para S. Pablo como una profecía de su Pasión. La muerte de
Cristo, en efecto, fue una circuncisión inmensamente más total que la
circuncisión judía, puesto que ella despojó a Cristo de toda su carne, y no
solamente de un pingajo de piel, sellando la nueva alianza con toda su sangre y
derramando sobre los cristianos beneficios inmensamente superiores a los de la
circuncisión. «En Él fuisteis circuncidados con una circuncisión no de mano de
hombre ni por la amputación de la carne, sino con la circuncisión de Cristo»
(Col 2,11). «Ni la circuncisión es nada ni el prepucio, sino la nueva creatura»
(Ga 6,15). Hemos leído que, en el momento de la circuncisión de Abraham, su
nombre fue cambiado de Abram en Abraham (v. 5). He ahí por qué el nombre se le
impone al niño en el momento de la circuncisión. Cuando se trata de personajes
importantes a quienes Dios destina para una misión particular, entonces es Dios
mismo y no la familia quien impone el nombre. Así acontece con Juan Bautista:
«Le pondrás por nombre Juan» (Lc 1,13); y con Jesús: «Le pondrás por nombre
Jesús» (en Mt 1,21 esta orden le es dada a José; en Lc 1,31 le es dada a María:
cf. Heuschen). Así explicaba S. Agustín el misterio: “Somos cristianos y no creo
que necesite emplear mucho tiempo para que vuestra caridad se persuada de ello.
Si somos cristianos, el mismo nombre indica que pertenecemos a Cristo. Llevamos
en nuestra frente su señal y no nos ruboriza, si la llevamos también en el
corazón. Su señal es su humildad. Los magos lo conocieron por la estrella. Era
una señal, celeste y magnífica, para conocer al Señor. Pero la señal que ha
querido que lleven sus fieles en la frente, no es la estrella, sino su cruz. El
lugar de su humillación fue el de su glorificación: levantó a los humildes del
lugar adonde descendió personalmente en su humillación. Pertenecemos, pues, al
Evangelio, pertenecemos al Nuevo Testamento. La ley fue dada por Moisés, la
gracia y la verdad nos han venido por Jesucristo (Jn 1,17). Preguntamos al
Apóstol y oímos de su boca que no estamos bajo el dominio de la ley, sino bajo
el de la gracia (Rm 6,14). Envió, pues, a su Hijo nacido de mujer y sometido a
la ley, para liberar a quienes estaban bajo el yugo de la ley, a fin de que
recibiesen la adopción filial (Gál 4,4). He aquí el objeto de la venida de
Cristo: el rescate de quienes estaban bajo la ley, para que no estemos ya bajo
la ley, sino bajo la gracia. ¿Quién dio la ley? El mismo que dio la gracia. La
ley nos la dio por medio de un siervo suyo; la gracia vino a traérnosla él
mismo. ¿Cómo se han convertido los hombres en esclavos de la ley? No
cumpliéndola. Quien cumple la ley no está bajo ella, sino con ella; quien, por
el contrario, está bajo la ley, en vez de levantarle, le oprime con su peso.
