XXIX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Lc 18, 1-8 : Contemplando la bondad de Dios

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org 

 

 

Evangelio:   Lc 18, 1-8

Les proponía una parábola sobre la necesidad de orar siempre y no desfallecer, diciendo:
—Había en una ciudad un juez que no temía a Dios ni respetaba a los hombres. También había en aquella ciudad una viuda, que acudía a él diciendo: «Hazme justicia ante mi adversario». Y durante mucho tiempo no quiso. Sin embargo, al final se dijo a sí mismo: «Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, como esta viuda está molestándome, le haré justicia, para que no siga viniendo a importunarme».
Concluyó el Señor:
—Prestad atención a lo que dice el juez injusto. ¿Acaso Dios no hará justicia a sus elegidos que claman a Él día y noche, y les hará esperar? Os aseguro que les hará justicia sin tardanza. Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?

Contemplando la bondad de Dios

Como tantas otras veces contemplamos al Señor, en esta ocasión guiados por san Lucas, adoctrinando a la gente. Les muestra Jesús al mismo Dios: que te conozca y que me conozca, le pedimos nosotros con san Agustín. Y nos ponemos en manos del Espíritu Santo, abandonados confiadamente, como hijos pequeños que somos de nuestra Madre del Cielo, mientras contemplamos en silencio a Jesús que nos habla.

Cualquiera puede entender que el Señor se dirigía a la gente aquel día como Maestro. Sería una de esas ocasiones que dieron pie al asombro de los judíos: nunca habló nadie así... Como otras veces, utiliza Jesús en su enseñanza una parábola, de modo que se grave más fácilmente la doctrina en sus oyentes, acostumbrados a aprender por este sistema, que era común en los maestros de la época.

Ese día quiso dejar claro, mediante un ejemplo sencillo, cómo es el talante de Dios con los hombres, sus elegidos, y qué equivocados discurrimos cuando no somos sencillos, cuando no ponemos en Él toda la confianza, cuando –en el fondo– lo equiparamos a nosotros, que somos tantas veces indiferentes, apáticos, cómodos, egoístas, como ajenos a las inquietudes y dificultades de los demás.

¿Qué derecho tenemos a pensar que Dios no es lo bastante bueno, lo bastante misericordioso, lo bastante Padre? Nos cuesta sentirnos en su presencia amorosa y fuerte –siempre a nuestro favor– y nos quedamos, en cambio, solos con nosotros mismos. Una fría y egoísta soledad, cargada de temor por el fracaso y la falta de recursos, pretendemos que sea en ocasiones el impulso de nuestros actos. Estimulados por el miedo, se nos antoja que los proyectos que nos aguardan: profesionales, familiares, sociales de muy diverso tipo... son, ante todo, problemas; problemas nuestros que debemos sacar adelante solos, a pura fuerza. Todos tenemos problemas y cada uno debe resolver los suyos, concluimos tal vez no pocas veces. Es la soledad inevitable –incluso rodeados de una multitud– de una vida sin un Padre Dios.

Una niña pequeñita iba hace años con sus padres en tren, viajando de noche. Era en uno de esos departamentos con varias literas. En el mismo departamento había otras tres personas. Sus padres habían salido un momento.
— "Mamá, ¿estás ahí?", pregunta la pequeña ya con la luz apagada: (silencio).
— "Mamá, ¿estás ahí?..." insiste: (silencio)...
— "Papá, ¿estás ahí?...": (silencio)...
— "Papá, (estremecida) ¿estás ahí?..."
— "¡NO!, (responde una voz ronca) ¡mamá no está aquí, papá no está aquí, pero yo sí estoy aquí tratando de dormirme!, ¡¡por lo tanto, cállate!!" (silencio más prolongado).
— "Oye, Mamá" –pregunta por fin la niña–, "¿era Dios?"

No tenemos capacidad para imaginarnos la maravilla de Dios, ni el amor que nos tiene. Debemos decir de su amor por nosotros lo que san Pablo del Cielo, que ni ojo vió, ni oído oyó, ni pasó a hombre por el pensamiento... lo que Dios nos tiene reservado. ¡Auméntanos, Señor, la esperanza! ¡Soñad y os quedaréis cortos!, aconsejaba san Josemaría. Y si se cumplen nuestros sueños respecto a la extensión de la labor apostólica y al propio progreso espiritual, es ante todo, porque es inmenso el cariño que Dios nos tiene; porque no nos regatea la Gracia que esperamos de Él. En esa ayuda divina se fundamenta nuestro sueño ilusionado.

¡Aparta, Señor, de mí –le suplicamos– ese resto de visión estrecha que todavía tengo al contemplarte! Quizá es que te contemplo poco. Voy, Señor, tan a lo mío, incluso cuanso quiero hacer las cosas por Ti, que no te doy tiempo a que me inundes con tu Gracia. Termino por llevar a cabo asuntos técnicamente acabados, pero tal vez sólo con la perfección propia de una cadena de montaje, sin alma, sin tu Gracia, sin tu ayuda; y sin la alegría y la paz del hijo pequeño que termina –claro– una pequeñez casi siempre, pero para su padre. Por eso se hace grande cualquier cosa del hijo.

¡Galopar, galopar!... –leemos en Camino– ¡Hacer, hacer!... Fiebre, locura de moverse... Maravillosos edificios materiales...
Espiritualmente: tablas de cajón, percalinas, cartones repintados... ¡galopar!, ¡hacer! —Y mucha gente corriendo: ir y venir.
Es que trabajan con vistas al momento de ahora: "están" siempre "en presente". —Tú... has de ver las cosas con ojos de eternidad, "teniendo en presente" el final y el pasado...
Quietud. —Paz. —Vida intensa dentro de ti. Sin galopar, sin la locura de cambiar de sitio, desde el lugar que en la vida te corresponde, como una poderosa máquina de electricidad espiritual, ¡a cuántos darás luz y energía!..., sin perder tu vigor y tu luz.

Eso le pedimos al Paráclito: Llena también de amor los corazones, como dice el himno litúrgico, de cuantos de un modo u otro dependen de mí. Es lo mejor que puedo desearles: ese optimismo sobrenatural tan propio de los santos. Como san Pablo, que habla de la libertad y la gloria de los hijos de Dios..., de alegrarse siempre en el Señor... Y aconsejaba: ora comáis, ora bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios.

María –¡cómo no!– es modelo perfecto de contemplación y optimismo, de fe y esperanza. Se siente contemplada por su Creador, amada; es por eso la bienaventurada entre todas las generaciones, y no hay criatura feliz como Ella.