Fiesta: La Transfiguración del Señor, Ciclo B.
San Marcos 9,1-9:
La Transfiguración del Señor: es explicación de que la Cruz es camino de la Gloria, también para nosotros

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté   

 

Lectura de la profecía de Daniel 7,9-10.13-14. Durante la visión, vi que colocaban unos tronos, y un anciano se sentó; su vestido era blanco como nieve, su cabellera como lana limpísima; su trono, llamas de fuego; sus ruedas, llamaradas. Un río impetuoso de fuego brotaba delante de él. Miles y miles le servían, millones estaban a sus órdenes. Comenzó la sesión y se abrieron los libros. Mientras miraba, en la visión nocturna vi venir en las nubes del cielo como un hijo de hombre, que se acercó al anciano y se presentó ante él. Le dieron poder real y dominio; todos los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán. Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin. 

Salmo 96,1-2.5-6.9. R. El Señor reina, altísimo sobre toda la tierra.

El Señor reina, la tierra goza, se alegran las islas innumerables. Tiniebla y nube lo rodean, justicia y derecho sostienen su trono.

Los montes se derriten como cera ante el dueño de toda la tierra; los cielos pregonan su justicia, y todos los pueblos contemplan su gloria.

Porque tú eres, Señor, altísimo sobre toda la tierra, encumbrado sobre todos los dioses.  

Segunda carta del Apóstol San Pedro 1,16-19. Queridos hermanos: Cuando os dimos a conocer el poder y la última venida de nuestro Señor Jesucristo no nos fundábamos en invenciones fantásticas, sino que habíamos sido testigos oculares de su grandeza. El recibió de Dios Padre honra y gloria, cuando la Sublime Gloria le trajo aquella voz: «Este es mi Hijo amado, en él yo me he complacido.» Esta voz traída del cielo la oímos nosotros estando con él en la montaña sagrada. Esto nos confirma la palabra de los profetas, y hacéis muy bien en prestarle atención, como a una lámpara que brilla en un lugar oscuro, hasta que despunte el día y el lucero nazca en vuestros corazones. 

Lectura del santo Evangelio según San Marcos 9,1-9. En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se le aparecieron Elías y Moisés conversando con Jesús. Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús: -Maestro. ¡Qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Estaban asustados y no sabía lo que decía. Se formó una nube que los cubrió y salió una voz de la nube: -Esté es mi Hijo amado; escuchadlo. De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos. Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: No contéis a nadie lo que habéis visto hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos. Esto se les quedó grabado y discutían qué querría decir aquello de resucitar de entre los muertos.

 

Comentario: Los teólogos medievales hablaban "de mysteriis vitae Christi", la manifestación del Misterio en la carne humana de Jesús. Este plan secreto de Dios, como dice san Pablo (cf., p.ex., Col 1,26; Ef 3,5.9), era tan escondido que, cuando Jesús lo entreabre, Pedro lo rechaza y debe ser reprendido, como leemos en el día de hoy en este año 2009 en lo que tocaría leer en la lectura continuada, y Jesús contesta: "Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!" Justamente en estas lecturas salen las dos piedras, la de Moisés que brota agua (aunque dudó la primera vez) y la de Pedro que Jesús (verdadero Moisés y guía) proclama, y que es una piedra que duda… su fortaleza vendrá no de su poder, sino de la gracia de Dios, a pesar de su debilidad. El relato de la Transfiguración forma un bloque con la confesión de Pedro, el anuncio de la pasión, la reacción de Pedro, la increpación de Jesús y la llamada al seguimiento: "el que pierda su vida por mi causa, la salvará" (Lc 9,24). La Transfiguración es el broche de este conjunto. Y la garantía en la que todo se sustenta se encuentra en las palabras que se oyen desde la nube: "Este es mi Hijo, el escogido; escuchadle". Sí: la gloria de Dios resplandece en la faz del Hijo del hombre, del crucificado. Moisés y Elías, gloriosos, conversaban con Jesús, "hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén". Y fue precisamente entonces cuando "Pedro y sus compañeros vieron su gloria". La escenografía, las palabras de la nube, la increpación de Jesús a Pedro (que concuerda con la respuesta de Jesús a la tercera tentación, según Mt 4,10) relacionan este texto con el del bautismo (que enlaza con la escena de la tentación). Si entonces la voz del cielo proclamaba a Jesús Hijo amado ("Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto": Lc 3,22), ahora la voz de la nube dice imperativamente a los discípulos que lo escuchen ("Este es mi Hijo, el escogido; escuchadle"). "Para que sobrellevasen el escándalo de la cruz", comenta el prefacio de hoy (Josep M. Totosaus).

1. Dn 7,9-10.13-14. La visión de las cuatro bestias y el "hijo del hombre" es la escena del juicio divino. -Siguiendo la línea del cap. 2, este cap. 7 nos habla de la sucesión de diversos imperios en el devenir histórico bajo el símbolo de cuatro bestias que salen del mar, fuerza caótica y morada de seres hostiles a la divinidad. -La liturgia nos tiene acostumbrados a recortar los textos bíblicos del A.T. Pero como nosotros nos preocupamos más de la intelección del texto que de la mera duración temporal, propongo leer todo el cap.: vs. 1-14, visión, y vs. 15-28, explicación. - Según la concepción mítica, el océano del que surgen las bestias es morada de potencias hostiles a la divinidad. Y de esta concepción mítica se hace eco la Biblia para presentarnos el mar como algo hostil, caótico... del que surgen las cuatro bestias que representan cuatro imperios. El león alado es Nabucodonosor, monarca de Babilonia (cfr. cap. 2): cortadas las alas de su soberbia puede razonar, comportarse como hombre. El oso, medio erguido, representa a Media, animal feroz siempre dispuesto a atacar y nunca satisfecho. El leopardo o pantera, con cuatro cabezas y cuatro alas, simboliza al imperio persa con su gran agilidad para apoderarse de todo el mundo. La cuarta fiera no es identificable, pero es más feroz que las demás. Los dientes de hierro pueden hacer alusión a Alejando Magno y al imperio griego; los diez cuernos aludirían a los sucesores de Alejandro y el cuerno más pequeño sería el perverso Antíoco, quien vence a los otros tres cuernos para hacerse con el poder. -Las cuatro fieras se suceden en la historia, pero no han sido capaces de mejorar a la humanidad. Por eso es necesario un juicio universal. El anciano es el mismo Dios, con un vestido blanco como símbolo de victoria y de poder; el fuego que de él brota ejecuta la sentencia, sentándose sobre un trono (=tribunal) para juzgar a la vez a todas las potencias de nuestra historia. Por su gran perversidad la última bestia es consumida por el fuego, a las otras tres se les arrebata el poder, pero pueden continuar existiendo. -En los vs. 13-14 aparece "como un hombre", es decir, una figura humana, un ser no divino que contrasta con las bestias ya descritas y a quien se le concede todo el poder y autoridad que antes poseía Nabucodonosor; su reino no tendrá fin. (A. Gil Modrego).