Así, pues, la ley hace reos a todos los que están bajo ella. Está precisamente
sobre sus cabezas para manifestar sus pecados, no para quitarlos. La ley se
limita a mandar, pero el autor de la ley muestra su compasión en aquello que
manda la ley. Los hombres intentaron cumplir por sus propias fuerzas lo
preceptuado por la ley, pero su temeraria y precipitada presunción les hizo
caer. Y no están con la ley, sino bajo ella en calidad de reos. Así, convertidos
en reos bajo la ley, al no poder cumplirla con sus propias fuerzas, imploraron
el auxilio del libertador. La condición de reo causada por la ley procuró la
enfermedad a los soberbios. Y la enfermedad de los soberbios se tornó en
confesión de humildes. Ahora los enfermos reconocen ya su enfermedad. Venga,
pues, el médico a sanarlos. ¿De qué médico se trata? De nuestro Señor
Jesucristo. ¿Y quién es él? El mismo que vieron los ojos de quienes le
crucificaban, y que fue atado, abofeteado, azotado, cubierto de salivas,
coronado de espinas, clavado en la cruz, que murió y vio abierto su costado por
la lanza, que fue descolgado y puesto en un sepulcro. Ese mismo, sí, ese mismo,
sin duda alguna, es nuestro Señor Jesucristo, el médico único de nuestras
llagas. Es ese mismo que, clavado en la cruz y pendiente de ella, fue insultado
y hecho objeto de la burla de sus perseguidores, que con movimiento insultante
de cabeza le decían: Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz (Mt 27,40). Ése es
nuestro único médico; no hay duda. ¿Por qué no mostró que era el Hijo de Dios a
quienes se burlaban de él? Si permitió ser levantado en la cruz, ¿por qué, al
menos cuando le gritaban que descendiese de la cruz para probar que era el Hijo
de Dios, no descendió para mostrarles que era en verdad Hijo de Dios aquel a
quien con tanta osadía habían hecho objeto de su irrisión? Porque no quiso. ¿Por
qué no quiso? ¿Es que no pudo? Pudo, sin duda. ¿Qué exige, en efecto, más poder:
bajar de la cruz o resucitar? Prefirió sufrir a los que se mofaban de él.
Afrontó la cruz, no como señal de poder, sino como ejemplo de paciencia. Curó
tus llagas en el mismo lugar en que sufrió por tanto tiempo las suyas. Te libró
de la muerte eterna allí mismo donde él se dignó morir temporalmente. ¿Murió él
o fue más bien la muerte quien recibió de él el golpe mortal? ¿Qué muerte es
esta que da muerte a la muerte misma?
María estos días está en actitud contemplativa, iba avanzando en la fe, una fe
que era prototipo de la fe de la Iglesia, por medio de esas actitudes humanas
auténticas, una de las cuales es la meditación de la Palabra de Dios. Parece que
María aprende de los pastores, no sólo del arcángel Gabriel. Quizá nosotros
también notamos a veces cómo el Señor nos habla a través de personas sencillas,
algo aparentemente sin importancia que nos llega al alma, y por tanto no hemos
de sentirnos sólo maestros, es que el precepto del amor significa propiamente
reconocer al prójimo, como lo que es: necesario para nosotros. María amó así;
por esto los pastores y los devotos de María encuentran en ella el mejor
aliciente para amar a Dios y al prójimo, es decir, para ser cristianos… Señala
S. Agustín: “Así se cumplió lo que había predicho el salmo: La verdad ha brotado
de la tierra (Sal 84,12). María fue virgen antes de concebir y después de dar a
luz. ¡Lejos de nosotros el creer que desapareció la integridad de aquella
tierra, es decir, de aquella carne de donde brotó la verdad...! En efecto, en el
seno de la virgen se dignó unirse a la naturaleza humana el Hijo unigénito de
Dios, para asociar a sí, cabeza inmaculada, a la Iglesia, inmaculada también, a
la que el apóstol Pablo da el nombre de virgen no sólo en atención a las
vírgenes en el cuerpo que hay en ella, sino también por el deseo de que sean
íntegros los corazones de todos. Os he desposado -dice- con un único varón para
presentaros a Cristo como virgen casta (2 Cor 11,2). Así, pues, la Iglesia
imitando a la madre de su Señor, dado que en el cuerpo no pudo ser virgen y
madre a la vez, lo es en el corazón. Lejos de nosotros el pensar que Cristo al
nacer privó a su madre de la virginidad, él que hizo a su Iglesia virgen,
liberándola de la fornicación con los demonios. En este día de hoy, celebrad con
gozo y solemnidad el parto de la Virgen, vosotras las vírgenes santas, nacidas
de su virginidad inviolada; vosotras que despreciando el matrimonio terreno,
elegisteis ser vírgenes también en el cuerpo. Ha nacido de mujer quien en ningún
modo fue sembrado por varón en la mujer. Quien os trajo lo que ibais a amar, no
quitó a su madre eso que amáis. Quien sana en vosotras lo que heredasteis de
Eva, ¡cómo iba a dañar lo que habéis amado en María! Aquella cuyas huellas
seguís no yació con varón para concebir, y después del parto siguió siendo
virgen. Imitadla en cuanto podáis, no en la fecundidad, porque no os es posible
sin herir la virginidad. Sólo ella pudo tener ambas cosas de las cuales vosotras
quisisteis tener una, que perderíais si pretendieseis poseer las dos. Sólo pudo
poseer ambas cosas la que engendró al todopoderoso que le dio tal poder.
