Fiesta: La Sagrada Familia: Jesús, María y José

Mt 2, 13-15. 19-23: El valor de la docilidad a Dios

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org 

 

 

Evangelio: Mt 2, 13-15. 19-23

Cuando se marcharon, un ángel del Señor se le apareció en sueños a José y le dijo:
—Levántate, toma al niño y a su madre, huye a Egipto y quédate allí hasta que yo te diga, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo.
Él se levantó, tomó de noche al niño y a su madre y huyó a Egipto. Allí permaneció hasta la muerte de Herodes, para que se cumpliera lo que dijo el Señor por medio del Profeta:
De Egipto llamé a mi hijo.
Muerto Herodes, un ángel del Señor se le apareció en sueños a José en Egipto y le dijo:
—Levántate, toma al niño y a su madre y vete a la tierra de Israel; porque han muerto ya los que atentaban contra la vida del niño.
Se levantó, tomó al niño y a su madre y vino a la tierra de Israel. Pero al oír que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre Herodes, temió ir allá; y avisado en sueños marchó a la región de Galilea. Y se fue a vivir a una ciudad llamada Nazaret, para que se cumpliera lo dicho por medio de los Profetas: «Será llamado nazareno».


El valor de la docilidad a Dios

Queremos fijarnos hoy en José, el hombre que fue padre de Jesucristo, aunque no según la carne. A través de las palabras del Santo Evangelio, lo vemos servir a los planes de Dios con toda docilidad. Y sirve como persona inteligente, poniendo en ese quehacer su capacidad humana, con el deseo de llevar a cabo lo que se le pide en cada instante, de modo que no se interrumpa por él el proyecto divino. Se considera ante todo un servidor que debe hacer siempre lo posible para que las cosas de la vida discurran como Otro –el Señor del mundo– ha decidido; no según su criterio particular. Lo realmente importante para él es el cumplimiento de la divina Voluntad; y, por consiguiente, hacer de su parte cuanto sea posible por secundarla.

José no se considera una marioneta, caprichosamente movido por el querer de un extraño; se siente amado por Dios. Sin embargo, con sensatez humilde, pensando que no es el Señor del mundo, concluye que no le corresponde a él plasmar sus decisiones en el acontecer de la historia. Confiando, en cambio, en su Creador, que se le manifestaba omnipotente a través de ángeles, somete tranquilo su inteligencia y su voluntad a Dios. Acepta José el querer divino con paz gozosa, porque no se sentía forzado o abrumado ante una voluntad inapelable, a la que se sometía sin remedio. Los planes de Dios eran para José un ideal, con el que buscaba identificarse. Por la fe descubría la divina Voluntad en el acontecer cotidiano y decidía cumplirla, esperando siempre lo mejor, a impulsos de la caridad.

Más de una vez se ha tachado a los cristianos de ser gente sin personalidad, abolida ésta por la fe en Dios. Los que así piensan ven en Dios un enemigo; o, al menos, un extraño, indiferente a las ilusiones humanas. No es así, desde luego, Nuestro Padre Dios, el Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, según la expresión paulina. Para el esposo de María y para cada cristiano que sabe lo que ese nombre significa, las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad, son motivo de santo orgullo; de seguridad y paz humildemente vividas, aunque a veces tenga que ser frente a los que, temerariamente, han decidido guiarse de modo exclusivo por la inteligencia propia y nada quieren saber de si así agradan a Dios.

Pidamos al Señor cada uno, en nuestra oración personal, la valentía necesaria para ser sinceros: para reconocer comodidad y orgullo –liberación falsa en el fondo– tras esas tentaciones, que cualquiera podríamos sentir, de librarnos de Dios, Nuestro Padre, como guía de la propia conducta. Porque, si dóciles al Señor, vivimos más dignamente, aunque sea perdiendo comodidad y amor propio, será así como debemos comportarnos. Y pediremos entonces fortaleza a la hora del exámen de conciencia, para descubrir las faltas ocultas que Dios nos muestra cuando somos sinceros. Una secreta complicidad entre el orgullo y la pereza, suele ser la causa de la falta de lucha contra los defectos. En el fondo un afán cómodo y sin medida de libertad, al margen de Nuestro Dios y Señor.

Y pediremos también a Dios, Nuestro Padre, por intercesión de san José, constancia en esta vida a impulsos de la fe. Así imitaremos al Santo Patriarca, que ya en su juventud era tenido por hombre justo, según nos dice san Mateo; es decir, honrado y fiel a Dios en todo. Por eso atiende dócilmente a las indicaciones del Angel: acoge a María creyendo que ha concebido por obra del Espíritu Santo, pone el nombre de Jesús al Niño, según se le indica, marcha a Egipto..., y en regresa cuando se les dice. Más tarde, como padre del Hijo de Dios según la ley, le acompañará, al cumplir doce años, con Santa María a Jerusalén, en aquel viaje en el que Jesús se retrasa y manifiesta tener una misión encomendada por el Padre Eterno.

José, guiado por la fe, contribuía eficazmente a la misión de Jesucristo antes de que se manifestara al mundo. No destacó, sin embargo, ante la gente como padre del Maestro, autor de tantos prodigios. Por el contrario, su vida discurrió entre el trabajo ordinario, en una de tantas aldeas de Israel, inadvertido en su heroísmo por vivir, como Dios esperaba, su vida de esposo de la Virgen y padre de Jesús. Su fidelidad a Dios, desde que conoció por el angel la concepción virginal de su Esposa, se apoya en la fe, y nos ha quedado como nítido modelo para siempre.

Encomendémonos a la intercesión del Santo Patriarca, para que sepamos cada uno descubrir lo que va esperando Dios de nuestra vida cotidiana.