La simbología remite a Dios en su trono celeste, rodeado de gloria y de ángeles, como Señor. Los libros simbolizan que Dios tiene presentes todas las acciones de los hombres (cf Jr 17,1; Ml 3,16; Sal 56, 9; Ap 20,12). El que viene en las nubes del cielo “como un hijo del hombre” y al que, tras el juicio, se le da el reino universal y eterno, es la antítesis de las bestias. No ha surgido del mar tenebroso como aquéllas, ni tiene aspecto terrible y feroz, sino que ha sido suscitado por Dios –viene en las nubes-, y lleva en sí la debilidad humana. En ese juicio el hombre parece recuperar su dignidad frene a las bestias a las que está llamado a dominar (cf Sal 8). Tal figura representa al “pueblo de los santos del Altísimo” (7,27), el Israel fiel. Hijo del hombre que fue entendido como Mesías persona en el judaísmo en tiempo de Jesús (Libro de las parábolas de Henoc); pero tal título sólo se une a los sufrimientos del Mesías y a su resurrección de entre los muertos cuando Jesús se lo aplica a Sí mismo (Biblia de Navarra): “Jesús acogió la confesión de fe de Pedro que le reconocía como el Mesías anunciándole la próxima pasión del Hijo del Hombre (cf. Mt 16,23). Reveló el auténtico contenido de su realeza mesiánica en la identidad transcendente del Hijo del Hombre "que ha bajado del cielo" (Jn 3,13; cf Jn 6,62; Dn 7,13) a la vez que en su misión redentora como Siervo sufriente: "el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos" (Mt 20,28; cf Is 53,10-12). Por esta razón el verdadero sentido de su realeza no se ha manifestado más que desde lo alto de la Cruz (cf Jn 19,19-22; Lc 23,39-43). Solamente después de su resurrección su realeza mesiánica podrá ser proclamada por Pedro ante el pueblo de Dios: "Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado" (Hch 2,36)” (Catecismo 440). Y la Iglesia cuando proclama que Cristo se sentó a la derecha del Padre confiesa que fue a Cristo a quien se dio el imperio: “Sentarse a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la visión del profeta Daniel respecto del Hijo del hombre: "A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás" (Dn 7,14). A partir de este momento, los apóstoles se convirtieron en los testigos del "Reino que no tendrá fin" (Símbolo de Nicea-Constantinopla)” (Catecismo 664).

Es el comienzo de la segunda parte del libro de Daniel. Después de los relatos relativos a Daniel y sus compañeros, encontramos ahora las visiones de Daniel, clasificadas según un orden cronológico análogo al de los relatos. Esta es la primera visión, un sueño simbólico con las cuatro fieras y el Hijo del Hombre (vv. 2-14), lo que será explicado por un ángel posteriormente (vv. 15-28). Se quiere presentar a Dios como señor del tiempo y de la historia. Para evocar su presencia el lenguaje de la fe recurre a representaciones simbólicas donde subsisten los vestigios de antiguas mitologías despojadas de su lado negativo: Dios es presentado como un anciano sin edad rodeado de una corte de servidores. Dios queda velado pero se reconoce su presencia y su acción en la historia del hombre. Apocalipsis de consuelo y coraje. No hay asesor para Dios. El solamente juzga. En el NT, será el Hijo del Hombre el que se constituirá en juez, asistido por los ángeles (Mt 25,31) y descrito con los rasgos del anciano de Dn 7 (Ap 1,13-14). Cristo prometerá a sus discípulos participar en esta función judicial (Mt 19,28; Lc 22,30). Hay aquí subyacente toda una concepción de la historia de pecado. Todo conduce hacia un juicio final, hacia un gran discernimiento histórico. Aquí se inscriben todas las pruebas que el pueblo de Dios pasará en cualquier tiempo a causa de su fe. El rechazo o aceptación del reino se convertirá en un motivo de discernimiento en el momento último.

v. 13: "una especie de hombre".- Lit.: "un hijo de la humanidad". El simbolismo del hombre se opone aquí al de los monstruos que le han precedido: su venida entre las nubes lo sitúa en un contexto de divinidad. Tenemos aquí una influencia clara de las teofanías del AT en las que Dios aparece en la nube (cf Ex 34, 6; Lev 16, 2; Num 11, 25). La tradición judía posterior lo identificará con el mesías (Parábolas de Enoc, 46), lo que se justifica en un contexto cultural en el que todo grupo se incorpora, de alguna manera, a su jefe. La liturgia, en la misma línea, ve en este Hombre a aquel, que constituye la esperanza del creyente. De ahí que este pasaje, aplicado al triunfo de Jesús, sea también un mensaje de esperanza. El triunfo de este Hijo de Hombre lleva al creyente a ver reflejada en él su aspiración personal. Así, incluso en el mismo libro de Daniel, se comienza a esbozar el triunfo en categorías de resurrección. El desarrollo ulterior de la revelación no se contentará con mantener esta doctrina. Encontrará un marco muy apropiado para hacer inteligibles la muerte y la resurrección de Jesús. Una prefiguración y una base para comprender la significación de la transfiguración (Eucaristía 1978).

2. Salmo del Reino de Dios. Una vez más, Israel invita a la "tierra entera", comprendidas también, las "islas lejanas" (para un judío terreno por excelencia, las islas son símbolo de lo que está lejos, perdido en el mar, ¡allá!). Y esta invitación, es una convocación para venir a celebrar una fiesta de la "realeza" de Dios. Es una invitación a la alegría porque el Señor reina y se manifiesta como Rey. La grandeza de Dios es proclamada mediante títulos como estos: "¡Yahveh es rey!"... "¡Señor de la tierra!" "Altísimo sobre toda la tierra!"... "¡Santísimo!". Esta grandeza divina se manifiesta en una teofanía, igual que en el Sinaí: ¡la tempestad, las tinieblas y las nubes los relámpagos, el fuego, las montañas que tiemblan y se funden como la cera! Esta "manifestación" sensible de Dios, que "aparece" en medio de fuerzas cósmlcas no controlables por el hombre, provoca dos resultados antitéticos:

-Los falsos dioses, los ídolos, las "vanidades", las nadas... Desaparecen ante el rostro del único verdadero Dios: monoteísmo feroz: "¡de rodillas todos los dioses!"