Convenía que sólo el Hijo de Dios se hiciese hombre de ese modo sin igual. Que
Cristo no deje de ser algo para vosotras por ser hijo sólo de una virgen. Aunque
no pudisteis darle a luz en la carne le encontrasteis como esposo en el corazón;
y esposo tal que vuestra felicidad lo tiene por redentor sin que vuestra
virginidad lo tema como su destructor. Quien no quitó a la madre la virginidad
ni siquiera en el parto corporal, mucho más la conservará en vosotras en el
abrazo espiritual. No os consideréis estériles por haber permanecido vírgenes,
pues hasta la piadosa integridad de la carne cae dentro de la fecundidad de la
mente. Obrad lo que dice el Apóstol: puesto que no pensáis en las cosas del
mundo ni en cómo agradar a vuestros maridos, pensad en las cosas de Dios y en
cómo agradarle a él en todo, para que sea fecundo no vuestro seno con la prole,
sino vuestra alma con las virtudes. Para concluir me dirijo a todos, os hablo a
todos; con mi palabra apremio a la virgen casta, toda entera, que el Apóstol
desposó con Cristo. Lo que admiráis en la carne de María realizadlo en el
interior de vuestra alma. Quien cree en su corazón con vistas a la justicia,
concibe a Cristo; quien lo confiesa con la boca con la mirada puesta en la
salvación, da a luz a Cristo. De esta manera sea exuberante la fecundidad de
vuestros corazones conservando siempre la virginidad”.
El
1 de enero es, sorprendentemente, la celebración más antigua en honor de Nuestra
Señora en la liturgia romana. Las antífonas, que exaltan la maternidad divina de
María, están tomadas del oficio antiguo y han sido utilizadas durante varios
siglos. He aquí un bello ejemplo, tomado de Laudes: “La madre ha dado a luz al
rey, cuyo nombre es eterno; la que lo ha engendrado tiene al mismo tiempo el
gozo de la maternidad y la gloria de la virginidad: un prodigio tal no se ha
visto nunca, ni se verá de nuevo. Aleluya”. Los padres griegos aplicaron a María
el título Theotokos (portadora de Dios) ya en el siglo III. Los concilios de
Efeso y de Calcedonia defendieron este título. En Occidente, María fue venerada
de forma similar como Dei Genitrix (Madre de Dios). En el antiguo canon romano
es conmemorada como la "siempre virgen madre de Jesucristo nuestro Señor y
Dios". En palabras del papa Pablo VI, "el tiempo de navidad es una conmemoración
prolongada de la maternidad divina, virginal y salvífica de aquella cuya
virginidad inviolada dio el Salvador al mundo". La fiesta de hoy es un resumen y
una exaltación de este misterio. Tiene por finalidad "exaltar la singular
dignidad que este misterio reporta a la santa Madre a través de la cual
recibimos al Autor de la vida. Además de su función como "Portadora de Dios",
está su maternidad espiritual respecto de la humanidad. Como Eva fue la "madre
de todos los hombres" en el orden natural, María es madre de todos los hombres
en el orden de la gracia. Al dar a luz a su primogénito, parió también
espiritualmente a aquellos que pertenecerían a él, a los que serían incorporados
a él y se convertirían así en miembros suyos. El es el "primogénito entre muchos
hermanos", la Cabeza de la humanidad redimida, el representante de la humanidad
que une todas las cosas en él. En la liturgia percibimos la preocupación por
destacar con más claridad la relación entre María y la Iglesia. En la fiesta de
hoy hay una referencia explícita, en la oración de la poscomunión, a la función
maternal de María respecto del pueblo de Dios: "Padre, cuando proclamamos que la
virgen María es madre de Cristo y madre de la Iglesia, haz que nuestra comunión
con su Hijo nos traiga la salvación". Esto pone de manifiesto que ella es la
madre de la Cabeza y de los miembros, la "santa Madre de Dios y, por
consiguiente, la Madre providente de la Iglesia". En la propia vida de María se
dio una conciencia creciente de su maternidad espiritual. Incluso en la
anunciación debió de tener algún presentimiento de su función como madre del
Mesías. Ella sabía que Dios tenía grandes proyectos para su Hijo, y esto debió
animarla a la renuncia y al sufrimiento en favor de su pueblo. Ella debía de dar
a luz a un salvador de su pueblo, a un hombre para otros. La función de ella
debía de subordinarse por completo a la de él. Ella aceptaba de manera implícita
participar en la misión de él; y, en la medida en que el destino de su Hijo la
afectaba también a ella, continuaba afirmando y reafirmando su asentimiento. Fue
así cuando ella presentó a su primogénito en el templo. Ella renunció a todos
sus derechos sobre su hijo y lo ofreció a Dios y a su pueblo. Esta maternidad
espiritual alcanzó su cota más alta a los pies de la cruz; y comenzó una nueva
fase en pentecostés, y desde el cielo comenzó otra etapa en su maternidad.
