San Marcos 12, 38-44:
Celebración con las mujeres cristianas en el día de su asociación. La pobreza va unida a la fe en la resurrección, que lleva a la entrega total de síAutor: Padre Llucià Pou Sabaté
Evangelio:
Lectura del primer libro de
los Reyes 17,10-16: En aquellos
días, el profeta Elías se puso en camino hacia Sarepta, y, al llegar a la puerta
de la ciudad, encontró allí una viuda que recogía leña. La llamó y le dijo: -Por
favor, tráeme un poco de agua en un jarro para que beba.
Mientras iba a buscarla, le gritó: -Por favor,
tráeme también en la mano un trozo de pan.
Respondió ella: -Te juro por el Señor, tu Dios, que no
tengo ni pan; me queda sólo un puñado de harina en el cántaro y un poco de
aceite en la alcuza. Ya ves que estaba recogiendo un poco de leña. Voy a hacer
un pan para mi y para mi hijo; nos lo comeremos y luego moriremos.
Respondió Elías: -No temas. Anda, prepáralo como
has dicho, pero primero hazme a mí un panecillo y tráemelo; para ti y para tu
hijo lo harás después.
Porque así dice el Señor, Dios de Israel: «La orza de
harina no se vaciará, la alcuza de aceite no se agotará, hasta el día en que el
Señor envíe la lluvia sobre la tierra».
Ella se fue, hizo lo que le había dicho Elías, y comieron
él, ella y su hijo. Ni la orza de harina se vació, ni la alcuza de aceite se
agotó, como lo había dicho el Señor por medio de Elías.. Palabra de Dios
Salmo 145:
Alaba, alma mía, al Señor.
- Que mantiene su fidelidad
perpetuamente, que hace justicia a los oprimidos, que da pan a los hambrientos.
El Señor liberta a los cautivos.
- El Señor abre los ojos al
ciego, el Señor endereza a los que ya se doblan, el Señor ama a los justos, el
Señor guarda a los peregrinos.
- Sustenta al huérfano y a
la viuda y trastorna el camino de los malvados. El Señor reina eternamente, tu
Dios, Sión, de edad en edad.
Carta a los Hebreos
9,24-28: Cristo ha entrado no en
un santuario construido por hombres -imagen del auténtico-, sino en el
mismo cielo, para ponerse ante Dios, intercediendo por nosotros. Tampoco se
ofrece a sí mismo muchas veces -como el sumo sacerdote, que entraba en el
santuario todos los años y ofrecía sangre ajena; si hubiese sido así, tendría
que haber padecido muchas veces, desde el principio del mundo-. De hecho, él se
ha manifestado una sola vez, al final de la historia, para destruir el pecado
con el sacrificio de sí mismo.
Por cuanto el destino de los hombres es morir una sola
vez. Y después de la muerte, el juicio.
De la misma manera, Cristo se ha ofrecido una sola vez
para quitar los pecados de todos.
La segunda vez aparecerá, sin ninguna relación al pecado,
a los que lo esperan, para salvarlos.
Evangelio según San Marcos
12,38-44: En aquel tiempo, entre
lo que enseñaba Jesús a la gente, dijo: -¡Cuidado con los escribas! Les encanta
pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en la plaza, buscan los
asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y
devoran los bienes de las viudas, con pretexto de largos rezos. Éstos recibirán
una sentencia más rigurosa. Estando Jesús sentado enfrente del arca de las
ofrendas, observaba a la gente que iba echando dinero: muchos ricos echaban en
cantidad; se acercó una viuda pobre y echó dos reales. Llamando a sus
discípulos, les dijo: -Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el arca
de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra,
pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir.
Comentario: Hoy es un día
en que las protagonistas son mujeres.
Seguramente la viuda evangélica no podría darnos una definición correcta de fe,
de consagración, ni tan siquiera de abnegación. Pero ella entendía vitalmente
que no sólo de pan vive el hombre, y dio todo su pan, el pequeño trozo que se
podía comprar con su insignificante dinero. No fue un gesto suicida de
desesperación. Como reza la oración de Foucauld, se puso sin medida en las manos
de Dios. La fe-confianza, la abnegación y la entrega que manifiesta nos hacen
preguntarnos ¿qué puede mover a un hombre a dar su vida a Dios? Patologías
aparte, solamente parece existir una respuesta: sentirse profundamente querido
por él. La viuda no podía dar gracias a Dios por los bienes materiales de que
disfrutaba, pero, a pesar de ello, algo en su interior le hacía sentirse querida
y deudora. Ella pertenece al grupo de gentes anónimas que guardan en ellas la
esencia de la humanidad y la irradian, aunque muchos las juzguen como personas
inútiles e innecesarias. Son, sin embargo, la energía del mundo. En ellas se
encarna Dios (“Eucaristía 1988”). Ayer me decía un amigo que fueron un día a
casa de sus suegros, de casualidad, a revisar unas cosas porque no viven ya
allí, y ahí en la escalera estaba sentada una monja africana arriba ante la
puerta del piso, esperando: “-¿qué hace usted ahí?” –“esperando a los señores,
que me recomendaron” –“pero si hace tiempo que no viven aquí…” –“vi abajo en el
portón la imagen del Sagrado Corazón de Jesús y pensé que mejor esperar, que
alguien vendría a ayudarme…”
-Dos viudas pobres dan
color a las lecturas. La una se fía de la palabra de Elías y le hace un
panecillo con el puñado de harina y el poco de aceite que le quedaba y recibe
una recompensa multiplicada. La otra echa "dos reales" y recibe el elogio del
Señor: "ha echado más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les
sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado lo que tenía para vivir".
-Estas dos mujeres son
modelo de creyentes. Son personas abiertas a Dios: confían en él. Poca cosa
tienen, pero no se aferran celosamente a lo poco que tienen. No dan los restos,
sino lo que necesitan para vivir. Dios no quiere que le demos lo que nos sobra
(y aún, a menudo de forma exhibicionista, como si demostráramos nuestra
generosidad y obtuviéramos mérito por ello). El "primer mandamiento" -que vale
para todos- es "amarás al Señor, tu Dios, con todo su corazón..." (domingo
pasado). De igual modo, el segundo es "amarás a tu prójimo como a ti mismo" (y
no "dales algo de lo que te sobra").
-Estas mujeres son dos
"pobres" en el sentido bíblico de los "anawim" (pobres de Yahvé), los que Jesús
proclamaba dichosos. No tienen demasiado de que presumir y sentirse orgullosos y
ponen en Dios su esperanza. Cualquiera lo reconoce enseguida: ésta es la
religión verdadera, "pura e intachable a los ojos de Dios Padre" (St 1,27; d.
22). ¡Qué contraste con aquellos ricos que echan mucho dinero para el Templo y
con los escribas que aparecen en el evangelio!
-Alguien, tal vez, diga que
son dos mujeres "alienadas". Y que el Templo (Dios, la religión) y los profetas
(claro...) devoran los bienes de los pobres, en lugar de ayudarlos a tomar
conciencia de su situación injusta de dependencia y opresión, y a luchar por su
liberación. ¡Cuidado! "El Señor hace justicia a los oprimidos, da pan a los
hambrientos, libera a los cautivos, guarda a los peregrinos, sustenta al
huérfano y a la viuda" (salmo responsorial). Y Jesús, que alaba el gesto de
aquella mujer, critica a los que "devoran los bienes de las viudas" y recuerda
que Elías "fue enviado" a socorrer a aquella viuda cuando "hubo una gran hambre
en todo el país" (Lc 4,25-26). No hay que confundir la "gimnasia" con la
"magnesia". Naturalmente la generosidad de la viuda del evangelio no autoriza
cualquier uso que hagan de sus "dos reales" -y de tantos otros- los responsables
del Templo, ni prácticas que hoy nos parecen fuera de lugar, como vestidos,
coronas o construcciones suntuosas (Josep M. Totosaus). Me ha llegado por
internet el CREDO DE LAS MUJERES:
- Creo en el Dios de las
mujeres de la Biblia, el Dios de Sara, Raquel, Agar, Judith y María.
- Creo en el Dios de
Carmen, Lucía, Juana, y de tantas otras que supieron ver su misión en la vida.
- Creo en el Dios que
escucha el grito de tantas mujeres: madres abandonadas, solas, con hijos
muertos; mujeres marginadas, incapaces de salir de su situación.
- Creo en el Dios creador
de la vida, que dio a las mujeres capacidad de generarla y sensibilidad para
cuidarla y defenderla.
- Creo en la capacidad de
la mujer de hacer un mundo más humano, con menos dolor, muerte y destrucción.
- Creo que mujer y varón,
creados en igual dignidad, asumiéndola juntos, serán los constructores de la
Nueva Sociedad.
- Creo en María, Mujer y
Madre llena del Espíritu Santo. Creo que por donde ella pasa, lleva la vida,
contagia esperanza y abre camino para su hijo Jesús.
- Creo en la vida eterna
sin discriminaciones, donde varones y mujeres de todas las razas y lugares
cantaremos la alegre canción de la Igualdad, de la Fraternidad y del Amor sin
fin. ¡Amén!
El que se pone a la
búsqueda de Dios y vende todo lo que posee, salvo el último dinero, es, sin
duda, un loco. Es precisamente con el último dinero con el que se compra a Dios.
Fue, pues la mujer e hizo
lo que Elías le había dicho; y comió Elías, ella y toda su casa. Desde aquel día
no faltó nunca harina en la orza ni se disminuyó el aceite de la alcuza; según
lo que había prometido el Señor por boca de Elías.
