III Domingo de Adviento, Ciclo A

Mt 11, 2-11: La exigencia en la santidad

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org 

 

 

Evangelio:  Mt 11, 2-11

 
Entretanto Juan, que en la cárcel había tenido noticia de las obras de Cristo, envió a preguntarle por mediación de sus discípulos:
—¿Eres tú el que va a venir, o esperamos a otro?
Y Jesús les respondió:
—Id y anunciadle a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el Evangelio. Y bienaventurado el que no se escandalice de mí.
Cuando ellos se fueron, Jesús se puso a hablar de Juan a la multitud:
—¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña sacudida por el viento? Entonces, ¿qué salisteis a ver? ¿A un hombre vestido con finos ropajes? Daos cuenta de que los que llevan finos ropajes se encuentran en los palacios reales. Entonces, ¿qué salisteis a ver? ¿A un profeta? Sí, os lo aseguro, y más que un profeta. Éste es de quien está escrito:
Mira que yo envío a mi mensajero delante de ti,
para que vaya preparándote el camino.
»En verdad os digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer nadie mayor que Juan el Bautista; pero el más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor que él.

Mt 11, 2-11

En el pasaje de san Mateo que hoy nos presenta la Liturgia de la Iglesia contemplamos un interesante momento de la vida del Señor en relación con Juan el Bautista. Por una parte, con su respuesta a los discípulos de Juan, les confirma, por las obras que de Él contemplaban, que ya no debían esperar a otro: se cumplía en su Persona lo anunciado por los profetas cuando se referían al Mesías prometido por Dios. Advierte Jesús, por otra parte, que el talante y la conducta del Precursor, por su heroísmo, lealtad y fortaleza, debían ser un ejemplo estimulante para siempre.

Una prueba de la mesianidad de Jesús de Nazaret consiste, en efecto, en el cumplimiento inequívoco en su persona de las profecías que, durante siglos, habían anunciado la llegada de un libertador enviado por Dios a los hombres. Aparte de las diversas circunstancias de lugar y de tiempo en que vendría el Mesías y que se cumplen en Jesús, se cumplen también en Él otros fenómenos –los milagros–, que siendo hechos sobrenaturales, por cuanto los simples hombres no tenemos capacidad para ellos, prueban el carácter asimismo sobrenatural de su Autor. La doctrina que se nos propone a los cristianos, al ser del mismo Jesús de Nazaret, es mucho más que una enseñanza válida que conformó la vida de los hombres en unas determinadas circunstancias de hace dos mil años. Las suyas son palabras definitivas para los hombres de todos los tiempos –el Cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán, nos dijo–, su doctrina debe reflejarse siempre en la vida de los hombres, cualesquiera que sean nuestras circunstancias

Pero el poder del Señor, demostrado con sus obras, es una garantía de la solidez de su doctrina y confirma la autoridad de sus palabras; que, junto al amor que nos demuestra con su entrega hasta la muerte, estimula la respuesta humana en su seguimiento. Aunque, si es cierto que nos anima a la confianza, nos propone también una vida exigente, como la de Juan Bautista. Una vida, que debe ser también hoy completamente opuesta a la blandura imperante y a lo simplemente fácil o agradable. Quienes hayan puesto su ideal en el confort no deben buscarlo en el cristianismo: el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza, dirá, refiriéndose a su caminar por este mundo y a la vida que promete a sus apóstoles.

De diversos modos y con frecuencia, a lo largo de su vida pública, insistirá Nuestro Señor en la necesidad de la virtud de la fortaleza. Por ejemplo, enseñando a la gente: que el Reino de los Cielos padece violencia, y los esforzados lo conquistan; que, si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame; pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará. Son palabras que el mismo Dios nos dirige, sin dejar de amarnos como Padre cariñoso, aunque sean palabras exigentes con las que previene la tendencia nuestra a la flojera y al egoísmo. Son, por eso, ocasión de que aseguremos nuestra conducta, leal a la enseñanza del Señor, con algunos propósitos que trataremos de cumplir con la ayuda que Él mismo nos ofrece.

No está de moda la virtud de la fortaleza. Lo ideal y deseable para muchos es que lo bueno cueste poco, aunque sea sólo relativamente bueno, aunque no sea tan bueno como podría ser con más esfuerzo. Pero necesita el mundo de hoy cristianos que quieran amar sin medida, sin calcular el gasto, la fatiga o el dolor que les supondrá ser leales a Dios hasta el heroísmo. Sin medida, con tal de aportar a los demás, incluso a costa de sí, el estímulo y el ejemplo necesarios para seguir esperanzados el ideal de Jesucristo. Como sigue a Cristo el Romano Pontífice: leal al Evangelio y, por eso, no pocas veces, enfrentado a los poderosos de este mundo. También nosotros podemos y debemos manifestar la misma lealtad, rogando a Dios con mucha frecuencia que proteja al Papa y lo fortalezca en su servicio a Dios y a los hombres. Nos dispondremos, así, a imitarle en esas contiendas cotidianas contra la comodidad, la sensualidad, el amor propio..., que necesariamente tendremos que librar para ser también leales a Jesucristo.

Santa María –Madre nuestra, auxilio de los cristianos, Esposa del Espíritu Santo, Madre de Dios– nos protege con su intercesión poderosa. No podemos prescindir de Ella en esta batalla que debemos mantener contra nuestra debilidad y frente a los que se oponen al reinado de Dios en el mundo. Como Virgen fiel, nos enseña que la fortaleza que vence al mundo está en la humildad de reconocer el señorío divino sobre toda criatura. El mismo reconocimiento que a Ella la conduce al gozo inapreciable de sentirse especialmente querida por Dios a pesar de su pequeñez.