-Los fieles a este Dios, los justos, los "Hassidim", están alegres y de fiesta, pero a una condición, la de renunciar al mal. Moralidad feroz también "¡odiad el mal!" La religión de Israel no es una religión de medias tintas, o de actitudes color de rosa: hay que escoger el propio bando. "¡Ay de los servidores de los ídolos!" ·Chouraqui, judío de origen, más sensible que nosotros al juego de palabras del hebreo traduce así: "¡petrificados, los esclavos de la estatua!"

"El Señor es rey". "Venga tu Reino, así en la tierra como en el cielo". Sabemos la pasión de Jesús por su Padre. Entregó su vida al Reino. Sin embargo, Jesús, siendo el Hijo de Dios, evitó deliberadamente todo destello divino durante el tiempo de su Encarnación. Las "teofanías", de las cuales estaban ávidos los judíos en los tiempos de Jesús (formados en ello por los salmos de ese género), Jesús las rechazó sistemáticamente: "ellos pedían a Jesús un signo bajado del cielo... De hecho, no será dado a esta generación otro signo que el signo de Jonás. Los dejó allí y se marchó". (Mt 16,1-4). En comparación con el Antiguo Testamento, el Evangelio es discreto. Sin embargo en la Transfiguración, citan los evangelios un signo teofánico: "vino una nube luminosa y los cubrió con su sombra" (Mt, Mc y Lc). Igualmente, al anunciar su gloria durante el juicio ante el Sanedrín, Jesús recurre a este lenguaje bíblico: "Veréis venir al Hijo del Hombre sobre las nubes del cielo" (Mt 26,64; Ap 1,7).

San Pablo cita este salmo, hablando de la Encarnación como una entronización real: "Cuando Dios presentó su primogénito al mundo dijo: "de rodillas ante El todos los ángeles (los dioses)" (Heb 1,6). Pero es sobre todo la Parusía de Jesús, su última venida gloriosa, la que se asemeja más a este salmo: "Cuando venga glorioso, sobre su trono de gloria, todas las naciones estarán reunidas ante El... Como el relámpago que se ve brillar de Oriente a Occidente, así será la venida del Hijo del Hombre... (Mt 24,27-31). Entonces, los "justos" se asociarán a este triunfo como lo dice el salmo. Estas son las palabras de San Pablo: "fortificados por su glorioso poder, con alegría dad gracias al Padre que os concede tener parte en la herencia de los santos en la luz: El nos libró del poder de las tinieblas y nos condujo al Reino de su amado Hijo"... (Col 1,11-12) Observemos finalmente que Pentecostés asoció a la venida del Espíritu Santo, "la tempestad", y "el fuego" (Hch 2,2-3).

Delante de Dios. El Dios ante quien estoy es viviente. Cinco veces, en este salmo, somos invitados a estar "delante" de Dios. Lenguaje muy elocuente. El hombre, en el fondo, no tiene existencia autónoma: su ser no lo tiene por sí mismo... El está solamente "delante" de Dios. ¡El es! Yo soy, solamente "delante" de El.

El fuego símbolo de Dios. "Delante de él va el fuego y quema a los enemigos que lo rodean... Sus relámpagos iluminan la tierra... Las montañas se derriten como cera"... Estaríamos fuera de lugar, en el siglo XXI, al considerar infantiles estas imágenes. Hacen referencia ciertamente, a un viejo fondo mítico (confrontar el mito de Prometeo, vencido cuando trató de dominar el fuego de los dioses). Sin embargo la ciencia moderna, si bien nos ha enseñado a dominar un poco el fuego, nos ha revelado que vivimos sobre ciclones de fuego: el corazón de la tierra es un fuego temible que aflora a veces en los volcanes. El universo es un ensamblaje fantástico de "bolas de fuego", los astros. Nuestro sol es una enorme y permanente explosión atómica, a la que nadie, jamás se acercará... sin desaparecer, sin "ser consumido" dice el salmo. En este grandioso y aterrador universo de fuego, una mano creadora ha preparado un espacio tibio, en que la vida pueda existir, el planeta tierra. Sí, Dios nos ha permitido "ser delante" de El. Nos ha dado un espacio, un tiempo... para existir. Haríamos el ridículo pretendiendo pasar por astutos ante Dios.

¡Odiad el mal! El hombre moderno utiliza frecuentemente el lenguaje del combate. La Biblia también. Este salmo no es ni mucho menos de tranquilidad. En mí, alrededor de mí, debo luchar contra el mal. La palabra es fuerte: debo "arrancarme" del poder del mal, con la ayuda de Dios. La alegría brilla para el justo. Esta imagen de siembra atempera la violencia de las otras imágenes: Jesús la utiliza preferentemente. Más que el resplandor de un relámpago, el Reino de Dios es una "semilla", destinada a crecer lentamente. La luz y la alegría de Dios sembradas en la humanidad, crecen poco a poco... ¡Hay que creerlo! Israel, a la merced de las naciones paganas que lo rodeaban seguía creyendo que una "luz fue sembrada" (Noel Quesson).

«El Señor reina, la tierra goza, se alegran las islas innumerables. El gran mandamiento: ¡Alegraos! Esencia y resumen de todos los demás mandamientos. Ama y adora, sé justo y amable, ayuda a los demás y haz el bien. En una palabra, alégrate, y haz que los demás se alegren. Logra en tu vida y muestra en tu rostro la felicidad que viene de servir al Señor. Alégrate con toda tu alma en su servicio. Sé sincero en tu sonrisa y genuino en tu reír. Trae la alegría a tu vida, y que ello sea señal y prueba de que estás a gusto con Dios y con su creación, con los hombres y la sociedad: en eso consisten la ley y los profetas. Alégrate de corazón. El Señor está contigo.