Sus discípulos son siempre
muy desconfiados, y su inquieta solicitud impide su acción pacificadora, y
obstaculiza la obra de su gracia. A todos nos ha definido con una sola palabra,
cuando nos echa en cara en el camino de Emaús el ser necios y tardos en creer y
el no atrevernos a confiar en su palabra. El desaliento anticipado, llamado
también desconfianza, nos es demasiado natural para no ser más que una necedad,
y son raros los corazones que nunca se han dejado sorprender más o menos por
este taimado enemigo. Incluso cuando se ha retirado, cuando la experiencia de la
bondad divina ha hecho retroceder la inundación de la pusilanimidad y el flujo
de la desconfianza, su desbordamiento deja en el alma como una capa de lodo
malsano, como un cieno viscoso, en donde se hunden y ensucian los buenos deseos,
en donde se paraliza no bien se ha formado todo impulso de franca cordialidad
para con Dios. ¿Cuál es, pues, esa falsa sabiduría que mantiene en nosotros el
antiguo error, y qué bendición divina le obligará a emigrar? -Vetus error
abiit.- Ese inveterado error al que se encuentra, como a los mendigos
andrajosos, sentado en el umbral de las almas, ese inveterado error de la
pusilanimidad y la desconfianza, que uno se ha acostumbrado ya a ver y acaba por
considerar como necesario, ¿de dónde viene, y con qué derecho se ha instalado a
nuestra vera? A veces nos sentimos descorazonados, siempre pusilánimes, porque
colocamos nuestra seguridad en un frágil y tambaleante sostén; porque
pretendemos cimentar la paz de nuestra alma y la garantía de nuestro valor en el
juicio natural que nos formamos de nuestra capacidad y méritos. Nos interrogamos
a nosotros mismos con ansiedad; queremos saber las reservas de que disponemos;
nos preocupamos de auscultarnos para conocernos mejor, de analizarnos para no
ser engañados por las apariencias; perdemos un tiempo infinito en calcular lo
que hubiéramos podido hacer antaño, lo que más o menos probablemente podremos
hacer en el futuro, y sobre todos estos cálculos y razonamientos pretendemos
fundar nuestra confianza. Sostenes precarios, apoyos caducos que hay que
apuntalar todos los días y que se derrumban al menor empuje.
No debemos fundar nuestra
confianza en la conciencia que tenemos de nuestros medios, sino en la
misericordiosa bondad del que nunca abandona a los que su Padre le ha encargado
haga vivir -quos dedisti mihi, non predidi ex eis qemquam: "ninguno he perdido
de los que tú me diste." Juan, 18, 9-. Nuestra certidumbre, nuestras seguridades
se basan en la fe, y lo que nos mantiene en paz con nosotros mismos es algo
invisible.
Cuando el profeta Elías, de
parte de Dios, bendijo en Sarepta el aceite de la pobre viuda, esa bendición
permaneció también invisible. En el fondo de una pequeña alcuza quedaban todavía
algunas gotas de aceite y al gesto del profeta, ni siquiera se llenó la alcuza.
Permaneció aparentemente como se encontraba. Pero esas gotas se renovaban a
medida de las necesidades, y estando siempre la alcuza a punto de terminarse,
contenía siempre bastante aceite para que con ella no faltase nada. Dios se
conduce del mismo modo con nuestras almas. Cada día nos da la medida de la
gracia que nos basta, sin permitir jamás que la sintamos colmarse, y esto para
siempre. La vulgar confianza que nos viene de la posesión consciente de grandes
tesoros acumulados, la fácil confianza del granjero que ha entrojado su cosecha,
la seguridad y tranquilidad de los propietarios no tienen nada que ver con el
espíritu de fe; y no obstante, todas nuestras ansias tienden a conseguirla.
Sentir que somos fuertes y ricos y poderosos; sentir al menos que los cofres
divinos en donde podemos sumergir las manos son inexhaustos, que están allí
abiertos ante nosotros y a nuestra disposición; sentir que no dependemos de
nada, y podernos dormir tranquilos, al abrigo de todos los riesgos y de todas
las miserias, nos parece que siempre es la mejor condición, la condición de los
que poseen. Y difícilmente nos avenimos a pasarnos sin testimonios de estima, no
tanto porque deseemos ser halagados, sino porque tenemos necesidad de ser
confortados; no tanto por vanidad como por flaqueza, no tanto por saber lo que
se piensa de nosotros como por saber lo que debemos pensar de nosotros mismos.
De esta mala costumbre quiere librarnos Dios. Quiere enseñarnos a poner en él
nuestra confianza, y a desprendernos del juicio que nos hacemos de nosotros
mismos. Lo que eres, eso eres, y no debes creerte que vales más de Io que eres
ante Dios. Y en cuanto se ha renunciado a buscar en sí certidumbres, desde que
se ha dejado el cuidado de apreciar lo que valen nuestras almas al que ha sido
establecido por juez de vivos y muertos, sentimos en nosotros una gran paz y un
inmenso alivio. Porque ciertamente es una carga pesada e inútil esa preocupación
que a tantos hombres abruma, sin que a nadie haya reportado el menor provecho:
el estar pensando en lo que uno vale o en lo que uno quiere. Nuestra confianza
debe irse formando a base de una incesante dependencia. Cada día nos dará Dios
la gota de aceite necesaria, en cada ocasión la medida de gracia suficiente, y
sintiéndonos perpetuamente sostenidos, sin ser nunca capaces de caminar solos,
sintiéndonos cada día alimentados sin cesar nunca de tener hambre, estaremos
unidos a Dios por nuestra misma pobreza. Esta privación indefinidamente
reparada, pero nunca suprimida, es la que renueva en nosotros la Redención,
haciéndonos comprender cuán necesario nos es Dios -"no se agotó el aceite de la
alcuza"-. Le conozco bastante para saber que mañana no se va a olvidar de mí,
como tampoco se ha olvidado hoy, y yo sé que su misericordia es inmutable. Por
eso cuando me regocijo, cuando, en medio de mi miseria sentida y visible, canto
y trabajo, sin ninguna preocupación, como las aves del cielo, mi confianza se
halla toda ella penetrada de adoración, y mi alegría es un homenaje al que nada
puede reemplazar -"sé de quién me he fiado". Desgraciadamente nuestra menguada
sabiduría comprende poco estas lecciones, y preocupados de agradar a Dios, no
sabemos que sin él o lejos de él, no podemos llegar a ser capaces de agradarle.
Deseosos de encontrarle no sabemos que con él es como debemos caminar hacia él,
y que él solo puede conducirnos a la cita que su amor nos ha dado. Queriendo
tener un valor ante sus ojos, olvidamos, nunca hemos sabido, que no tendremos
otro que el que quiera él mismo reconocernos, porque él nos lo habrá concedido;
y no estamos dispuestos sino difícilmente a gloriarnos, a regocijarnos de ser
simplemente redimidos. ¡Redimidos! En el origen de todo lo que somos, hay que
poner su gracia, y esta sola palabra hará desaparecer todas las desconfianzas
(P. Charles).
1. 1 R 17,10-16. Contexto:
Una serie de personajes se dejan sentir en este relato. Unos, de forma directa:
Elías y la viuda de Sarepta; otros, entre bastidores: Ajab, rey de Israel, y su
esposa Jezabel, fenicia. Importantes social o religiosamente son el rey, la
reina y Elías, y sin embargo el relato se centra de forma especial en la pobre
viuda, ¿por qué? Del rey Ajab y de su esposa nos habla 1 R. 16, 29-34. Por
influjo de Jezabel el rey "hizo lo que el Señor reprueba"; erige un altar a
Baal, dios de la fecundidad, de la tierra, en Samaría y le rinde culto. El
pueblo, temeroso, sigue a su soberano e invoca a los baales en sus necesidades.
El gran defensor de la fe en el Dios de Israel es el profeta Elías (su ciclo se
extiende de I Ry. 17 a II Ry. 2. El autor no pretende hacernos una biografía del
profeta). Para Elías sólo el Dios de Israel puede enviar la lluvia a su debido
tiempo; si el rey y el pueblo continúan en su actitud idolátrica, la lluvia no
caerá. Paradoja evidente: los dioses de la fecundidad son incapaces de enviar la
lluvia. El texto que leemos hoy sirve de prólogo al durísimo encuentro del
profeta con el rey y el pueblo (1 Re 18-21) a los que quiere encauzar y dirigir.
Sólo a Dios se le debe rendir culto y adoración, sólo en la obediencia a la
palabra profética será posible la continuidad de la verdadera historia del
pueblo. Los cap. 17 y 18 forman una unidad coherente: comienzo y final de una
gran sequía; y rellenando esta etapa de sequía el autor nos narra una serie de
milagros de Elías. Su fin es confirmar su palabra profética. Sarepta en una
pequeña población situada al sur de Sidón (Fenicia). De este territorio se han
importado los baales, pero el dominio de Dios también se extiende. Por
pertenecer la viuda al Señor de Israel, se dirige el profeta hacia aquel
territorio. La situación económica de la viuda y de su hijo es extrema: se
preparan para la última comida antes de esperar la muerte. Así la petición de
Elías nos suena a inoportuna y egoísta. ¿Quién puede creer en su palabra? El
profeta exige un acto de fe radical en su palabra: "la orza de harina no se
vaciará, la alcuza de aceite no se agotará..., y un acto de caridad extrema; dar
lo único que tienen. La reacción humana lógica sería el despedir a Elías con
cara destemplada. La fe de esta mujer y el don de lo poco que tienen obran el
milagro: la viuda y su hijo encontrarán el alimento diario a pesar de la gran
sequía. Elías es el profeta de Dios, y su palabra se cumple. Esta actitud
heroica será recordada por Jesús en Lc 4,24.
