XXIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C.
Lc 15, 1-32: Un Dios que perdona
Autor: Padre Luis de Moya
Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org
Evangelio: Lc 15, 1-32
Se le acercaban todos los publicanos y pecadores para
oírle. Pero los fariseos y los escribas murmuraban diciendo:
—Éste recibe a los pecadores y come con ellos.
Entonces les propuso esta parábola:
—¿Quién de vosotros, si tiene cien ovejas y pierde una, no deja las noventa y
nueve en el campo y sale en busca de la que se perdió hasta encontrarla? Y,
cuando la encuentra, la pone sobre sus hombros gozoso, y, al llegar a casa,
reúne a los amigos y vecinos y les dice: «Alegraos conmigo, porque he encontrado
la oveja que se me perdió». Os digo que, del mismo modo, habrá en el cielo mayor
alegría por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no
tienen necesidad de conversión.
»¿O qué mujer, si tiene diez dracmas y pierde una, no enciende una luz y barre
la casa y busca cuidadosamente hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, reúne a
las amigas y vecinas y les dice: «Alegraos conmigo, porque he encontrado la
dracma que se me perdió». Así, os digo, hay alegría entre los ángeles de Dios
por un pecador que se arrepiente.
Dijo también:
—Un hombre tenía dos hijos. El más joven de ellos le dijo a su padre: «Padre,
dame la parte de la hacienda que me corresponde». Y les repartió los bienes. No
muchos días después, el hijo más joven lo recogió todo, se fue a un país lejano
y malgastó allí su fortuna viviendo lujuriosamente. Después de gastarlo todo,
hubo una gran hambre en aquella región y él empezó a pasar necesidad. Fue y se
puso a servir a un hombre de aquella región, el cual lo mandó a sus tierras a
guardar cerdos; le entraban ganas de saciarse con las algarrobas que comían los
cerdos, y nadie se las daba. Recapacitando, se dijo: «¡Cuántos jornaleros de mi
padre tienen pan abundante mientras yo aquí me muero de hambre! Me levantaré e
iré a mi padre y le diré: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no
soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros”». Y
levantándose se puso en camino hacia la casa de su padre.
»Cuando aún estaba lejos, le vio su padre y se compadeció. Y corriendo a su
encuentro, se le echó al cuello y le cubrió de besos. Comenzó a decirle el hijo:
«Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado
hijo tuyo». Pero el padre les dijo a sus siervos: «Pronto, sacad el mejor traje
y vestidle; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el
ternero cebado y matadlo, y vamos a celebrarlo con un banquete; porque este hijo
mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado». Y
se pusieron a celebrarlo.
»El hijo mayor estaba en el campo; al volver y acercarse a casa oyó la música y
los cantos y, llamando a uno de los siervos, le preguntó qué pasaba. Éste le
dijo: «Ha llegado tu hermano, y tu padre ha matado el ternero cebado por haberle
recobrado sano». Se indignó y no quería entrar, pero su padre salió a
convencerle. Él replicó a su padre: «Mira cuántos años hace que te sirvo sin
desobedecer ninguna orden tuya, y nunca me has dado ni un cabrito para
divertirme con mis amigos. Pero en cuanto ha venido ese hijo tuyo que devoró tu
fortuna con meretrices, has hecho matar para él el ternero cebado». Pero él
respondió: «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero había
que celebrarlo y alegrarse, porque ese hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a
la vida, estaba perdido y ha sido encontrado».
Un Dios que perdona
Es muy oportuno meditar esta página de san Lucas en todo tiempo. Jesús muestra,
no sólo a los escribas y fariseos que murmuraban de Él entonces, sino a la
humanidad de ahora y de siempre, qué significan los Mandamientos y cómo es el
corazón de Dios. De la mano del Santo Padre, Juan Pablo II, meditemos brevemente
esta parábola. Asistidos por el Espíritu Santo, concluiremos con el Papa, que
Dios es un Padre amantísimo de sus hijos los hombres y que nuestro único
verdadero mal es apartarnos de Él.
"El hombre, todo hombre –afirma Juan Pablo II en la Exhortación Apostólica
Reconciliación y Penitencia–, es este hijo pródigo: hechizado por la tentación
de separarse del Padre para vivir independientemente la propia existencia; caído
en la tentación; desilusionado por el vacío que, como espejismo, lo había
fascinado; solo, deshonrado, explotado mientras buscaba construirse un mundo
todo para sí; atormentado –incluso–, desde el fondo de la propia miseria, por el
deseo de volver a la casa del Padre. Como el padre de la parábola, Dios anhela
el regreso del hijo, lo abraza a su llegada y adereza la mesa para el banquete
del nuevo encuentro, con el que se festeja la reconciliación".
Sin embargo, parece que necesitamos reconvencernos una y otra vez de que nuestro
Creador y Señor es verdaderamente bueno y digno de toda confianza. Será preciso
comprender que si no lo vemos lleno de bondad es posiblemente porque vivimos
apegados a nuestras apetencncias, fijos los ojos en esos otros bienes que
tenemos o que deseamos, pero que ni son Dios ni a Dios conducen. Por el
contrario, "hechizados" –según dice gráficamente el Santo Padre– por unos
deleites pasajeros, nos desviamos del camino que ha dispuesto nuestro Padre Dios
para llegar a Él. Por eso, es muy conveniente que nos sintamos protagonistas de
la parábola evangélica encarnando la figura del hijo menor. Es preciso sentirnos
aludidos, reconocer que más de una vez nos importó poco el ambiente acogedor de
la vida cristiana –que por momentos se nos hacía odioso– y las costumbres de la
Iglesia: el hogar en la tierra de nuestro Padre del Cielo.
A veces, en efecto, nos sucede como al hijo menor de la parábola: soñamos con
ideales de vida que son ajenos al querer de Quien nos pensó, y nos dio la
existencia y todos nuestros talentos. Nos consta su bondad al vernos en el lugar
de privilegio que, según su voluntad, ocupamos en este mundo frente al resto de
la creación. Estamos convencidos también, como aquel hijo menor, de que nunca
nos faltará lo necesario para ser felices si somos fieles, porque vivimos con un
Padre muy bueno. Sin embargo, de cuando en cuando nos ciegan las pasiones y se
apodera de nosotros el orgullo: desconfiamos de Dios para hacer nuestro antojo
–comodidad, independencia, autonomía, prestigio, fama, riquezas, sensualidad,
honores, poder, orgullo, etc.–, que en ese momento preferimos a su voluntad.
Al poco tiempo –muchos años es también poco tiempo en la historia del mundo–
vamos a experimentar necesariamente el hastío. Sucede siempre –sólo nos puede
saciar Dios–, que cualquier otro ideal logrado, distinto de Él mismo, nos acaba
pareciendo pequeño. Y no es raro que la injusticia propia de las obras sin Dios,
se vuelva contra el injusto y acabemos pagando en propia carne las consecuencias
de nuestros desvaríos. Así sucede a los egoístas, que son tristes; a los que
mienten, que pierden credibilidad; a los orgullosos, que se quedan solos... Como
a aquel hijo menor, las consecuencias de los propios pecados nos harán sufrir.
Que la experiencia de la poquedad la personal, con la tristeza que le acompaña,
nos hagan recapacitar, como recapacitó aquel hijo, y que volvamos arrepentidos
cada vez que sea preciso al sacramento de la Penitencia. Nuestro Padre Dios nos
espera siempre y nuestra Madre se alegra lo indecible con nuestro regreso.