«Lo oye Sión y se alegra. Se regocijan las ciudades de Judá por tus sentencias, Señor». Esa es la ley de Sión y la regla de Judá. Regocijaos y alegraos. Con eso demostraréis que el Señor es vuestro Dios y vosotros sois su pueblo. Alegría en las personas y alegría en el grupo. Ese es el camino de la virtud, el secreto de la fortaleza, la llamada a todos los hombres para que vengan y vean y reflexionen sobre la elección de Israel y el poder de su Dios. El poder de hacer que su pueblo se alegre. La virtud de la alegría es virtud difícil. Y es difícil, porque ha de ser genuina y profunda para merecer el nombre, y no es fácil obtener alegría auténtica en un mundo de penas. Necesito fe, Señor; necesito una visión larga y una paciencia duradera; necesito sentido del humor y ligereza de ánimo y, sobre todo, necesito me asegures que a través de todas las pruebas de mi vida privada y de la historia de la humanidad, dentro de mí mismo, allí en el fondo de mi alma, estás tú con toda la fuerza de tu poder y la ternura de tu amor. Con esa fe puedo vivir, y con esa fe puedo sonreír. El don de la alegría es la flor de tu gracia en la aridez de mi alma. Gracias por la alegría que me das, Señor; gracias por el valor de sonreír, el derecho a la esperanza, el privilegio de mirar al mundo y sentirme contento. Gracias por tu amor, por tu poder y por tu providencia, que son el fundamento inamovible de mi alegría diaria. Alegraos conmigo todos los que conocéis y amáis al Señor. «Alegraos, justos, con el Señor, celebrad su santo nombre» (Carlos G. Vallés)

A Ruperto de Deutz -como antes a otros escritores- la meditación de la primera estrofa le sugiere el éxodo de los judíos por el desierto y la teofanía del Sinaí. "¿Quién, pues, podría ser este guía del viaje, sino Aquél que es para nosotros camino, Jesucristo, el Hijo de Dios? Columna de fuego porque es verdadero Dios y columna de nube, porque es verdadero Hombre. Durante el tiempo que duró la noche, sólo permanecía la columna de fuego; pero cuando despierta el día de la gracia y el tiempo de la misericordia, el fuego se convierte en nube. El que es Dios se hace Hombre. De este modo, resulta ser incluso un sol de fuego más intenso todavía: es sol de justicia, brillante en pleno día, porque es fuego revelador.

Sin embargo, a fin de que nuestra mirada fuera capaz de contemplarlo, ha venido en la nube: Dios ha venido en la carne para convivir con los hombres... El verdadero Sol, la fuente de la Luz, viene todo El a nosotros en la nube de su Carne. Y este sol, aún cubierto incluso por la nube, difunde más claridad, que, antaño, la columna de fuego en la noche."

La Carta a los Hebreos, partiendo de la traducción griega de los Setenta, refiere este versículo a Cristo, afirmando que, en el momento de la Encarnación, el Padre dice: "Que le adoren todos los Ángeles de Dios." Los Ángeles, a los que podemos contemplar adorando al Señor al instante siguiente del 'fiat' de la Virgen, cuando el Verbo se hizo carne, se aprestaron también a su servicio en las circunstancias más significativas de su vida terrena. De hecho, la alegría de Jerusalén se manifiesta en la segunda parte del salmo con el verbo “alegrarse” que da unidad al conjunto de la composición. La invitación a la alegría que recorre el salmo culmina en la que el ángel desea a la Virgen María al anunciarle la concepción y el nacimiento de Jesús (Lc 1,28). La Virgen escucha palabras semejantes a las que el profeta Sofonías dirigía a Jerusalén la hija de Sión (So 3,14-15) porque ella es la que representa al pueblo fiel y justo que siente la alegría de la llegada del Reino de Dios.

En la agonía de Gethsemaní, Jesús se deja confortar por un Ángel, por una criatura. Es el abismo de humildad que hay en Cristo. Él, -prosigue la Epístola- "tras realizar la purificación de los pecados, está sentado a la derecha de la Majestad en las alturas; hecho tanto más superior a los Ángeles, cuanto más se eleva sobre ellos el nombre que heredó." La realeza de Cristo, de la que está hablando todo el salmo, se extiende, por tanto, no sólo a los pueblos de la tierra, sino también a los Ángeles.

Es fácil descubrir en esta estrofa, con la ayuda de la tradición, una profecía de la segunda venida de Cristo. Venida precedida de grandes cataclismos cósmicos: Los montes se derretirán como cera ante el dueño de toda la tierra y todos los pueblos contemplarán su gloria (v. 6). Pero el Señor ha prometido a los suyos: "os volveré a ver y se alegrará vuestro corazón y nadie os quitará vuestra alegría." Para los justos y rectos de corazón amanecerá entonces el gran día de la luz y del gozo se alegrarán con el Señor y celebrarán su santo Nombre (Félix Arocena / Biblia de Navarra).

Juan Pablo II comentaba así el salmo de esa alegría pascual: “El Salmo comienza con una solemne proclamación:  "El Señor reina, la tierra goza, se alegran las islas innumerables" y se puede definir una celebración del Rey divino, Señor del cosmos y de la historia. Así pues, podríamos decir que nos encontramos en presencia de un salmo "pascual". Sabemos la importancia que tenía en la predicación de Jesús el anuncio del reino de Dios. No sólo es el reconocimiento de la dependencia del ser creado con respecto al Creador; también es la convicción de que dentro de la historia se insertan un proyecto, un designio, una trama de armonías y de bienes queridos por Dios. Todo ello se realizó plenamente en la Pascua de la muerte y la resurrección de Jesús.

(…) Inmediatamente después de la aclamación al Señor rey, que resuena como un toque de trompeta, se presenta ante el orante una grandiosa epifanía divina. Recurriendo al uso de citas o alusiones a otros pasajes de los salmos o de los profetas, sobre todo de Isaías, el salmista describe cómo irrumpe en la escena del mundo el gran Rey, que aparece rodeado de una serie de ministros o asistentes cósmicos:  las nubes, las tinieblas, el fuego, los relámpagos. Además de estos, otra serie de ministros personifica su acción histórica: la justicia, el derecho, la gloria. Su entrada en escena hace que se estremezca toda la creación. La tierra exulta en todos los lugares, incluidas las islas, consideradas como el área más remota (cf Sal 96,1). El mundo entero es iluminado por fulgores de luz y es sacudido por un terremoto (cf v 4). Los montes, que encarnan las realidades más antiguas y sólidas según la cosmología bíblica, se derriten como cera (cf v 5), como ya cantaba el profeta Miqueas:  "He aquí que el Señor sale de su morada (...). Debajo de él los montes se derriten, y los valles se hienden, como la cera al fuego" (Mi 1,3-4). En los cielos resuenan himnos angélicos que exaltan la justicia, es decir, la obra de salvación realizada por el Señor en favor de los justos. Por último, la humanidad entera contempla la manifestación de la gloria divina, o sea, de la realidad misteriosa de Dios (v 6), mientras los "enemigos", es decir, los malvados y los injustos, ceden ante la fuerza irresistible del juicio del Señor (cf v 3).