-Aplicaciones: También en
el Evangelio de hoy la actitud de una pobre mujer constituye el centro del
relato: es ensalzada porque da todo lo que tiene. La viuda de Sarepta también lo
da, y a un prójimo que es además extranjero.
-¿Cuál debe ser nuestra
actitud cristiana? La gran sequía del paro se extiende por Europa; en otros
continentes, se mueren de hambre; los extranjeros (emigrantes) nos piden un
pedazo de pan. ¿Cómo reaccionamos? ¿Dando las migajas que nos sobran? ¡No sé qué
nos dirán las dos pobres mujeres de dos relatos bíblicos! (A. Gil Modrego).
Ajab, rey de Israel
(875-854), se casó con Jezabel, hija de Ittobal, rey de Tiro y Sidón y sacerdote
de Astarté (1 Re 16,31). Y así vino a caer Israel bajo la influencia cultural y
religiosa de los fenicios. Ajab, a ruegos de su esposa, levantó un santuario en
Samaria dedicado al dios Baal. Y dice nuestro autor, refiriéndose a esta
infiltración del paganismo, que Ajab "hizo mal ante los ojos de Yavé mucho más
que todos los que fueron reyes antes que él" (17,30). Pero en aquéllos días,
cuando estaba en peligro no sólo la pureza de la fe de Israel, sino también su
identidad como pueblo, se alzó la voz de un gran profeta avivando la memoria de
la mejor tradición yavista. Es Elías, conocido como "el profeta de fuego y el de
la palabra ardiente" (Eclo 48,1). Elías anuncia una terrible sequía como castigo
por los pecados de Israel, y su palabra se cumple. Entonces Ajab, convencido de
que la maldición de Elías alejaba la lluvia de los campos, en vez de apartarse
de sus pecados, trata de liquidar al profeta. Pero Elías huye y se esconde en el
desierto. Después, cuando se secó el torrente del que bebía, marcha a tierras
fenicias y llega a la región de Sarepta o Sarfat, entre Tiro y Sidón. Libre ya
de la jurisdicción del rey Ajab, el fugitivo se atreve a tomar los primeros
contactos. Encuentra una viuda que recogía leña y le pide ayuda, le suplica que
entre en la ciudad y le traiga un jarro de agua y un trozo de pan. Sólo eso,
agua y pan. Pero eso era todo lo que tenía la viuda para ella y su hijo. ¿Qué
hacer? Elías hace una promesa en nombre de Dios, una promesa a cambio de lo que
le pide y de todo lo que tiene la viuda. La mujer acepta, hace la apuesta y
arriesga todo lo que tiene; cree en la palabra de Dios y recibe al profeta que
la anuncia. Dios premia la hospitalidad de esta pobre viuda y manifiesta que es
el único Dios que puede salvar precisamente en el país de donde había salido el
paganismo que imperaba en Israel. Siglos más tarde, Jesús recordará con amor el
gesto de esta mujer extranjera que fue preferida por Dios por encima de todas
las viudas de Israel (Lc 4, 25 s: “Eucaristía 1982”).
Durante la crisis del siglo
sexto a. C., la figura de Elías se presenta como la de un enviado de Dios para
amonestar al pueblo. En el capítulo 17, Elías aparece sin ser presentado. No se
siente seguro en su propia patria y ha de huir. Nadie de su pueblo le ayuda pero
una mujer pagana, viuda y pobre, comparte con él lo que le queda. El relato
intenta subrayar que Dios está presente en la historia humana. Dios puede salvar
en las ocasiones más difíciles por medio de instrumentos débiles y inadecuados.
Cuando Israel no responde, Yahvé acude a los paganos. Los relatos sobre Elías
quieren estimular la conciencia de los que viven en un momento de crisis. Tras
la figura del profeta se esconde Dios. Hay también otra intención: afirmar que
Dios actúa en la historia. El hombre de hoy ve el mundo desde una perspectiva
distinta. Ve en el mundo, de manera clara, no la huella de Dios, sino la
impronta del hombre. Los éxitos de la técnica le fascinan. Ante el fracaso no se
siente llamado a orar y pedir la ayuda de Dios, sino a redoblar su compromiso y
esfuerzo. La naturaleza, como ambiente en el que se siente la experiencia de
Dios, ha pasado a segundo plano. Hay que buscar nuevos caminos para descubrir a
Dios. Esta problemática teológica no es algo pasajero, sino fruto de la actitud
fundamental del pensamiento moderno. Hay que profundizar en la acción de Dios en
la historia. Se habla de ausencia de Dios. La fe de Israel se tomó en serio la
afirmación de la presencia de Dios en la historia. No explica nada desde lo
humano. Todo lo ve relacionado con Dios. Los antepasados fueron ingenuos al
interpretar los acontecimientos, pero fundamentalmente tenían ya la convicción
que aún hoy constituye la fe de los cristianos: Dios es el Señor de la historia.
Pero Dios permanece en el misterio y con frecuencia es difícil descubrir sus
huellas porque no está solo al hacer la historia. Hay otros factores: la
libertad del hombre y el poder del mal que esconden los rasgos de Dios, pero no
por eso deja de actuar en la historia (Pere Franquesa).
En la historia del libro de
los Reyes el reinado de Acab representa un paso adelante en la perversión de los
soberanos que acumulaban la indignación del Señor sobre el pueblo de Israel.
Aunque la realeza de Israel del Norte tenía su origen en la oposición al reinado
paganizante de Salomón, no tiene nada de sorprendente que, en un momento dado,
suba a Israel la dinastía de Omrí, más paganizante todavía que Salomón. A pesar
de cierta impopularidad, el reino de Salomón, organizado sobre modelos de
inspiración fenicia y egipcia, había sido políticamente esplendoroso. También el
reinado de la dinastía de Omrí, inspirado en modelos fenicios, fue políticamente
esplendoroso, pero en este caso la paganización llevada a cabo por la reina
fenicia Jezabel fue del todo activa y descarada. Los profetas de Yahvé fueron
las primeras víctimas: Jezabel necesitaba profetas cortesanos complacientes del
todo, y sólo podía encontrarlos entre los fieles de Baal. Los profetas de Yahvé,
en cambio incorruptibles le eran incómodos tanto por la fidelidad a su Dios como
por su respeto a los derechos del pueblo. Un culto espléndido a Baal y a Astarté
prestigiaban al Estado, aunque fuera acompañado de una vida y un gobierno sin
escrúpulos, y la superstición pagana esperaba de este culto la fertilidad de la
tierra y toda clase de prosperidades. Por esto Jezabel se propone exterminar los
profetas de Yahvé y crea un profetismo de Baal, a sueldo del Estado. Frente a
este poder, Elías se levanta él solo, humanamente indefenso, pero con toda la
fuerza de la palabra de Dios y de la fe. Los episodios de su vida, adornados por
la leyenda popular, están llenos de sentido. En lugar de la prosperidad que Baal
había de dar, el profeta hace caer sobre el país una sequía terrible. El rey lo
persigue pidiendo a los reyes vecinos su extradición. Elías, que en otra ocasión
se defenderá haciendo caer fuego del cielo (2 Re 1,9-14), ahora no tiene otra
defensa que esconderse y hacerse alimentar por los cuervos o por una viuda. Para
los narradores bíblicos está claro que en este duelo entre un profeta
desamparado y un rey poderoso triunfará el profeta, pero esto será después de
que hayan hecho con él todo lo que han querido. Así lo decía Jesús cuando veía
en los sufrimientos de Elías un anuncio de los de Juan Bautista y de sí mismo
(Mt 17,11-13). Esta es también la condición de los cristianos frente a los
poderes paganos de todos los tiempos (G. Camp).
Como lo había dicho el
señor. Este final de la 1ª lectura
de hoy viene a confirmar que verdaderamente se cumplió la Palabra de Dios en
aquella viuda que confió en él. Confió en Dios de tal manera que lo dio todo a
su huésped. La viuda del evangelio lo dio todo a Dios mismo (la ofrenda al
tesoro del templo era expresión de ofrenda a Dios): dándolo todo se ofrecía ella
misma, se ponía toda ella en manos de Dios.
- Una buena noticia: la
Palabra de Dios se cumple. Esta primera
lectura de hoy, por tanto, es una buena noticia de una manera muy directa: la
Palabra de Dios se cumple en aquellos que confían en él. "El Señor mantiene su
fidelidad perpetuamente" (salmo responsorial).
- Una interpelación a
nuestra "confianza". Y es al mismo
tiempo una interpelación a los creyentes, a los que confesamos que tenemos
confianza en el Señor. Interpelación por la misma actitud de las dos viudas;
interpelación, también, por el contraste en que Jesús pone el ejemplo de la
viuda: ";Cuidado con los escribas!... devoran los bienes de las viudas...";
contraste, también, con los "creyentes" ricos. ¿Confiamos en Dios o, más bien,
en el dinero, en el prestigio, en el poder de la imagen...? Y aún:
¿Verdaderamente nos lo creemos lo que leemos o escuchamos en la Sagrada
Escritura?
- Sólo confían los pobres.
Por eso quizá es muy acertada la colecta
de hoy: "Aparta de nosotros todos los males, para que bien dispuesto nuestro
cuerpo y nuestro espíritu (podríamos tener el lastre del dinero, del orgullo de
creernos superiores, del poder de cualquier clase), podamos libremente cumplir
tu voluntad", que se podría identificar con la pobreza en el espíritu de la
primera bienaventuranza. El otro día me decía un buen hombre que su padre le
aconsejó que se pegara a los ricos: “no te van a dar, pero al menos no te
pedirán…” consejo para no complicarse la vida, que no es buen consejo, le falta
formación: hay que complicarse la vida…
- Confiar es compartir.