Comenzamos el año, de la mano de la Virgen, lo recordaba así Juan Pablo II:
“Retomando la expresión de san Juan: «El Verbo se hizo carne» (Jn 1, 14), la
reflexión doctrinal de la Iglesia ha acuñado el término «encarnación» para
indicar el hecho de que el Hijo de Dios asumió plena y completamente la
naturaleza humana para realizar en ella y a través de ella nuestra salvación. El
Catecismo de la Iglesia católica recuerda que la fe en la encarnación real del
Hijo de Dios es el «signo distintivo» de la fe cristiana (cf. n. 463). Por lo
demás, es lo que profesamos con las palabras del Credo
niceno-constantinopolitano: «Por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación
bajó del cielo y, por obra del Espíritu Santo, se encarnó en el seno de la
Virgen María y se hizo hombre». En el nacimiento del Hijo de Dios del seno
virginal de María los cristianos reconocen la infinita condescendencia del
Altísimo hacia el hombre y hacia la creación entera. Con la Encarnación, Dios
viene a visitar a su pueblo: «Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha
visitado y redimido a su pueblo, suscitándonos una fuerza de salvación en la
casa de David, su siervo» (Lc 1, 68-69). Y la visita de Dios siempre es eficaz:
libera de la aflicción y da esperanza, trae salvación y alegría. En el relato
del nacimiento de Jesús, vemos que la alegre nueva de la venida del Salvador
esperado es comunicada en primer lugar a un grupo de pobres pastores, como
refiere el evangelio de san Lucas: «Un ángel del Señor se presentó a los
pastores» (Lc 2, 9). De ese modo, san Lucas, que en cierto sentido podríamos
definir el «evangelista» de la Navidad, quiere subrayar la benevolencia y la
delicadeza de Dios para con los pequeños y los humildes, a los que se manifiesta
y que de ordinario están mejor dispuestos a reconocerlo y acogerlo. La señal que
se da a los pastores, la manifestación de la majestad infinita de Dios en un
niño, está llena de esperanzas y promesas: «Aquí tenéis la señal: encontraréis a
un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2, 12). Ese mensaje
encuentra un eco inmediato en el corazón humilde y disponible de los pastores.