Después de la teofanía del Señor del universo, este salmo describe dos tipos de reacción ante el gran Rey y su entrada en la historia. Por un lado, los idólatras y los ídolos caen por tierra, confundidos y derrotados; y, por otro, los fieles, reunidos en Sión para la celebración litúrgica en honor del Señor, cantan alegres un himno de alabanza. La escena de "los que adoran estatuas" (cf. vv. 7-9) es esencial:  los ídolos se postran ante el único Dios y sus seguidores se cubren de vergüenza. Los justos asisten jubilosos al juicio divino que elimina la mentira y la falsa religiosidad, fuentes de miseria moral y de esclavitud. Entonan una profesión de fe luminosa: "tú eres, Señor, altísimo sobre toda la tierra, encumbrado sobre todos los dioses" (v. 9). (…) El profeta Malaquías declaraba:  "Para vosotros, los que teméis mi nombre, brillará el sol de justicia" (Ml 3, 20). (…) El reino de Dios es fuente de paz y de serenidad, y destruye el imperio de las tinieblas. Una comunidad judía contemporánea de Jesús cantaba: "La impiedad retrocede ante la justicia, como las tinieblas retroceden ante la luz; la impiedad se disipará para siempre, y la justicia, como el sol, se manifestará principio de orden del mundo" (Libro de los misterios de Qumrân)”.

3. 2 P 1,16-19. La segunda lectura afirma que "habíamos sido testigos oculares de su grandeza (...). Esta voz del cielo la oímos nosotros, estando con él en la montaña sagrada". Ver, oír, contemplar... La autoridad apostólica sobre la condición divina de Jesús no se basa en “fábulas ingeniosas” (v 16), sino en los testigos oculares de la revelación de Jesús en el Tabor, y esta divinidad velada se manifestará en la segunda venida en plenitud. "Hemos contemplado su gloria" (Jn 1,14); "lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos: la Palabra de la Vida" (1Jn 1,1). Aunque hay cosas en la experiencia cristiana no es algo que se pueda ver o tocar: "Dichosos los que crean sin haber visto" (Jn 20,29). Esta segunda lectura termina recomendándonos "prestarle atención" a la palabra de los profetas. Afirmémonos, pues, en la Palabra ("la Palabra de la Vida"). El Hijo del hombre que viene entre las nubes del cielo y a quien se le da poder, honor y reino es el Hijo del hombre que han visto caminar y vivir y morir y resucitar y proclamar: "Mi reino no es de este mundo; mi reino no es de aquí" (Jn 18,36-37). Por esto también hay que procurar vivir de fer y no nos perdamos por los caminos arenosos de "invenciones fantásticas", de cuentos de hadas, o de "evidencias" materiales. La Transfiguración del Señor, san Salvador. Que el Padre nos conceda el don de descubrir y contemplar la claridad de su rostro glorioso y vivificante en el rostro humilde y tan humano del Hijo del hombre, del hombre de dolores. Que nos conceda el don de escuchar su palabra de vida y seguir su camino, incluso cubiertos por la oscuridad de la nube. "Contempladlo y quedaréis radiantes" (Sal 33, 6). Juan Pablo II consideraba la Trinidad en esta escena: “«recibió de Dios Padre honor y gloria, cuando la sublime gloria le dirigió esta voz: "Este es mi Hijo predilecto, en quien me complazco». Nosotros mismos escuchamos esta voz, venida del cielo, estando con él en el monte santo. Y así se nos hace más firme la palabra de los profetas, a la cual hacéis bien en prestar atención, como a lámpara que luce en lugar oscuro, hasta que despunte el día y se levante en vuestros corazones el lucero de la mañana" (2 P 1, 17-19). Visión y escucha, contemplación y obediencia son, por consiguiente, los caminos que nos llevan al monte santo en el que la Trinidad se revela en la gloria del Hijo. «La Transfiguración nos concede una visión anticipada de la gloriosa venida de Cristo "el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo" (Flp 3,21). Pero nos recuerda también que "es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios" (Hch 14,22)» (Catecismo, 556).

La liturgia de la Transfiguración, como sugiere la espiritualidad de la Iglesia de Oriente, presenta en los apóstoles Pedro, Santiago y Juan una «tríada» humana que contempla la Trinidad divina. Como los tres jóvenes del horno de fuego ardiente del libro de Daniel (cf Dn 3,51-90), la liturgia «bendice a Dios Padre creador, canta al Verbo que bajó en su ayuda y cambia el fuego en rocío, y exalta al Espíritu que da a todos la vida por los siglos» («Matutino de la fiesta de la Transfiguración»).

También nosotros oremos ahora al Cristo transfigurado con las palabras del «Canon de san Juan Damasceno»: «Me has seducido con el deseo de ti, oh Cristo, y me has transformado con tu divino amor. Quema mis pecados con el fuego inmaterial y dígnate colmarme de tu dulzura, para que, lleno de alegría, exalte tus manifestaciones»”.

En cuanto a su contenido, omite algunos detalles que aparecen en esa narración, va al fondo, o mejor, a uno de los puntos básicos de ella: manifestación de la gloria de Cristo, confirmación de la fe que ha de prestarse a El, sólo a El y no a ninguna de las doctrinas "nuevas" que amenazan al Evangelio.

Pasados los primeros entusiasmos, el desencanto hizo su aparición en las primitivas comunidades cristianas. Una de las fuentes de este desencanto fue el retraso de la parusía. En ambientes no cristianos, parusía era el término empleado para designar la visita de los dioses o del emperador. Pablo cristianizó el término refiriéndolo a la visita o venida gloriosa de Cristo.

Al retrasarse esta venida, empezó a correrse la voz de que tal venida era un cuento, una invención fraudulenta. A estas voces sale al paso la segunda carta de Pedro, exhortando a los creyentes a mantenerse firmes en la esperanza escatológica. Para garantizar la seguridad de la esperanza cristiana, el autor de la carta aduce dos tipos de pruebas: la transfiguración de Jesús (vs. 16-18) y el Antiguo Testamento (v. 19).

La venida gloriosa de Cristo no es un cuento o un mito. Lo sería si Cristo no poseyera una grandeza y una gloria. Nadie da lo que no tiene. Pero Cristo posee esas prerrogativas. Testigos de ello son los que estuvieron presentes en la "transfiguración" de Jesús (“Eucaristía 1978”).