Si existe la confianza, necesariamente
se traducirá en hechos. El que confía comparte, da lo que tiene, se da a sí
mismo.
JESÚS, MAESTRO, NOS ENSEÑA.
El Señor, con su buena pedagogía:
"Estando sentado enfrente del arca de las ofrendas, observaba a la gente que iba
echando dinero... llamó a sus discípulos, les dijo...", hoy nos enseña: "Esa
pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie". Debemos
preguntarnos: ¿es una buena noticia para nosotros esta enseñanza sobre los
pobres? ¿hacemos caso de ella? ¿cómo la concretamos en nuestra vida?
LA EUCARISTÍA, EXPRESIÓN DE
CONFIANZA EN JESÚS. La misa es la
mesa de los pobres, de los que confían plenamente en el Señor, en su don, en su
alimento, en su Palabra. Es la mesa de los pecadores, conscientes de serlo y,
por eso mismo, abiertos a la conversión (acto penitencial, signo de paz...).
Es la mesa de los que se ofrecen a Dios junto con
la ofrenda de Jesucristo: "Mira con bondad, Señor, los sacrificios que te
presentamos, para que, al celebrar la pasión de tu Hijo en este sacramento,
gocemos de sus frutos en nuestro corazón" (oración sobre las ofrendas); "que él
nos transforme en ofrenda permanente" (plegaria eucarística III).
- La confianza en Dios como motor de nuestra vida,
de nuestras relaciones, de nuestra caridad y solidaridad.
- Confianza en la Sagrada Escritura: debemos
leerla, escucharla, meditarla. Y buscar quién nos ayude a interpretarla cuando
sea necesario. Y hacer todo lo posible por conocerla más (catequesis, grupos,
cursillos...). -
¿Cómo concretamos, cada uno, nuestra ofrenda a Dios (nuestra caridad, nuestra
solidaridad, nuestro servicio)?
(Josep M. Romagu).
2. Salmo 145. Es un "himno"
del reino de Dios. A partir de aquí hasta el 150, tenemos una serie que se llama
el "último Hallel", porque cada uno de estos seis salmos comienza y termina por
"aleluia". En esta forma el salterio termina en una especie de ramillete de
alabanza. Recordemos que la palabra "hallélouia" significa, en hebreo "alabad a
Yahveh", "alabad a Dios". El salmista canta el amor de Dios en una especie de
carillón festivo, más sensible en hebreo por la repetición, nueve veces, de una
misma construcción gramatical que se llama el "participio hímnico": Dios -Que ha
creado los cielos -Que mantiene su fidelidad -Que hace justicia a los
oprimidos... -Que da el pan a los hambrientos...
Yahvéh -Que libera a los
prisioneros...
Yahvéh -Que abre los ojos a
los ciegos... -Que endereza a los encorvados...
Yahvéh -Que ama a los
justos...
Yahvéh -Que guarda a los
peregrinos... -Que protege al huérfano y a la viuda... Observad la especie de
letanía de desgraciados a los cuales ayuda Dios: los "oprimidos", los
"hambrientos", los "prisioneros", los "ciegos", los "abatidos", los
"extranjeros", las "viudas", los "huérfanos"... ¡Toda la desgracia del mundo que
conmueve a Dios! Observad la triple afirmación de pertenencia: "Mi Dios"... "Su
Dios"... "Tu Dios"... ¡Admirable familiaridad!
Jesús, lejos de contar en
los poderes mundanos, deliberadamente se pone de lado de los pobres, desde el
pesebre hasta la cruz, apoyándose únicamente en su Padre. Muchos milagros de
Jesús fueron el cumplimiento de esta palabra: la multiplicación de los panes
para los hambrientos, la devolución de la vista a los ciegos, la liberación de
los prisioneros del pecado... A la sala del festín mesiánico, los pobres, los
lisiados, los encorvados, los ciegos, son los primeros invitados. Igual que el
salmo, Jesús pronunció también "bienaventuranzas": "bienaventurado aquel cuyo
auxilio es Dios... Bienaventurado el que escucha la palabra de Dios..." Y a
estas Bienaventuranzas, corresponde una "maldición" igual que en el salmo: "deja
extraviar a los malvados"... "Ay de vosotros los ricos, porque habéis recibido
vuestro consuelo" (Lc 6,24). Jesús repitió a menudo, con este salmo, que la vida
materialista conduce a la nada. Recordemos lo del rico que quería ampliar sus
¡graneros! "No confiéis en los poderosos, ellos vuelven a la tierra, y ese día
sus proyectos se desploman". Es obvio que la liturgia relacione este salmo 145
con el Evangelio de San Marcos 12,38-44 por la alusión a la "viuda pobre" que
Jesús exalta... Y por la alusión a los escribas, los poderosos de la época, "que
devoran los bienes de la viudas", mientras Dios "¡sustenta a la viuda y al
huérfano!"
"Alaba al Señor, alma
mía... Aleluia... Quiero alabar al Señor toda mi vida". ¿Sabemos alabar?
¿Sabemos "dar gracias" por todas las maravillas del amor de Dios? "No confiéis
en los poderosos, incapaces de salvar..." Sí, como apoyarse en el hombre, "hijo
del polvo", hijo de Adán sacado del barro. Por alto que esté, por grande e
inteligente que sea, un día tiene que volver al polvo. No hay en esto ninguna
exageración... ¡Ningún pesimismo! Es simple y evidente ¡verdad! Sólo Dios puede
"salvarnos". "No hay salvación en ningún otro" (Hechos 4,12). Señor, concédenos
esta felicidad profunda. Haz que creamos que allí, y únicamente allí está la
felicidad estable, que nada, absolutamente nada, puede lastimar ni empañar.
"El hizo el cielo, la
tierra, el mar y cuanto en ellos hay..." De tiempo en tiempo, hay que cerrar los
ojos, y evocar este gran universo creado. Decid al menos, ¡que es fantástico y
bello! En una hermosa noche sin nubes, mirad las estrellas, imaginad las
galaxias. Pensad en la vida que bulle, en millares y millares de seres sobre la
tierra y en el fondo del mar.
"El, que guarda fidelidad
eternamente..." Seguidamente, luego de evocar el poder creador, el salmista pasa
sin previa advertencia, como la cosa más natural, a la "fidelidad amorosa y
eterna" de Dios. Podría uno imaginar lejano, este gran Dios del universo. Esto
hacen muchos filósofos. Pero escuchad: El se ocupa con predilección de los
pequeños, de los maltrechos, de los despreciados, de los desgraciados. Para
ellos reserva todas sus bendiciones: "hace justicia"..., "da...", "libera...",
"abre...", "levanta...", "desata...", "protege...", "sostiene...". Sólo los
orgullosos, los autosuficientes reciben una maldición: basta abandonarlos a su
propia suerte, "dejar que se extravíen"... Van hacia el polvo, ya que rechazan
el destino divino, eterno, que se les ofrece.
"Si Dios se interesa por
los desgraciados... ¿Tú qué? ¿Qué haces?... Proteger, guardar, curar, levantar,
sostener. Dios ha confiado al hombre sus propias tareas. Si el hombre es "este
humilde polvo inconsistente, tiene la admirable dignidad de poder imitar a Dios.
"Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto", decía Jesús. He ahí,
en las palabras de este salmo, todo el compromiso del cristiano por la
promoción, por el desarrollo, por el "servicio", personal y colectivo de la
sociedad. "El Señor reinará de generación en generación... ". ¡Venga tu reino,
hágase tu voluntad sobre la tierra, en los grupos humanos a los que pertenezco!
(Noel Quesson).
“El Señor puede
dejarnos desprovistos de apoyos humanos y proclamar, en virtud de su experiencia
decisiva después de la Pasión, que son verdaderamente dichosos quienes eligen
por protector a Dios, que hizo el cielo y la tierra, el mar y cuanto hay en él"
(P. Guichou). "Actualmente Cristo no reina de un modo perfecto en sus miembros
porque sus corazones están distraídos en pensamientos vanos... pero cuando este
cuerpo mortal se revista de inmortalidad (1 Cor 15,24), y abandone el mundo, se
desgajará de esas distracciones y, entonces, Cristo reinará de un modo perfecto
en sus Santos y Dios será todo en todos.
(1 Cor 15,28). La contemplación del Profeta le empuja a situarse, por así decir,
en el final de los tiempos. Entonces, viendo la fragilidad de todo lo que, por
ser terreno, resulta caduco, no piensa mas que en alabar a Dios. Este fin del
mundo vendrá presto para cada uno de nosotros: vendrá en el momento en el que
muramos y nos desliguemos de cuanto nos rodea. Enderecemos, pues, nuestros
afanes hacia lo que constituirá, al fin, nuestra ocupación perenne" (Casiodoro;
cf. Félix Arocena).
Felicidad de los que
esperan en Dios… Ya la tradición
litúrgica judía usó este himno como canto de alabanza por la mañana:
alcanza su culmen en la proclamación de la soberanía de Dios sobre la historia
humana. En efecto, al final del salmo se declara: "El Señor reina
eternamente" (v. 10).
De ello se sigue una verdad consoladora: no estamos
abandonados a nosotros mismos; las vicisitudes de nuestra vida no se hallan bajo
el dominio del caos o del hado; los acontecimientos no representan una mera
sucesión de actos sin sentido ni meta. A partir de esta convicción se desarrolla
una auténtica profesión de fe en Dios, celebrado con una especie de letanía, en
la que se proclaman sus atributos de amor y bondad (cf. vv. 6-9).
