IV Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo C.  Lc 4, 21-30

La vida eterna 

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org 

 

 

Evangelio: Lc 4, 21-30

 

Y comenzó a decirles:
—Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír.
Todos daban testimonio en favor de él y se maravillaban de las palabras de gracia que procedían de su boca, y decían:
—¿No es éste el hijo de José?
Entonces les dijo:
—Sin duda me aplicaréis aquel proverbio: ""Médico, cúrate a ti mismo". Cuanto hemos oído que has hecho en Cafarnaún, hazlo también aquí en tu tierra".
Y añadió:
—En verdad os digo que ningún profeta es bien recibido en su tierra. Os digo de verdad que muchas viudas había en Israel en tiempos de Elías, cuando durante tres años y seis meses se cerró el cielo y hubo gran hambre por toda la tierra; y a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda en Sarepta de Sidón. Muchos leprosos había también en Israel en tiempo del profeta Eliseo, y ninguno de ellos fue curado, más que Naamán el Sirio.
Al oír estas cosas, todos en la sinagoga se llenaron de ira y se levantaron, le echaron fuera de la ciudad y lo llevaron hasta la cima del monte sobre el que estaba edificada su ciudad para despeñarle. Pero él, pasando por medio de ellos, se marchó.

 


La vida eterna


Este momento de la vida de Jesús que nos relata san Lucas es plenamente actual. En él observamos lo que sucede también hoy día y ha sucedido siempre: que por más que sepamos que Jesucristo merece un reconocimiento de fe, tendemos a rebajarlo a nuestra condición. Por una parte afirmamos: Jesucristo, Jesús de Nazaret, es Dios; y nos admiramos de la Iglesia, que permanece y se desarrolla más y más a lo largo de la historia, y promueve en todo el mundo una vida moral intachable, la que todos deberíamos vivir para que este mundo funcionara bien. Así pensaban también aquellos paisanos de Jesús, admirados, como dice san Lucas, de las palabras de gracia que procedían de su boca.

Pero, por otro lado, también como ellos –que esperaban un milagro–, le pedimos pruebas, mientras no dejamos de afirmar que es Dios, que somos cristianos y que creemos que su doctrina salva al mundo. Nos comportamos a veces como si el Señor tuviera que demostrarnos, más aún, con algún otro hecho extraordinario su divinidad. No terminamos de decidirnos por lo que creemos con seguridad que le agrada, sólo porque no es patente en cada caso. ¿Pero acaso es patente la fe?

"Señor, ¡auméntanos la fe!", le pedimos. "Que no queramos entretenernos –que es perder el tiempo– esperando más manifestaciones de tu grandeza, mientras podemos atender tus palabras y ponerlas por obra. Que sea tu palabra –Señor– un motor irresistible que impulse nuestra vida por los caminos que nos has trazado".

Con frecuencia nos dejamos mover los hombres por los estímulos que producen los resultados inmediatos y visibles. Quizá esperamos una eficacia a corto plazo y constatable, y casi nada más. Así se comportan de hecho bastantes en nuestro tiempo, olvidando que, si somos cristianos, como afirma san Pablo, es preciso buscar las cosas que son de arriba, no las de la tierra. Con este consejo, el Apóstol no hace sino animarnos a una vida de fe en la divinidad de Jesucristo que, en su momento supremo, declaró con rotundidad: mi Reino no es de este mundo. ¿Cuál es nuestro objetivo, concluir finalmente ese proyecto que nos ilusiona, vernos libres de cierto problema agobiante, sentirnos mejor: más cómodos, más seguros, disfrutar más? Pero Jesús nos invita de continuo a mirar hacia lo alto, por encima de esos afanes solamente nuestros. De mil modos recuerda que tenemos un lugar en el corazón de la Trinidad: mis delicias están con los hijos de los hombres, había declarado Dios por el libro de los Proverbios. ¿Permaneceremos indiferentes ante lo sobrenatural, metidos todavía sólo en nuestros afanes pequeños?

Los acontecimientos que sucedieron a las palabras de Jesús que hoy consideramos, pusieron de manifiesto su verdad. Realmente Cristo no triunfó a los ojos de los poderosos de su tiempo. No recogió, por así decir, el éxito de toda una vida en favor de los hombres. Fue sólo después de la Resurrección cuando su victoria se hizo patente, y tampoco entonces para la mayoría. Verdaderamente se trata del Reino de los Cielos. La Esperanza cristiana no es una esperanza actual, que sería siempre momentánea por mucho que durara ese momento. El hijo de Dios, que cada uno somos, mira a su Padre que vive y reina por los siglos de los siglos. Vivimos, pues, de una esperanza que se apoya en la fe y mira a la eternidad.

Todo lo que no es eternidad recuperada es tiempo perdido. Así se expresaba un autor moderno, significando que lo propio del ser humano no es vivir sólo para el momento presente, ni para un futuro más o menos próximo en el tiempo: el encuentro definitivo y para siempre de cada uno es con Dios. El hombre ha sido pensado y creado por Dios para una existencia al modo de la suya. De mil formas lo advirtió Jesús: Tanto amó Dios al mundo, afirmó, por ejemplo, que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Y por esa vida eterna le preguntaban los que querían alcanzar la perfección: Maestro bueno, ¿qué he de hacer para conseguir la vida eterna?, le dijo el joven rico.

También en estos tiempos, a despecho de los que niegan a Dios, la tierra está muy cerca del Cielo. Así es, como afirma san Josemaría. Dios y su eternidad feliz se encuentra permanentemente a nuestro alcance. Por eso, insiste:

Ponte en coloquio con Santa María, y confíale: ¡oh, Señora!, para vivir el ideal que Dios ha metido en mi corazón, necesito volar... muy alto, ¡muy alto!
No basta despegarte, con la ayuda divina, de las cosas de este mundo, sabiendo que son tierra. Más incluso: aunque el universo entero lo coloques en un montón bajo tus pies, para estar más cerca del Cielo..., ¡no basta!
Necesitas volar, sin apoyarte en nada de aquí, pendiente de la voz y del soplo del Espíritu. —Pero, me dices, ¡mis alas están manchadas!: barro de años, sucio, pegadizo...
Y te he insistido: acude a la Virgen. Señora –repíteselo–: ¡que apenas logro remontar el vuelo!, ¡que la tierra me atrae como un imán maldito! —Señora, Tú puedes hacer que mi alma se lance al vuelo definitivo y glorioso, que tiene su fin en el Corazón de Dios.
—Confía, que Ella te escucha.