La 2P tiene como intención el salir al paso de una serie de teorías religiosas que los "impíos" (2,1) van infiltrando en la comunidad. Quiere mantener la pureza de la fe en un tiempo de prueba. Para ello emplea numerosas construcciones y situaciones de apocalipsis. Con un lenguaje plástico el autor se identifica con Pedro el apóstol (probablemente la carta es posterior) y recuerda lo esencial de la fe. De ahí que, concretamente, quiere dejar en claro que la gloria de Jesús, su ser salvador, no se basa absolutamente en no sé qué genealogías interminables, tal como parece postular la gnosis cristiano-judía, sino en el poder y amor mismo de Dios. La historia de Jesús no es una historia mitológica sino salvífica.

Este momento culmen y especial de revelación del que habla el autor parece referirse al hecho de la transfiguración. Allí Jesús recibió el testimonio más fuerte de su filiación divina. Para la 2 Pe la filiación no es solamente una gracia, sino algo propio y lo más puro de la fe, lo más hondo de la revelación. Celebrando la gloria de Jesús, el creyente celebra su propia gloria.

La redacción revela una elaboración teológica posterior. La montaña es allí una montaña alta (Mt 17,1), aquí es la montaña, un lugar de revelación (cf Ex 19). El autor apela al hecho de la transfiguración para mostrar la filiación divina de Jesús. Fe primitiva y sencilla pero llena de fundamento. Celebrar la transfiguración es consolidar nuestra fe en Jesús. La confirmación que Jesús da a toda la Escritura anima al creyente para continuar creyendo en él como Hijo a pesar de la contradicción externa o interna. Así la predicación apostólica se convierte en verdadera antorcha que alumbra el camino del creyente. El cristiano se apoya en la debilidad del signo de la Palabra y desde ahí saca arrestos para vivir su fe. En esa debilidad encuentra fuerza. Un argumento más para apoyarse en la gloria de Jesús (“Eucaristía 1978”).

4. Mc 9,2-10 (paralelos: Mt 17,1-9; Lc 9,28b-36; cf comentarios en el Domingo II de Cuaresma de cada uno de los tres ciclos). Algunos elementos, como la nube y la voz celestial, la presencia de Moisés y de Elías, evocan la presencia en el Sinaí. Con esto se quiere afirmar que Jesús es el "nuevo Moisés", que en él llegan a su cumplimiento las esperanzas, la alianza y la ley. Otros elementos, como la transfiguración de su rostro, las vestiduras blancas, evocan al Hijo del Hombre del profeta Daniel, glorioso y vencedor, y parecen ser un anticipo de la resurrección: intentan revelarnos el significado escondido de la vida de Jesús, su destino personal. Jesús, el que camina hacia la cruz, es realmente el Señor. Jesús marcha hacia la cruz: es donde encontramos el cumplimiento de todas las esperanzas. Y es precisamente este camino mesiánico el que encierra un significado pascual. La transfiguración se convierte en la revelación no sólo de lo que será Jesús después de la cruz, sino lo que él es a lo largo del viaje hacia Jerusalén. Es ésta una clave que nos permite captar la verdadera naturaleza de Jesús detrás de lo que podríamos llamar su realidad fenoménica. Pero la transfiguración no tiene sólo un significado cristológico. En la intención de Marcos asume un papel importante también en la experiencia de fe del discípulo. Los discípulos han comprendido que Jesús es el Mesías y están ya convencidos de que su camino conduce a la cruz; pero no llegan a comprender que la cruz esconde la gloria. A este propósito tienen necesidad de una experiencia, aunque sea fugaz y provisional: tienen necesidad de que se descorra un poco el velo. Y éste es el significado de la transfiguración en la vida de fe del discípulo: es una verificación. Dios les concede a los discípulos, por un instante, contemplar la gloria del Hijo, anticipar la pascua. El velo que se descorre no revela únicamente la realidad de Jesús, sino también la realidad del discípulo que camina con él hacia la cruz y también hacia la resurrección, y está con él en posesión -por encima de la realidad fenoménica engañosa- de la presencia victoriosa de Dios. En otras palabras, podemos comparar a la transfiguración con lo que solemos llamar las "comprobaciones", esos momentos luminosos que encontramos a veces en el viaje de la fe, momentos gozosos dentro de la fatiga cristiana. No son momentos que se encuentran automáticamente y de cualquier manera; hay que saber descubrirlos. Y sobre todo no hay que olvidar que su presencia es fugaz y provisional. EL discípulo tiene que saber contentarse con ellos; esas experiencias tendrán que ser escasas y breves. A Pedro le habría gustado eternizar aquella visión clara e imprevista, aquella experiencia gloriosa. Se trata de un deseo que manifiesta una incomprensión de aquel suceso, que no es el comienzo de lo definitivo, que no es la meta, sino sólo una anticipación profética de la misma. El camino del discípulo sigue siendo todavía el camino de la cruz. Dios le ofrece una comprobación, una prenda, y es preciso aceptar esa prenda, sin exigencias de ningún género.

Finalmente, hay un aspecto sobre el que hay que reflexionar y que en cierto sentido parece constituir el punto central del texto: la orden de "escucharlo". Escuchar es lo que caracteriza al discípulo. Su ambición no es la de ser original, sino la de ser servidor de la verdad, en posición de escucha… Exige no solamente inteligencia para comprender, sino también coraje para decidirse. En efecto, la palabra que escuchamos es una palabra que nos compromete y que nos arranca de nosotros mismos (Bruno Maggioni).

Ya leímos este evangelio en el segundo domingo de Cuaresma. Los capítulos 8 y 9 de Mc constituyen una bisagra: Jesús pasa de Galilea a Jerusalén, de la aceptación al rechazo de su persona, de la proclamación del Reino al anuncio de su pasión. Entre la primera y la segunda predicación de la pasión, Marcos coloca la escena de la Transfiguración. Sus diferentes elementos como son el vocabulario, las imágenes empleadas y las referencias al Antiguo Testamento nos indican que el texto participa de las características de una epifanía apocalíptica. El rostro resplandeciente y la túnica blanca nos recuerdan la visión del Hijo del hombre que hemos leído en la primera lectura. En Cristo se nos revela el rostro divino de Dios, del mismo Dios que salva a Israel de Egipto por medio de Moisés (Ex 19), Elías de la muerte (1R 19) y el pueblo de los Santos de la persecución helenística (cf. Dn 7). Pero el relato se abre también a la actitud de los discípulos en su camino tras Jesús. "Éste es mi Hijo amado; escuchadlo" propone al discípulo la actitud receptiva de la escucha. Escucha que no sólo incluye la palabra, sino también la aceptación de la persona del nuevo Siervo de Yahvé (cf. Is 42,1, citado por Mc). Cristo, el auténtico Hijo del hombre, invita al creyente a descubrir la presencia divina en su predicación y en su obra. Jesús puede también transfigurar nuestra vida, puede ayudarnos a descubrir la presencia de Dios en nuestra historia, y a ser sus testigos ante un mundo secularizado (Jordi Latorre).