Dios es creador del
cielo y de la tierra; es custodio fiel del pacto que lo vincula a su pueblo. Él
es quien hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos y liberta a los
cautivos. Él es quien abre los ojos a los ciegos, quien endereza a los que ya se
doblan, quien ama a los justos, quien guarda a los peregrinos, quien sustenta al
huérfano y a la viuda. Él es quien trastorna el camino de los malvados y reina
soberano sobre todos los seres y de edad en edad.
Son doce afirmaciones teológicas que, con su
número perfecto, quieren expresar la plenitud y la perfección de la acción
divina. El Señor no es un soberano alejado de sus criaturas, sino que está
comprometido en su historia, como Aquel que propugna la justicia, actuando en
favor de los últimos, de las víctimas, de los oprimidos, de los infelices.
Así, el hombre se
encuentra ante una opción radical entre dos
posibilidades opuestas: por un lado, está la tentación de "confiar en los
poderosos" (cf v 3), adoptando sus criterios inspirados en la maldad, en el
egoísmo y en el orgullo. En realidad, se trata de un camino resbaladizo y
destinado al fracaso; es "un sendero tortuoso y una senda llena de revueltas"
(Pr 2, 15), que tiene como meta la desesperación.
En efecto, el salmista nos recuerda que el hombre
es un ser frágil y mortal, como dice el mismo vocablo 'adam, que en hebreo se
refiere a la tierra, a la materia, al polvo. El hombre -repite a menudo la
Biblia- es como un edificio que se resquebraja (cf Qo 12,1-7), como una telaraña
que el viento puede romper (cf Jb 8,14), como un hilo de hierba verde por la
mañana y seco por la tarde (cf Sal 89,5-6; 102,15-16). Cuando la muerte cae
sobre él, todos sus planes perecen y él vuelve a convertirse en polvo:
"Exhala el espíritu y vuelve al polvo; ese día perecen sus planes" (Sal 145,4).
Ahora bien, ante el
hombre se presenta otra posibilidad, la que pondera el salmista con una
bienaventuranza: "Bienaventurado aquel a quien auxilia el Dios de Jacob,
el que espera en el Señor su Dios" (v 5). Es el camino de la confianza en el
Dios eterno y fiel. El amén, que es el verbo hebreo de la fe, significa
precisamente estar fundado en la solidez inquebrantable del Señor, en su
eternidad, en su poder infinito. Pero sobre todo significa compartir sus
opciones, que la profesión de fe y alabanza, antes descrita, ha puesto de
relieve. Es
necesario vivir en la adhesión a la voluntad divina, dar pan a los hambrientos,
visitar a los presos, sostener y confortar a los enfermos, defender y acoger a
los extranjeros, dedicarse a los pobres y a los miserables. En la práctica, es
el mismo espíritu de las Bienaventuranzas; es optar por la propuesta de amor que
nos salva desde esta vida y que más tarde será objeto de nuestro examen en el
juicio final, con el que se concluirá la historia. Entonces seremos juzgados
sobre la decisión de servir a Cristo en el hambriento, en el sediento, en el
forastero, en el desnudo, en el enfermo y en el preso. "Cuanto hicisteis a uno
de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis" (Mt 25, 40):
esto es lo que dirá entonces el Señor.
Concluyamos nuestra
meditación del salmo 145 con una reflexión que nos ofrece la sucesiva tradición
cristiana. El gran
escritor del siglo III Orígenes, cuando llega al versículo 7 del salmo, que
dice: "El Señor da pan a los hambrientos y liberta a los cautivos",
descubre en él una referencia implícita a la Eucaristía: "Tenemos hambre
de Cristo, y él mismo nos dará el pan del cielo. "Danos hoy nuestro pan de cada
día". Los que hablan así, tienen hambre. Los que sienten necesidad de pan,
tienen hambre". Y esta hambre queda plenamente saciada por el Sacramento
eucarístico, en el que el hombre se alimenta con el Cuerpo y la Sangre de
Cristo.
3. Hb 9,24-28. Este párrafo
es el final de la sección absolutamente central de Hebreos (9,11-28) dedicada al
sacrificio de Cristo eficaz y definitivo. Una primera observación esencial: no
ha de entenderse este sacrificio en sentido expiatorio ni siquiera
principalmente cultual pese a toda la terminología. El sentido fundamental del
autor es presentar la muerte de Cristo como el momento de su total intercesión,
su "ordenación sacerdotal", que une para siempre a Dios con el hombre y al
hombre con Dios, eliminando los obstáculos que se oponen a esa unión. Este era
uno de los sentidos -quizá el principal- de los sacrificios antiguos por lo que
no resulta inadecuado hablar de la muerte de Cristo con esta categoría, con tal
de que se entienda bien. Todo ello lo lleva a cabo Cristo con su compromiso
personal. El cual evidentemente no es un favor ni realmente dirigido al Padre
como si éste tuviera algo en contra del hombre que el Señor Jesús hubiera de
mitigar o hacer perdonar. Es más bien con el propio hombre en su condición
pecadora presente para hacerle salir de ella. Es posibilitar al ser humano su
propia superación no por sí mismo, sino uniéndose con quien se ha hecho
solidario con él. El efecto de esta acción de Cristo es definitivo. Tendemos
quizás a poner tal número de condicionantes al paso de este efecto a nosotros
que realmente convertimos esa eficacia en algo meramente teórico. Es claro que
el efecto no es automático ni pasa a quien se cierra a él. Pero es preciso
pensar en su eficacia auténtica, en la real destrucción de lo negativo, el
pecado, que Cristo ha llevado a cabo con su muerte (y Resurrección). Queda la
reserva escatológica. Todo está aquí ya, pero no todavía. Por eso "aparecerá" (v
28). Pero ello no quita un ápice a lo que ya ha hecho por nosotros. Lo principal
es persuadirse de ello, abrirse a él, establecer comunión humana con él. Y así
participar de su modo de vida (F. Pastor).
Tres momentos muestran la
superioridad del santuario celestial en el que entra Jesús. No se trata de una
obra imperfecta hecha por manos humanas (cf 9, 11), no es una mera proyección o
reflejo, como en el tiempo de la alianza y, por último, en él está Jesús
directamente ante el rostro de Dios, inmediatamente en su presencia, no como en
el sancta sanctorum de la tienda de la alianza, en que, para el sumo sacerdote,
Dios estaba lejano e inasequible. Es importante la indicación de que Jesús
"ahora", es decir, en el tiempo entre su sacrificio en la cruz y la parusía,
"está ante Dios" y su estancia en el cielo significa una fuente de salvación.
Hay que llamar la atención sobre el término "alianza" (= "testamento" = "última
voluntad"). La alianza nueva es, además, "testamento nuevo", es decir, deseo de
Cristo de cumplir la voluntad del Padre; testamento que entró en vigor al
entregar su vida en sacrificio perfecto. Por último, el significado de la
"sangre": no hay sacrificio sin sangre, porque purifica a causa de la vida que
hay en ella. Esto era entre los judíos... Pero, ahora -y esto es lo importante-
la sangre que se ofrece libremente es la de Cristo = el ungido de Dios, no la de
unos animales, como entre aquéllos. Para lograr la purificación total, era
necesario un sacrificio más valioso que los antiguos (“Eucaristía 1988”).
En este capítulo 9 y en el
anterior se presenta el sacerdocio de Cristo como algo distinto y superior al
sacerdocio del Antiguo Testamento. El templo de Jerusalén, construido por los
hombres, no era más que una pálida imagen del verdadero templo o casa de Dios.
La distancia que va de la tierra al cielo, de la obra de los hombres a la obra
de Dios, no es mayor que la distancia que separa el sacerdocio de Cristo de
cualquier otro sacerdocio. Pues sólo Cristo penetra en el cielo y oficia delante
del mismo Dios.
Y si Dios recibe a Cristo
en su propia casa y Cristo intercede por nosotros, es claro que Dios no es ya
para los hombres inaccesible. Por Cristo, que es nuestro mediador, tenemos
abierto el acceso a la casa del Padre. Con todas estas imágenes tomadas del
culto y de la vida religiosa, el autor quiere decirnos que por medio de
Jesucristo Dios se reconcilia con los hombres y los hombres entran en un nuevo
tipo de relación con Dios. El Altísimo es ahora el Padre, nuestro Padre. Dios se
acerca a los hombres y los hombres son hijos de Dios por Jesucristo. El que se
ofrece a sí mismo no puede ofrecerse más que una sola vez, pues lo da todo de
una vez por todas. En cambio, el que ofrece "sangre ajena" no acaba nunca de
hacer sacrificios. Por otra parte, el que ofrece sangre ajena no compromete su
persona inmediatamente en el sacrificio y puede caer con facilidad en un
ritualismo vacío. Este fue el caso del sacerdote antiguo. Cristo se ofrece a sí
mismo, una sola vez y de verdad. Por eso el sacrificio de Cristo es más que
suficiente para acabar con el pecado y constituye el momento culminante de toda
la historia. Según esto, la misa no es una repetición del único sacrificio de
Cristo, sino más bien su actualización, su representación; es el mismo
sacrificio de Cristo hecho presente en la fe y para la fe de la Iglesia. De
manera que los cristianos tenemos ocasión de asociarnos al sacrificio de Cristo,
de comprometernos con él en su entrega a Dios por todos los hombres.
