Memoria Obligatoria. San Francisco de Asís

Lc 10, 1-12: Desprendimiento de los bienes materiales

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org 

 

 

Evangelio:  Lc 10, 1-12

Después de esto designó el Señor a otros setenta y dos, y los envió de dos en dos delante de él a toda ciudad y lugar adonde él había de ir. Y les decía:
—La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, por tanto, al señor de la mies que envíe obreros a su mies. Id: mirad que yo os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa ni alforja ni sandalias, y no saludéis a nadie por el camino. En la casa en que entréis decid primero: "Paz a esta casa". Y si allí hubiera algún hijo de la paz, descansará sobre él vuestra paz; de lo contrario, retornará a vosotros. Permaneced en la misma casa comiendo y bebiendo de lo que tengan, porque el que trabaja merece su salario. No vayáis de casa en casa. Y en la ciudad donde entréis y os reciban, comed lo que os pongan; curad a los enfermos que haya en ella y decidles: "El Reino de Dios está cerca de vosotros". Pero en la ciudad donde entréis y no os acojan, salid a sus plazas y decid: "Hasta el polvo de vuestra ciudad que se nos ha pegado a los pies lo sacudimos contra vosotros; pero sabed esto: el Reino de Dios está cerca". Os digo que en aquel día Sodoma será tratada con menos rigor que aquella ciudad.


Desprendimiento de los bienes materiales

Conmemoramos hoy a san Francisco de Asís que, entre sus muchas virtudes, nos da ejemplo especialmente notorio de la virtud de la pobreza. Como es sabido, Francisco, de familia acomodada y con un futuro "prometedor", en el sentido humano y material de la palabra, quiso desprenderse de su hacienda y de los posibles proyectos de progreso mundano, para dedicarse a Dios y a la difusión del Evangelio. Esa opción suya, que podría parecer para los ojos de muchos un ideal poco interesante, resultó, en cambio, enormemente atractiva para cientos y miles que, siguiendo su ejemplo, y se han desprendido de los bienes terrenos para seguir más libremente a Dios, animando a todos a descubrir en Él el auténtico valor para los hombres.

Meditamos, pues, en la contingencia y fragilidad de los bienes terrenos y en el ejemplo de pobreza que nos ofrece este gran santo que hoy celebramos, a quien podemos encomendarnos para que el Señor nos conceda amar esta virtud –la pobreza–, que él calificaba de "señora" para significar su importancia. Las cosas, incluso las que se nos presentan con su atractivo más atrayente, no dejan en ningún caso de ser caducas; bienes que nos llenan –y sólo hasta cierto punto– hoy o durante una temporada; tal vez en algún caso, por "toda la vida", pero nada más. Y es que, para un hombre con fe, esto es muy poco, porque es muy poco "toda la vida". Sería, por tanto, un contrasentido incoherente proponerse, como objetivo de nuestra vida entera, la felicidad que puedan proporcionar las riquezas.

Por lo demás, cuando las riquezas se valoran en sí mismas, se conviertan en un poderoso obstáculo para la santidad, para la posesión de Dios, único objetivo que puede colmarnos en plenitud. Se hace necesario, por tanto, un efectivo desprendimiento de los bienes terrenos –que san Francisco practicó con heroísmo– y es condición para la Caridad: para el amor a Dios, en que consiste la santidad: Nadie puede servir a dos señores, porque o tendrá aversión al uno y amor al otro, o prestará su adhesión al primero y menospreciará al segundo: no podéis servir a Dios y a las riquezas. Así se expresaba Jesús, para dejarnos claro que la preocupación por los bienes materiales, en sí mismos, no es compatible con la salvación. Agradezcamos al Señor los medios materiales de que disponemos, fomentando incluso la ilusión de poder contar con más y mejores medios, pero que sean instrumentos para servirle mejor.

Recordemos lo que decía en otra ocasión: La sal es buena; pero si hasta la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? No es útil ni para la tierra ni para el estercolero; la tiran fuera. Quien tenga oídos para oír, que oiga. El dinero es bueno, podríamos decir: lo que poseo y aquello que me ilusiona lograr es bueno, pero si se desvirtúa porque lo amo en sí mismo y no para servir mejor a Dios, para la santidad, que es mi fin en la vida, entonces resulta inútil, más aún, nefasto, por cuanto se interpone como obstáculo entre Dios y nosotros. En cambio, si busco en Dios mis riquezas: esos tesoros a los que nos anima Jesús de diversos modos, entonces no sólo mantengo el "capital" sino que lo incremento asombrosamente: No amontonéis tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los corroen y donde los ladrones socavan y los roban. Amontonad en cambio tesoros en el Cielo, donde ni polilla ni herrumbre corroen, y donde los ladrones no socavan ni roban. Porque donde está tu tesoro allí estará tu corazón.

Conviene, por consiguiente, que nos preguntemos si tenemos la impresión de gastar para Dios, de invertir propiamente en el Cielo. San Francisco, dándonos un ejemplo heroico, abandonó todos sus bienes, cuando su familia y amigos esperaban que administrara con acierto su fortuna. Sólo él consideró que su mejor negocio sería "invertir" en la Vida Eterna propia y para la Vida Eterna de los demás. Es, en efecto, muy importante, por una parte, conocer el veradero valor de los bienes materiales: escaso en realidad en sí mismo, por grande que sea su atractivo; muy útiles, en cambio, como instrumentos imprescindibles para el servicio Dios, en nuestra condición de seres corpóreos. Por otra parte, es preciso tener claro en qué consiste ser rico de verdad: en la posesión de Dios, la Bienaventuranza externa. Dios no espera de todos, sin embargo, un abandono absoluto de las posesiones, ya que se necesitan de ordinario para desenvolverse de un modo normal en la sociedad. Nos pide, en cambio, que no pongamos nuestro corazón en las cosas, pues sabe Dios que nada distinto de Él puede darnos la felicidad.

Aprendamos de la mano de Nuestra Madre esta lección que Nuestro Padre Dios enseña a sus hijos pequeños, porque queremos hacernos y aprender como niños.