Como cada año, el evangelio de este domingo nos describe la transfiguración del Señor, y, como cada año, esta descripción está orientada a preparar nuestros espíritus para una comprensión más profunda del misterio pascual. El relato de Mc es más breve que el de los otros dos sinópticos, pero contiene como elemento propio (aparte del detalle del blanco de los vestidos que ningún batanero -¿por qué no traducir "ningún detergente puede imitar"?- la insistencia en el hecho de que los apóstoles no entendieron del todo qué querría decir aquello de resucitar de entre los muertos.

Fue un instante de éxtasis, que les hizo entrever la realidad gloriosa de Jesús, pero que aún no les mostró toda la profundidad de su misterio. Para llegar a entenderlo, de algún modo, fue necesario el contacto real con la vida, fue necesario que, a través de los sufrimientos y muerte de Jesús -y a través de sus propios sufrimientos y, más adelante, de su propia muerte-, comprendieran que hay que pasar por la muerte para llegar a la vida, médula de la realidad del misterio pascual. Tampoco nosotros entenderemos qué significa "resucitar" si nos quedamos sólo en el terreno de la fe contemplativa -y es muy posible que, en el nivel teórico, se nos presenten grandes dificultades para aceptar este misterio-. En cambio, si descendemos de la montaña de las ideas a la tierra firme de las realidades diarias, experimentaremos en carne viva lo que significa morir a nosotros mismos y vivir hacia Dios y hacia los hermanos; entenderemos qué es la resurrección (J. Llopis).

En la Transfiguración, Jesús muestra anticipadamente a los discípulos la gloria que merecerá por su pasión, en Él se cumplen las Escrituras de Moisés y Elías. Como hemos recordado, se completa aquí lo referente a la pasión que había anunciado poco antes a los discípulos, que aquí vemos reaccionando desconcertados con alegría y temor. Los representantes de la Ley y los Profetas se aparecen: “toda la Escritura divina forma un solo libro, y ese único libro es Cristo, ya que toda la Escritura divina habla de Cristo y toda ella se realiza en Cristo” (Hugo de San Víctor). Además, “si, como dice el apóstol Pablo, Cristo es el poder de Dios y la sabiduría de Dios, y el que no conoce las Escrituras no conoce el poder de dios ni su sabiduría, de ahí se sigue que ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo” (S. Jerónimo).

El episodio es también una descripción de la personalidad de Jesús: es Señor (v 4). Hijo de Dios, en quien Dios se complace (v 5; cf Is 42,1), a quien debemos escuchar (porque es el revelador de Dios): como decía san Juan de la Cruz, en la Biblia nos habla el Señor de una sola palabra, Cristo. Atanasio el Sinaíta escribe que «Él se había revestido con nuestra miserable túnica de piel, hoy se ha puesto el vestido divino, y la luz le ha envuelto como un manto». El mensaje que Jesús transfigurado nos trae son las palabras del Padre: «Éste es mi Hijo amado; escuchadle» (Mc 9,7). Escuchar significa hacer su voluntad, contemplar su persona, imitarlo, poner en práctica sus consejos, tomar nuestra cruz y seguirlo. Con el fin de evitar equívocos y malas interpretaciones, Jesús «les ordenó que no contaran a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre hubiera resucitado de entre los muertos» (Mc 9,9). Los tres apóstoles contemplan a Jesús transfigurado, signo de su divinidad, pero el Salvador no quiere que lo difundan hasta después de su resurrección, entonces se podrá comprender el alcance de este episodio. Cristo nos habla en el Evangelio y en nuestra oración; podemos repetir entonces las palabras de Pedro: «Maestro, ¡qué bien estamos aquí!» (Mc 9,5), sobre todo después de ir a comulgar. El prefacio de la misa de hoy nos ofrece un bello resumen de la Transfiguración de Jesús. Dice así: «Porque Cristo, Señor, habiendo anunciado su muerte a los discípulos, reveló su gloria en la montaña sagrada y, teniendo también la Ley y los profetas como testigos, les hizo comprender que la pasión es necesaria para llegar a la gloria de la resurrección». Una lección que los cristianos no debemos olvidar nunca (Joan Serra Fontanet).

Este pasaje, del cual se pueden sacar muchas conclusiones teológicas, nos muestra que, si bien es cierto que toda nuestra vida esta fundada en el encuentro profundo y personal con Jesús, producto de nuestra oración, no debemos olvidar que nos espera un mundo en el que hay que establecer el Reino. Los apóstoles, ante la visión gloriosa de Jesús, desearían pasar toda la vida con él. Ya se les había olvidado incluso sus amigos y compañeros a los cuales habían dejado al pie del monte. La vida debe balancearse entre la oración y la actividad. De la oración sacaremos la fuerza y la sabiduría para poder enfrentar al mundo y construirlo; del trabajo en el mundo regresaremos a la oración con los ojos pesados de sueño, pero con el corazón ardiendo en espera del encuentro con el Señor. Cuando estemos gozando de la intimidad de Dios, sea en nuestra oración cotidiana, después de la comunión, en un retiro, etc., tengamos siempre presente este regalo nos lo ha concedido Jesús, como lo hizo con sus apóstoles, para fortalecer nuestra fe y para enviarnos a compartir lo que en la oración hemos vivido y experimentado (Ernesto María Caro).

Comenta S. Agustín: “Ve esto Pedro y, juzgando de lo humano a lo humano, dice: Señor, bueno es estarnos aquí (Mt 17,4). Sufría el tedio de la turba, había encontrado la soledad de la montaña. Allí tenía a Cristo, pan del alma. ¿Para qué salir de aquel lugar hacia las fatigas y los dolores, teniendo los santos amores de Dios y, por tanto, las buenas costumbres? Quería que le fuera bien, por lo que añadió: Si quieres, hagamos tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías (ib.). Nada respondió a esto el Señor, pero Pedro recibió, no obstante, una respuesta, pues mientras decía esto, vino una nube refulgente y los cubrió. Él buscaba tres tiendas. La respuesta del cielo manifestó que para nosotros es una sola cosa lo que el sentido humano quería dividir. Cristo es la Palabra de Dios, Palabra de Dios en la ley, Palabra de Dios en los profetas. ¿Por qué quieres dividir, Pedro? Más te conviene unir. Busca tres, pero comprende también la unidad.