Dios ha establecido que el
hombre muera una sola vez. Esto da seriedad a nuestras vidas y nos carga de
responsabilidad. Esto hace que la vida y la historia sea irreversible y esté
preñada de esperanza y de riesgo, pues no hay más que un juicio y una sentencia
final definitiva. El que hace de su vida una entrega a Dios y a los hijos de
Dios, un sacrificio, no puede dar más de sí y no se le va a pedir más. Pero el
que no entrega su vida la pierde sin que pueda recuperarla. También Cristo murió
una sola vez, como todos los hombres. Pero Cristo cumplió de una vez por todas,
haciendo de su vida un único sacrificio válido para siempre. Y así alcanzó el
perdón para todos los hombres que creen en él. Creer en Jesucristo es vivir y
morir como Jesucristo y esperando su venida. Es aceptar el perdón de Dios y
perdonar a los hombres como nosotros hemos sido perdonados. Jesús no volverá
para comenzar de nuevo, esto es, para volver a morir y alcanzar otra vez el
perdón. Jesús volverá para salvar definitivamente a cuantos han creído en el
perdón que ya nos ha sido concedido (“Eucaristía 1982”).
Cristo, mediador de la
Nueva Alianza, es el medio eficaz para hacer que el hombre tenga acceso a Dios y
alcance la verdadera comunión con Dios. Para ello era necesaria la muerte de
Cristo ¿Por qué? Para entender la argumentación empleada por el autor de la
carta es necesario recordar o hacer saber que la palabra griega que nosotros
traducimos por alianza -la palabra diazeke- puede también significar "última
voluntad" o testamento. En nuestro texto debe ser entendida en este último
sentido, ya que el testamento sólo adquiere eficacia y entra en vigor después de
la muerte del testador. La nueva alianza entró en vigor después de la muerte de
Cristo. Cristo mediador de la nueva alianza. No sólo ni principalmente porque es
el intermediario entre las dos partes contratantes: entre Dios y el hombre, como
representante de los hombres ante Dios (su Pontífice) y de Dios ante los hombres
(su Enviado) sino sobre todo porque es el representante de Dios en la
determinación y manifestación de su voluntad -su testamento- para con el hombre.
Además, porque confirma y ratifica esta voluntad de Dios con su propia muerte.
Es el testador y el ejecutor del testamento en una misma pieza. El es también la
víctima sacrificial que era necesaria en toda alianza en orden a confirmarla.
Víctima sacrificial de la alianza, mediador y garante de la misma. Este es
precisamente el sacrificio de Cristo ofrecido de una vez para siempre. Tan
eficaz que no necesita repetirse. Porque por él hemos alcanzado el verdadero
perdón de los pecados. Por eso termina el texto: "Cristo se ha ofrecido una sola
vez para quitar los pecados de todos. La segunda vez aparecerá sin ninguna
relación al pecado, para salvar definitivamente a los que lo esperan". Cristo
aparecerá por segunda vez. Lo mismo que el sumo sacerdote judío aparecía ante el
pueblo después de haber realizado la expiación de los pecados de su pueblo en el
gran día de la expiación, así también Cristo volverá a aparecer ante su pueblo
-la parusía. Pero esta segunda aparición gloriosa ya no guarda relación alguna
con el pecado, vendrá a introducir a su pueblo en el gozo definitivo y eterno de
los bienes que su sacrificio nos proporciona. La nueva Alianza de la que Cristo
es mediador es una alianza eterna, no solo por interminable, sino porque
pertenece a la eternidad del santuario celestial, única realidad (8, 5). Según
este texto, la alianza primera no es sólo la del A. T., sino todo lo que
pertenece al tiempo, lo caduco y pasajero, lo que queda aún del hombre viejo en
cada cristiano. Tenemos que ir haciendo presente en nuestra vida la Alianza
eterna venciendo todo lo que haya de pecado y egoísmo en nuestro corazón y
dejando que Jesús, el más fuerte, venza y ate a Satanás, el tentador (Mc 3,
22-30).
El sacrificio único de
Cristo (Heb 9, 24-28) Este pasaje de hoy nos proporciona importantes
clarificaciones sobre el sacrificio de Cristo y sobre la celebración
eucarística. En primer lugar, se subraya la superioridad del sacrificio de
Cristo: nuestros santuarios están construidos por manos humanas, son copias del
verdadero santuario. En este es en el que Cristo entró, en el cielo mismo, para
mantenerse ahora ante Dios intercediendo por nosotros. Cristo es, pues, para
nosotros un perpetuo intercesor. Lo que le ha valido la entrada en ese santuario
celeste es la ofrenda de su sacrificio. Este es un sacrificio perfecto y único;
no tiene por qué ser repetido, ya que Cristo no ha ofrecido sangre ajena, sino
la propia; por eso no tiene que sufrir más veces su pasión. Ofreció su
sacrificio una vez por todas para destruir el pecado. Se ofreció muriendo una
sola vez por nuestros pecados, y le queda aparecer una segunda vez, no ya para
el pecado, sino para tomar consigo a todos los que le esperan. Esta ofrenda
única y de valor infinito del sacrificio de Cristo no significa que la
celebración eucarística no sea un verdadero sacrificio. La voluntad del propio
Cristo es que lo ofrezcamos "en memoria suya", cosa que no quiere decir "como un
recuerdo espiritual", sino actualizando el único sacrificio que él ofreció.
Nosotros actualizamos ahora aquel único sacrificio a fin de que la Iglesia y
cada uno de los bautizados puedan ofrecerlo con Cristo que intercede siempre por
nosotros. Aunque el sacrificio de la cruz es "renovado", eso no quiere
evidentemente decir que es re-comenzado por Cristo; su sacrificio ha sido
ofrecido una sola vez y una vez por todas; pero si es actualizado, según la
propia voluntad de Cristo, para que podamos tomar en él nuestra parte
activamente (Adrien Nocent).
Después de haber comparado
la entrada del gran sacerdote en el templo y la de Jesús, el autor vuelve al
tema del sacrificio de Jesús como sacrificio único, una vez por siempre,
realizado en un momento concreto de la historia, un momento que es ya "el final
de la historia", porque ha realizado ya el objetivo de toda la historia
salvadora: liberar a los hombres del pecado tomando sobre sí los pecados de
todos. Y este objetivo final tendrá un segundo momento, que culminará el camino
abierto con la cruz de Jesús: que todo el mundo participe totalmente de su vida
(Josep Lligadas).
4. Mc 12,38-44 (par:
Lc 21,1-4). Lo que nos sobra.
La escena es conmovedora. Una pobre viuda se acerca calladamente a uno de los
trece cepillos colocados en el recinto del templo, no lejos del patio de las
mujeres. Muchos ricos están depositando cantidades importantes. Casi
avergonzada, ella echa sus dos moneditas de cobre, las más pequeñas que circulan
en Jerusalén.
Su gesto no ha sido
observado por nadie. Pero, en frente de los cepillos, está Jesús viéndolo todo.
Conmovido, llama a sus discípulos. Quiere enseñarles algo que sólo se puede
aprender de la gente pobre y sencilla. De nadie más.
La viuda ha dado una
cantidad insignificante y miserable, como es ella misma. Su sacrificio no se
notará en ninguna parte; no transformará la historia. La economía del templo se
sostiene con la contribución de los ricos y poderosos. El gesto de esta mujer no
servirá prácticamente para nada.
Jesús lo ve de otra manera:
«Esta pobre viuda ha echado más que nadie». Su generosidad es más grande y
auténtica. «Los demás han echado lo que les sobra», pero esta mujer que pasa
necesidad, «ha echado todo lo que tiene para vivir».
Si es así, esta viuda vive,
probablemente, mendigando a la entrada del templo. No tiene marido. No posee
nada. Sólo un corazón grande y una confianza total en Dios. Si sabe dar todo lo
que tiene, es porque «pasa necesidad» y puede comprender las necesidades de
otros pobres a los que se ayuda desde el templo.
En las sociedades del
bienestar se nos está olvidando lo que es la «compasión». No sabemos lo que es
«padecer con» el que sufre. Cada uno se preocupa de sus cosas. Los demás quedan
fuera de nuestro horizonte. Cuando uno se ha instalado en su cómodo mundo de
bienestar, es difícil «sentir» el sufrimiento de los otros. Cada vez se
entienden menos los problemas de los demás.
Sin embargo, como
necesitamos alimentar dentro de nosotros la ilusión de que todavía somos humanos
y tenemos corazón, damos «lo que nos sobra». No es por solidaridad.
Sencillamente ya no lo necesitamos para seguir disfrutando de nuestro bienestar.
Sólo los pobres son capaces de hacer lo que la mayoría estamos olvidando: dar
algo más que las sobras (José Antonio Pagola).
La viuda ha dado de su
indigencia, en oposición a los ricos que dan de su poder y de sus privilegios.
En este aspecto contradice el proverbio según el cual nadie da lo que no tiene;
esta mujer, en cambio, solo posee lo que ha dado. ¿Se puede ver en ella una
imagen de Dios? Si Éste no nos hubiera dado más que de su abundancia, estaría
perfectamente representado por los donantes ricos y no por el óbolo de la viuda;
en este caso carecería de sentido la importancia que Jesús atribuye al gesto de
la mujer necesitada que ofrece parte de lo que ella necesita. ¿Y si Dios, a su
vez, diera también de lo que, por ser parte de El, necesita? ¿Si nosotros
renunciáramos a otra clase de dones para contentarnos solamente con sus actos
manifestados en Jesucristo? Tal vez comprenderíamos entonces que ser Dios es
servir y dar, no de lo que uno tiene, sino de lo que es. Jesús, pobre y al
servicio de todos, no es un paréntesis en la vida de Dios, sino la manifestación
de la propia condición de Dios; Jesús no es el turista rico, incluso desbordante
de simpatía, que viene a visitar las tierras subdesarrolladas de la humanidad;
es el servidor de todos, el esclavo por antonomasia, pues su modo de ser Dios es
la pobreza (Maertens-Frisque).