Para ellos la palabra que el Señor les da a conocer es seguramente algo real, un
«acontecimiento» (cf. Lc 2, 15). Por eso, acuden presurosos, encuentran la señal
que se les había prometido e inmediatamente se convierten en los primeros
misioneros del Evangelio, difundiendo en su entorno la buena nueva del
nacimiento de Jesús. En estos días hemos escuchado nuevamente el canto de los
ángeles en Belén: «Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres
que él ama» (Lc 2, 14). Este canto debe difundirse en el mundo también en
nuestro tiempo, que entraña grandes esperanzas y extraordinarias aperturas en
todos los ámbitos, pero que igualmente encierra fuertes tensiones y
dificultades. Para que en el nuevo año, recién comenzado, la humanidad pueda
avanzar de un modo más ágil y seguro por los caminos de la paz, hace falta la
colaboración activa de todos. Por eso, cada año, con ocasión de la Jornada
mundial de la paz, quiero subrayar el vínculo que existe entre la paz, la
justicia y el perdón. Realmente «no hay paz sin justicia» y «no hay justicia sin
perdón». Por tanto, debe crecer en todos un fuerte deseo de reconciliación,
sostenido por una sincera voluntad de perdón. A lo largo de todo el año nuestra
oración debe hacerse más fuerte e insistente, para obtener de Dios el don de la
paz y de la fraternidad, especialmente en las zonas más agitadas del mundo. Así
entramos en el nuevo año con confianza, imitando la fe y la dócil disponibilidad
de María, que conserva y medita en su corazón (cf. Lc 2, 19) todas las cosas
maravillosas que están aconteciendo ante sus ojos. Dios mismo realiza por medio
de su Hijo unigénito la plena y definitiva salvación en favor de la humanidad
entera. Contemplamos a la Virgen mientras acoge entre sus brazos a Jesús para
darlo a todos los hombres. Como ella, también nosotros miramos con atención y
conservamos en el corazón las maravillas que Dios lleva a cabo cada día en la
historia. Así aprenderemos a reconocer en la trama de la vida diaria la
intervención constante de la divina Providencia, que todo lo guía con sabiduría
y amor. Una vez más, ¡Feliz Año nuevo a todos!”, de la mano de María… En uno de
los himnos latinos a Nuestra Señora encontramos el verso Monstra te esse matrem,
"Demuestra que eres una verdadera madre para nosotros". Pero no basta con que
creamos en su función intercesora; es imprescindible que también la
experimentemos. Deberíamos tener un sentido permanente de su presencia en
nuestras vidas, cerca de su Hijo y cerca de nosotros. Este es el secreto de la
devoción católica a Nuestra Señora, y ésa es la gracia que pedimos en la oración
final de la fiesta: "Concédenos que podamos sentir el poder de su intercesión
cuando ella implora por nosotros con Jesucristo tu Hijo, el autor de la vida".
Volvemos a recordar que hoy es el día mundial de la paz. El papa Pablo VI hizo
de esta fecha un día especial de oración por la paz universal. Tras hablar de su
significación litúrgica como octava de navidad y solemnidad de la madre de Dios,
continúa diciendo: Es también una ocasión apta para renovar la adoración al
recién nacido príncipe de la paz, para escuchar una vez más las alegres noticias
del ángel; y para implorar a Dios, a través de la Reina de la Paz, el don
supremo de la paz. Por esta razón, en la feliz concurrencia de la octava de
navidad y del primer día del nuevo año, hemos instituido El día mundial de la
paz. Una ocasión que gana constantemente nuevos adeptos y que comienza a
producir ya frutos de paz en los corazones de muchos. Todo el mensaje de navidad
puede resumirse en la palabra "paz", y la Iglesia trata de dar al mundo esa paz.
En palabras de san León Magno, "el nacimiento del Señor es el nacimiento de la
paz". Y dice que es el don de Dios a nosotros y también nuestro regalo a él,
pues nada más agradable a Dios que los hermanos conviviendo en paz. La paz
cristiana no es sólo de naturaleza espiritual. La Iglesia tiene la obligación de
promover la paz entre las naciones. Tiene que sentirse responsable del bienestar
de todas las personas y pueblos. No puede haber paz verdadera ni duradera allí
donde se pisotean los derechos humanos y la justicia. Todos los papas de este
siglo han trabajado duro para asegurar la paz a la humanidad. En la visión
cristiana, paz no significa simplemente ausencia de guerra, sino un orden
mundial basado en el reconocimiento de que todos los hombres somos hermanos y
tenemos un padre común en los cielos (Vincent Ryan). Esta es la base de la paz,
del perdón, como decía Juan Pablo II: "sin el perdón las heridas continuarán
sangrando, alimentando en las
generaciones futuras un hastío sin fin, que es fuente de venganza y causa de
nuevas ruinas. El perdón ofrecido y
aceptado es premisa indispensable para caminar hacia una paz
auténtica y estable… el perdón puede parecer
contrario a la lógica humana, que obedece con frecuencia a la dinámica de
la contestación y de la revancha.