Al cubrirlos a todos la nube y hacer en cierto modo una sola tienda, sonó desde ella una voz que decía: Éste es mi Hijo amado (ib., 5). Allí estaba Moisés, allí estaba Elías. No se dijo: «Éstos son mis amados». Una cosa es, en efecto, el único, y otra los adoptados. Se recomienda a aquél de donde procedía la gloria a la ley y a los profetas. Éste es, dice, mi Hijo amado, en quien me he complacido; escuchadle (ib.), puesto que en los profetas fue a él a quien escuchasteis y lo mismo en la ley. Y ¿dónde no le oísteis a él? Oído esto, cayeron a tierra. Ya se nos manifiesta en la Iglesia el reino de Dios. En ella está el Señor, la ley y los profetas; pero el Señor como Señor; la ley en Moisés, la profecía en Elías, en condición de servidores, de ministros. Ellos, como vasos; él, como fuente. Moisés y los profetas hablaban y escribían, pero cuanto fluía de ellos, de él lo tomaban.

El Señor extendió su mano y levantó a los caídos. A continuación no vieron a nadie más que a Jesús solo (ib., 8). ¿Qué significa esto? Cuando se leía el Apóstol, oísteis que ahora vemos en un espejo, en misterio, pero entonces veremos cara a cara. Hasta las lenguas desaparecerán cuando llegue lo que ahora esperamos y creemos. En el caer a tierra simbolizaron la mortalidad, puesto que se dijo a la carne: Tierra eres y a la tierra volverás (Gn 3,19). Y cuando el Señor los levantó, indicaba la resurrección. Después de ésta, ¿para qué la ley, para qué la profecía? Por esto no aparecen ya ni Elías ni Moisés. Te queda sólo: En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios (Jn 1,1). Te queda el que Dios es todo en todo. Allí estará Moisés, pero no ya la ley. Veremos allí a Elías, pero no ya al profeta. La ley y los profetas dieron testimonio de Cristo, de que convenía que padeciese, resucitase al tercer día de entre los muertos y entrase en su gloria. Así se cumple lo que Dios prometió a los que lo aman: El que me ama será amado por mi Padre y yo también lo amaré. Y como si le preguntase: «Dado que le amas, ¿qué le vas a dar?». Y me mostraré a él (Jn 14,21). ¡Gran don y gran promesa! El premio que Dios te reserva no es algo suyo, sino él mismo. ¿Por qué no te basta, ¡oh avaro!, lo que Cristo prometió? Te crees rico, pero si no tienes a Dios ¿qué tienes? Otro puede ser pobre, pero si tiene a Dios, ¿qué no tiene?

Desciende, Pedro. Querías descansar en la montaña, pero desciende, predica la palabra, insta oportuna e importunamente, arguye, exhorta, increpa con toda longanimidad y doctrina. Trabaja, suda, sufre algunos tormentos para poseer en la caridad, por el candor y la belleza de las buenas obras, lo simbolizado en las blancas vestiduras del Señor. Cuando se lee al Apóstol, oímos que dice en elogio de la caridad: No busca lo propio (1 Cor 13,5). No busca lo propio, porque entrega lo que tiene. Y en otro lugar dijo algo, que si no lo entiendes bien, puede ser peligroso; siempre con referencia a la caridad, el Apóstol ordena a los miembros fieles de Cristo: Nadie busque lo suyo, sino lo ajeno (1 Cor 10,24). Oído esto, la avaricia, como buscando lo ajeno a modo de negocio, maquina fraudes para embaucar a alguien y conseguir, no lo propio, sino lo ajeno. Reprímase la avaricia y salga adelante la justicia.

Escuchemos y comprendamos. Se dijo a la caridad: Nadie busque lo propio, sino lo ajeno. Pero a ti, avaro, que ofreces resistencia y te amparas en este precepto para desear lo ajeno, hay que decirte: «Pierde lo tuyo». En la medida en que te conozco, quieres poseer lo tuyo y lo ajeno. Cometes fraudes para poseer lo ajeno; sufre un robo que te haga perder lo tuyo, tú que no quieres buscar lo tuyo, sino que quitas lo ajeno. Si haces esto, no obras bien. Oye, avaro; escucha. En otro lugar te expone el Apóstol con más claridad estas palabras: Nadie busque lo suyo, sino lo ajeno. Dice de sí mismo: Pues no busco mi utilidad, sino la de muchos, para que se salven (ib., 33). Pedro aún no entendía esto cuando deseaba vivir con Cristo en el monte. Esto, ¡oh Pedro!, te lo reservaba para después de su muerte. Ahora, no obstante, dice: «Desciende a trabajar a la tierra, a servir en la tierra, a ser despreciado, a ser crucificado en la tierra. Descendió la Vida para encontrar la muerte; bajó el Pan para sentir hambre; bajó el Camino para cansarse en el camino; descendió el Manantial para sentir sed, y ¿rehúsas trabajar tú? No busques tus cosas.-Ten caridad, predica la verdad; entonces llegarás a la eternidad, donde encontrarás seguridad»”.

Muéstrate, por fin, Señor. / No permanezcas por más tiempo / oculto a nuestros ojos. / No guardes silencio más días.

¿Hasta cuándo vamos a caminar entre tinieblas, / cansados, desorientados y abatidos? / Desata tu brazo, Señor, desata tu poder / y sal en defensa del pobre y oprimido. / Tiende tus brazos a los que vacilan, / hazte encontradizo a los que te buscan,  / sorprende a los que te huyen.

No permitas que se blasfeme tu nombre, / diciendo: es el azar, / es el inconsciente, / es la materia. / ¿Acaso el que ha hecho el oído... no oye? / ¿No ve el que se ha inventado los ojos?

Los pensamientos de todos los hombres / están en tu ordenador, / todas sus palabras están registradas.

Bienaventurado / el que se deja enseñar por tu palabra. / Dichosos los que no ven y creen. / Sin estar en la seguridad social, están seguros. / Sin necesidad de tranquilizantes, / dormirán tranquilos y vivirán en paz.

Porque tú, Señor, / eres nuestro Padre / y nos quieres.