En este texto aparecen
letrados y fariseos, hombres de muchas leyes y largos rezos, como exploradores
sin escrúpulo de las pobres viudas. Haciendo ostentación de su saber y de su
piedad deslumbran a la gente sencilla, siendo las viudas indefensas y piadosas
las víctimas más frecuentes de estos estafadores. Por eso Jesús denuncia el
engaño y abre los ojos a los incautos. Acabada su enseñanza, el Maestro se
marcha al atrio de las mujeres, en una de cuyas salas, la "sala del tesoro",
había trece cepillos en donde se recogían las limosnas para el culto. Jesús
observa en silencio el comportamiento de la gente, ve que algunos ricos echan
grandes cantidades haciendo ostentación, Jesús no se deja impresionar. En
cambio, se conmueve al ver pasar a una pobre viuda que sólo echa dos reales
(exactamente dos "leprosos" que era la moneda más pequeña). Jesús llama a sus
discípulos y comenta elogiosamente la conducta de la pobre viuda. Pues ella ha
echado todo lo que tenía para vivir, mientras los otros han tirado en el cepillo
de lo que les sobra. Los que dan aquello que les sobra dan sólo dinero, incluso
hacen a veces negocio con sus limosnas. Pero, si uno da lo que le hace falta, da
su medio de vida, esto es, da la vida. El verdadero sacrificio agradable a Dios
no consiste en dar lo que tenemos, sino en dar nuestras propias vidas
(“Eucaristía 1982”).
La importancia de esta
perícopa está en la toma de posición de Jesús frente a los representantes de la
teología oficial de la sinagoga de Jerusalén. La parábola ataca la vanidad, la
ambición y la descarada explotación que los escribas hacen de los socialmente
débiles. Se hacen pagar las enseñanzas y oraciones. Marcos ofrece un cuadro a
base de los contrastes entre Jesús y los escribas y fariseos. A la actuación
interesada de los fariseos opone la actitud de la viuda que da todo lo que tiene
y demuestra su total confianza en Dios.
La ofrenda de la viuda es
el cumplimiento del primer mandamiento. La viuda deja a Dios la preocupación de
la vida. Hace una elección clara entre Dios y la riqueza. Esta opción es posible
porque confiar en Dios y amar a los hermanos es más importante que todas las
cuestiones de dinero. Es el criterio fundamental para la vida de los discípulos
de Jesús. Es llegar a vivir libre en el reino de Dios. La viuda no pide ni
espera ningún milagro, ni se contenta con recitar el primer mandamiento, sino
que lo vive y practica. No sólo está cerca del reino (Mc 12, 34), sino que está
dentro. Lo importante no es dar mucho o poco, sino darse a sí mismo. Jesús es el
que lo da todo y se da a sí mismo. Se ha entregado a sí mismo por los hombres
(Pere Franquesa).
En Jerusalén, los últimos
días de la vida de Jesús, las dos escenas que aquí leemos unidas, y que se
relacionan por la referencia a las viudas, tienen un cierto sentido como de
resúmenes de aspectos importantes de la enseñanza y de la misma actuación de
Jesús. La primera escena refleja la tensión que a menudo hubo entre Jesús y los
escribas, una tensión probablemente amplificada en las polémicas y a veces duros
enfrentamientos entre la primera comunidad cristiana y el judaísmo. Lo que Jesús
no soporta de la actuación de los escribas (que no debían ser todos: cf. domingo
pasado) es la exhibición de su conocimiento de la voluntad de Dios y de su
piedad: los ropajes y los asientos en las sinagogas son signos de esta
exhibición. Y aún soporta menos que de esto quieran sacar provecho y
preeminencia sobre la demás gente. Y finalmente, el extremo último de todo esto
es que algunos lleguen a aprovecharse de ello para actuar directamente en contra
de aquellos que Dios más ama, los pobres. La segunda escena viene a resumir lo
que Dios valora de las actuaciones humanas. Frente a los ricos que dan mucho,
Jesús valora lo que da la viuda pobre. Y valora sobre todo el hecho de que
aquella viuda "ha echado más que nadie", porque ha dado algo que era muy
importante para ella, a diferencia de los ricos que daban de lo que les sobraba.
Actuando de esta manera, y a semejanza de lo que hizo la viuda de la primera
lectura, aquella mujer ha mostrado confiar absolutamente en Dios y ponerse
totalmente en sus manos. Es lo mismo que Jesús hará en Getsemaní: aceptar la
voluntad de Dios, confiando absolutamente en él y poniéndose totalmente en sus
manos (Josep Lligadas).
Es más tener a Dios en el
alma que oro en el arca… Así comenta S.
Agustín: “Retened lo que poseéis, pero de forma que deis a los necesitados. Al
hombre que no había robado lo ajeno, pero que miraba por lo suyo con diligencia
inmoderada, nuestro Señor Jesucristo le dijo: Necio, esta noche se te quitará tu
alma. ¿Para quién será lo que acumulaste? (Lc 12,20). Pero luego añadió: Así es
todo el que atesora para sí y no es rico en Dios. ¿Quieres ser rico en Dios? Da
a Dios. Da no tanto en cantidad, como en buena voluntad. Pues no por dar poco,
de lo poco que posees, se considerará como poco cuanto dieres. Dios no valora la
cantidad sino la voluntad. Recordad, hermanos, aquella viuda. Oísteis decir a
Zaqueo: Doy la mitad de mis bienes a los pobres. Dio mucho de lo mucho que tenía
y compró la posesión del reino de los cielos a gran precio, según las
apariencias. Pero si se considera cuán gran cosa es, todo lo que dio es cosa sin
valor comparado con el reino de los cielos. Parece que dio mucho porque era muy
rico.
Contemplad aquella pobre
viuda que llevaba dos pequeñas monedas. Los presentes observaban lo mucho que
echaban los ricos en el cepillo del templo y contemplaban sus grandes
cantidades. Entró ella al templo y echó dos monedas. ¿Quién se preocupó ni
siquiera de echarle una mirada? Pero el Señor la miró, y de tal manera que sólo
la vio a ella y la recomendó a los que no la veían, es decir, les recomendó que
mirasen a la que ni siquiera veían. «Estáis viendo -les dijo- a esta viuda, -y
entonces se fijaron en ella-; ella echó mucho más en ofrenda a Dios que aquellos
ricos que ofrecieron mucho de lo mucho que poseían». Ellos ponían sus miradas en
las grandes ofertas de los ricos, alabándolos por ello. Aunque luego vieron a la
viuda, ¿cuándo vieron aquellas dos monedas? Ella echó más en ofrenda a Dios
-dijo el Señor- que aquellos ricos. Ellos echaron mucho de lo mucho que tenían;
ella echó todo lo que poseía. Mucho tenía, pues tenía a Dios en su corazón. Es
más tener a Dios en el alma que oro en el arca. ¿Quién echó más que la viuda que
no se reservó nada para sí?”
Nadie dio tanto como la que
no reservó nada para sí. “Ignoro,
hermanos, si puede encontrarse alguien a quien hayan aprovechado las riquezas.
Quizá se diga: «¿No fueron de provecho para quienes usaron bien de ellas,
alimentando a los hambrientos, vistiendo a los desnudos, hospedando a los
peregrinos, redimiendo a los cautivos?». Todo el que obra así, lo hace para que
no le perjudiquen. ¿Qué sucedería, si no poseyese esas riquezas con las que hace
misericordia, siendo tal que se hallase dispuesto a hacerla, si se hallase en
posesión de ellas? El Señor no se fija en si las riquezas son grandes, sino en
la piedad de la voluntad. ¿Acaso eran ricos los apóstoles? Abandonaron solamente
unas redes y una barquichuela, y siguieron al Señor. Mucho abandonó quien se
despojó de la esperanza del siglo, como aquella viuda que depositó dos monedas
en el cepillo del templo. Según el Señor, nadie dio más que ella.
A pesar de que muchos
ofrecieron mayor cantidad, ninguno, sin embargo, dio tanto como ella en ofrenda
a Dios, es decir, en el cepillo del templo (Lc 21,1-2). Muchos ricos echaban en
abundancia, y él los contemplaba (Mc 12,41), pero no porque echaban mucho. Esta
mujer entró con sólo dos monedillas. ¿Quién se dignó poner los ojos en ella?
Sólo aquel que al verla no miró si la mano estaba llena o no, sino al corazón.
La observó, pregonó su acción y al hacerlo proclamó que nadie había dado tanto
como ella. Nadie dio tanto como la que no reservó nada para sí. Das poco, porque
tienes poco; pero si tuvieras más, darías más. Pero ¿acaso por dar poco a causa
de tu pobreza, te encontrarás con menos, o recibirás menos porque diste menos?
Si se examinan las cosas
que se dan, unas son grandes, otras son pequeñas; unas abundantes, otras
escasas. Si, en cambio, se escudriñan los corazones de quienes dan, hallarás con
frecuencia en quienes dan mucho un corazón tacaño, y en quienes dan poco uno
generoso. Tú miras a lo mucho dado y no a cuánto se reservó para sí ese que
tanto dio, cuánto fue lo que en definitiva otorgó, o cuánto robó quien de ello
da algo a los pobres, como queriendo corromper con ello a Dios, el juez. Lo que
consigues con tu donación es que no te perjudiquen tus riquezas, no que te
aprovechen. Porque si fueres pobre y, desde tu pobreza, dieses, aunque fuera
poco, se te imputaría tanto como al rico que da en abundancia, o quizá más, como
a aquella mujer”.
Dos mujeres ocupan hoy las
lecturas del domingo. Dos mujeres que no tienen nada en común con las mujeres
que ocupan a diario páginas y páginas de los periódicos que devora la gente.