Sin embargo, el perdón se inspira en la lógica del amor, del amor que
Dios tiene a cada hombre y mujer, a cada pueblo y nación, así como a toda
la familia humana. El perdón de
Dios se convierte en fuente inagotable de perdón en las relaciones
entre nosotros, ayudándonos a vivirlas bajo el signo de una verdadera
fraternidad". Para superar la cultura de la muerte –egoismo manifestado en
tantas cosas: "numerosas personas se encuentran encerradas
en su soledad interior; otras su raza, nacionalidad o sexo, mientras la
pobreza arrastra a masas enormes al
margen de la sociedad o, incluso, hacia el aniquilamiento. Para muchos,
además la guerra se ha convertido en la dura realidad de la vida
cotidiana. Una sociedad que busca
sólo bienes materiales o efímeros tiende a marginar a quien no sirve para tal
objetivo"- hay que promover el perdón. Es difícil pedir perdón, el peso
de la historia está cargado de violencias y de conflictos, de los cuáles no es
fácil desentenderse. Manifiesta que
el dolor por la pérdida de un familiar a causa del terrorismo
o acciones criminales llevan a la tentación del odio y que, de igual
manera, perdonar sinceramente puede
resultar heróico, sin embargo, "no se puede permanecer prisioneros del pasado:
es necesaria, para cada uno y para
los pueblos, una especie de 'purificación de la memoria', a
fin de que los males del pasado no vuelvan a producirse más". Para ello
es indispensable aprender a leer la historia de los otros pueblos
evitando juicios sumarios y parciales, haciendo un esfuerzo para
comprender el punto de vista de
quienes pertenecen a aquellos pueblos. Apunta que la aceptación y aprecio de las
diferencias es el primer paso para la reconciliación. Desarrollar una
sólida "cultura de la paz": impedir el crecimiento de la industria
y del comercio de armas; esfuerzo de las diversas religiones en favor de
la paz, levantando su propia voz contra la guerra y afrontando con valor los
riesgos consiguientes; y el respeto a la verdad -"donde se siembra la
mentira y la falsedad florecen la
sospecha y las divisiones, la corrupción y la manipulación política o ideológica
y se atacan los fundamentos mismos
de la convivencia civil y socavan las posibilidades de relaciones
sociales pacíficas"-; y la justicia, "que tiene su fundamento último en
la ley de Dios y en su designio de amor sobre la
humanidad: "no hay contradicción alguna entre perdón y justicia: el
perdón no elimina ni disminuye la exigencia de la reparación, que es
propia de la justicia, sino que
trata de reintegrar tanto a las personas y a los grupos en la sociedad, como a
los Estados en la comunidad de las
Naciones". La oración de la paz inspirada en S. Francisco es hoy especialmente
paradigmática: Señor, haz de mí un instrumento de tu paz. Allí donde hay odio,
que yo ponga amor, allí donde hay ofensa, que yo ponga perdón, allí donde hay
discordia, que yo ponga unión, allí donde hay error, que yo ponga fe, allí donde
hay desesperación, que yo ponga esperanza, allí donde hay tinieblas, que yo
ponga luz, allí donde hay tristeza, que yo ponga alegría. Oh, Maestro, que yo no
busque tanto ser consolado..., como consolar, ser comprendido..., como
comprender, ser amado..., como amar. Porque es olvidándose..., como uno se
encuentra, es perdonando..., como uno es perdonado, es dando..., como uno
recibe, es muriendo..., como uno resucita a la vida (anónimo, del siglo XIX).
“Cuando un sosegado silencio todo lo envolvía y la noche se encontraba en la
mitad de su carrera, tu Palabra omnipotente, cual implacable guerrero,
saltó del cielo, desde el trono
real” (Sb 18,14), Él es la luz, la paz…
(versión de 1.1.2008, complementa la reflexión del año pasado, ciclo A).