Normalmente, las mujeres que ocupan estos periódicos aparecen allí porque
pertenecen a eso que se ha dado en llamar -no sé con que fundamento- "alta
sociedad" y aparecen contándonos, por escrito y plásticamente, sus conquistas,
sus fiestas extravagantes, sus infidelidades, sus vaciedades sin cuento.
Aparecen luciendo sus joyas y su anatomía. Esos son sus títulos y por eso se les
paga para que, con una prosa en todo semejante a sus hazañas, nos cuenten "su
vida", una vida que, por otra parte, no comprendo a quién puede interesarle. Hoy
y aquí, las dos mujeres que aparecen en las páginas de la Escritura no son
jóvenes, ni guapas, ni dan con la medida anatómica exacta, ni han alcanzado un
título de "miss", ni dan el tono, ni se lo pasan bien, ni son brillantes
decididas y liberadas. Todo lo contrario. Una de ellas es una viuda que vive en
un pequeño pueblo situado al Sur de Sidón, Sarepta, y que, presumiendo que ha
llegado al fin de su existencia, se prepara para terminar sus escuálidas
provisiones y morir después, junto con su hijo. Si en cualquier momento y
cultura ser viuda es símbolo de soledad y vacío, en el momento histórico en el
que se nos presenta a la viuda de Sarepta, ser viuda debía ser... ¡como para
morirse! Quizá no se podía encontrar una persona menos persona que una viuda.
Pues bien, a ella fue Elías y con ella se hizo el milagro, un milagro arrancado
por la fe ciega y la generosidad sin límites de aquella mujer. Elías le pidió de
comer y ella le entregó, sin reservarse nada, todo lo que tenía, fiada en la
promesa de aquel hombre al que no conocía de nada, pero que le hablaba en nombre
de Dios. Y el Dios de Israel fue con ella un excelente despensero, que veló
cumplidamente para que la "orza de harina no se vaciase y la alcuza de aceite no
se agotase". Toda la fuerza de Dios aparece puesta al servicio de una mujer
pobre, débil, abandonada e ignorada. La otra mujer que protagoniza hoy las
lecturas es también pobre e insignificante. No sabemos ni siquiera su nombre.
También era viuda. También tenía, por consiguiente, una situación difícil.
Frente a ella están los ricos echando abundantemente en la bandeja del Templo y
pasando desapercibidos para la mirada del lince de Cristo. Pero, de repente,
entre las espléndidas limosnas, "dos reales", tintinearon con un sonido
especial. Era el don de la viuda, que, al echarlos en la bandeja del Templo en
el que creía y confiaba, se quedó sin nada. Y algo sonó en el corazón de Cristo,
que acusó el impacto y quiso en seguida que ese impacto que El había recibido lo
captasen los suyos, para que jamás olvidaran lo que, a los ojos de Dios, era
verdaderamente interesante. "Os aseguro -les dice a los discípulos- que esa
pobre viuda ha echado más que nadie... porque ha echado todo lo que tenía para
vivir." Dos mujeres que han llegado como una flecha hasta el corazón de Dios.
Dos mujeres que merecen, en la Escritura, los honores de una primera página a
todo color. Dos mujeres poco decorativas, posiblemente arrugadas, envejecidas,
agobiadas por tantos y tantos problemas como su vida difícil les deparaba. Dos
mujeres que han atravesado el tiempo para llegar hasta nosotros y golpearnos con
su ejemplo espléndido. No importa que no sepamos su nombre ni el color de sus
ojos. Lo verdaderamente interesante es que esas dos mujeres fueron, por un
momento, protagonistas de una historia vivida con Dios y cumplieron
perfectamente su papel en ella.
Son dos historias preciosas
y estimulantes, con una clara lección: para conseguir que el corazón de Dios se
sienta "tocado" no hace falta ser importante, ni saber mucho, ni ser "letrado",
ni impactar con el brillo de amplios ropajes, ni... nada de todo eso que llega
tan directamente a nuestro pobre y pequeño corazón. Para llegar al corazón de
Dios sólo hace falta dar cuanto se tiene, creer en sus promesas sin reservarse
nada, poner la vida "en la bandeja" y esperar confiadamente en el milagro de que
El hará que no se acabe nunca la esperanza, la ilusión, la inquietud, esa
especial harina y ese aceite sobrenatural que se necesita para caminar por la
vida cristiana, aunque, a veces, nos sintamos en ese camino tan angustiados y
solos como debieron sentirse en su momento estas dos viudas de la Escritura que
hoy contemplamos, al menos yo, con tanto cariño (Dabar 1982).
En su Ética a Nicómaco,
Aristóteles define el hombre pródigo como aquel que se arruina por su gusto, de
forma que la prodigalidad viene a ser una especie de destrucción de sí mismo,
dado que sólo se vive con lo que se tiene. Quien da todo lo que tiene corre el
riesgo de morir. La viuda del evangelio de este domingo es, según esta
definición, una viuda pródiga porque echó en el cepillo del templo todo lo que
tenía para vivir. San Marcos, jugando con las palabras, termina la narracción
utilizando una —bios— que tiene, en griego, dos significados: vida y medios de
subsistencia. Al decir que la pobre viuda echó toda su subsistencia, dice
también que dio toda su vida, porque de las dos monedas dependía, en verdad, su
vida entera. Con su limosna, la viuda convirtió su pobreza en auténtico
sacrificio e inmolación; como si hubiera derramado su vida en libación sobre el
altar o la hubiera quemado como incienso en la presencia de Dios; y todo sin ser
notada, como se hacen las cosas grandes: en secreto. Descubierta sólo por la
mirada de Cristo que, más allá de las apariencias, penetra en lo interior. Al
descubrirla con la mirada de Cristo, san Marcos la sitúa en contrapunto de los
escribas que se pavonean con sus llamativos ropajes, reclamo de reverencias y
adulación de la gente. La falsa justicia que Cristo fustigó en el sermón del
monte se dramatiza en estos personajillos, hambrientos de vanidad y codicia, que
recibirán la sentencia rigurosa de Dios por haber adulterado la oración y
extorsionado a las viudas. También éstos son pródigos, como aquel hijo de la
parábola que dilapidó todos sus bienes y se destruyó a sí mismo, porque sólo se
amó a sí mismo. Los escribas dilapidan todo para ganarse la admiración de los
hombres y ser tenidos por justos al margen de Dios. La viuda, por el contrario,
todo lo entrega, y conquista, sin ella saberlo, la alabanza del Señor. Con dos
monedas se perdió a sí misma y se ganó para Dios. Esta escena ocupa, en el
evangelio de Marcos, un lugar muy significativo. Es el colofón a todos los
dichos y hechos de Jesús. Viene a decir que, ante lo que Cristo dice y hace,
debemos evitar la actitud de los escribas —¡Cuidaos de los escribas!— con su
hueca piedad e hipocresía. Debemos más bien observar a la viuda para descubrir
en ella el verdadero fundamento de la religión: ser pródigos en darnos a Dios,
sin reservas, con lo que somos y tenemos. Sólo así Dios será lo único importante
de nuestra vida al que serviremos pródigamente con lo necesario para vivir y no
con lo superfluo (César Franco).
Para terminar, dos
escritos sobre las mujeres: (de la
hoja parroquial:
jesusjorgetorres@yahoo.es)
MUJER: PERMANECIENDO
ALTO, EN EL ÁRBOL DE MANZANAS.…
Las mujeres
somos como manzanas en los árboles... Las mejores están en la copa del árbol.
Los hombres no quieren alcanzar las mejores, porque tienen miedo de caer y
herirse... En cambio, toman las manzanas podridas que han caído a tierra y que
aunque no son tan buenas, son fáciles de alcanzar. Así que las manzanas que
están en la copa del árbol, piensan para si, que algo esta mal con ellas, cuando
en realidad: "Ellas son grandiosas". Simplemente tienen que ser pacientes y
esperar a que el hombre correcto llegue,…..aquel que sea lo suficientemente
valiente para trepar hasta la cima del árbol por ellas. No nos
caigamos para ser alcanzadas, quien nos necesite y quiera, hará TODO
para alcanzarnos.... Eres única en este mundo y como tal... mereces respeto y
recuerda... La mujer salió de la costilla del hombre, no de los pies para ser
pisoteada, ni de la cabeza para ser superior. Sino del lado para ser igual,
debajo del brazo para ser protegida, y al lado del corazón para ser amada...
Solo eso, ser amada...
Para prevenir la
violencia contra las mujeres: COMPROMISOS:
1.‑ Respetar las
diferentes formas que cada persona elige para expresar su identidad,
relacionarnos desde la igualdad y la equidad.
2.‑
Relacionarnos desde
3.‑ Expresar
pacíficamente nuestro desacuerdo cuando hay injusticias.
4.‑ Analizar los
prejuicios sexistas que condicionan mí sexualidad.
5.‑ Prepararnos
para ejercer la corresponsabilidad en el entorno familiar y social.
6.‑ Aceptar y
expresar mis sentimientos en el momento y la forma adecuada.
7.‑ Posicionarme
con claridad en situaciones de juego en las que se esté discriminando a las
niñas y a los niños por razón de su sexo.
8.‑ Defender la
igualdad de derechos en todas las personas.
9.‑ Elegir
relaciones amorosas basadas en el respeto y la libertad.
10.‑ Profundizar
en el análisis de género y en la filosofía que lo sustenta...
11.‑ Resolver
las situaciones de conflicto de manera dialogante y sin violencia.
12.‑ Actuar con
firmeza frente a situaciones que favorecen a personas excluidas aunque pueda
afectar a mi imagen ante el grupo.
13.‑ Descubrir los condicionantes internos y
externos que condicionan nuestras decisiones.