Fiesta del Bautismo del Señor
Mt 3, 13-17: Una visión más completa de la vida
Autor: Padre Luis de Moya
Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org
Evangelio: Mt 3, 13-17
Entonces vino
Jesús al Jordán desde Galilea, para ser bautizado por Juan. Pero éste se
resistía diciendo:
—Soy yo quien necesita ser bautizado por ti, ¿y vienes tú a mí?
Jesús le respondió:
—Déjame ahora, así es como debemos cumplir nosotros toda justicia.
Entonces Juan se lo permitió. Inmediatamente después de ser bautizado, Jesús
salió del agua; y entonces se le abrieron los cielos, y vio al Espíritu de Dios
que descendía en forma de paloma y venía sobre él. Y una voz desde los cielos
dijo:
—Éste es mi Hijo, el amado, en quien me he complacido.
Una visión más completa de la vida
Hoy nos ofrece la Liturgia de la Iglesia, en esta fiesta del Bautismo del Señor,
una escena muy sobrenatural y especial para nosotros, habituados tal vez a
contemplar la realidad de este mundo sólo con los ojos del cuerpo. Nos conviene
reconocer, una vez más, que no se agota la verdad con lo que logramos descubrir
con los sentidos. Por eso el Señor anima con mucha frecuencia a fomentar la
virtud de la fe, pues, todo un mundo sobrenatural nos aguarda, aunque no podamos
verlo ni alcanzarlo con las fuerzas de la naturaleza.
Necesitamos creer mediante la la fe. Se trata de una virtud: hábito, o
disposición permanente, infundida por Dios en el espíritu del hombre, que lleva
a la persona a aceptar las verdades reveladas por Dios, no tanto por la
evidencia con que se le muestran, sino por la autoridad del mismo Dios que
revela, que –de acuerdo con su perfección– no puede engañarse ni –de acuerdo con
su bondad– puede engañarnos.
Nuestro Dios, por propia iniciativa y de acuerdo con el misterioso designio de
su amor por el hombre, nos revela su intimidad trinitaria. El Padre, el Hijo y
el Espíritu Santo se hacen distintamente presentes en el Bautismo del Hijo
encarnado, cuya fiesta celebramos hoy. No nos basta, por consiguiente, reconocer
la existencia de un Dios único, autor de cuanto existe, causa primera y
perfección suma. Es preciso que reconozcamos también que es Padre, Hijo y
Espíritu Santo y remunerador de los que le aman. Por eso hoy deseamos tenerle
especialmente presente en sus Tres Personas, pues, cada una nos sugiere afectos
propios, siendo el mismo Dios.
Hace pocos años, cuando preparábamos el Gran Jubileo del 2000, fomentábamos
–fieles al deseo del Papa– un trato más afectuoso con Dios Padre, que nos llama
hijos en Jesucristo. Es su voz la que se escuchó aquel día, cuando Jesús fue
bautizado por Juan. El Padre siempre contempla al Hijo, nunca lo desampara
aunque alguna vez parezca olvidarlo. No queramos tampoco olvidarnos de Nuestro
Dios, aunque nuestros quehaceres quieran imponerse a veces con urgencia y de
modo inoportuno. Posiblemente será necesario un ejercicio tenaz por nuestra
parte para no perder esa presencia de Dios que, fomentando la virtud de la fe,
nos lleva a descubrir el fundamento de la dignidad humana: que somos hijos muy
queridos de Dios, hasta el extremo de que, según su misterioso designio, el Hijo
se ha hecho como uno de nosotros para salvarnos del pecado.
Consideremos también en este día, pues hemos conocido desde mucho tiempo atrás
la Redención, que –como Juan Bautista– podemos dar testimonio de la vida de
Cristo entre los hombres y de nuestra grandeza por el amor que Dios nos tiene.
Tenemos asimismo la posibilidad de anunciar a los demás que Dios quiso compartir
nuestra condición para que, participando nosotros de la suya, seamos sus hijos
por adopción. Que como verdaderos hijos que somos de Dios se complace en
nosotros y nos ofrece en todo momento la ocasión de recrearnos con su presencia,
soñando con el día en que, libres ya de lo gravoso de este mundo, gocemos para
siempre con Él en el Cielo.
Es bueno, en todo caso, vivir bien afianzados en el momento presente y, por
tanto, en la realidad terrena que ahora nos corresponde. Lo cual no nos impide
ejercitar la virtud de la fe, que, sin sacarnos de esta tierra –lugar de nuestra
santificación– nos permite saborear la vida para la que fuimos creados como
hombres: una vida escondida con Cristo en Dios, según la expresión del Apóstol.
No se trata, desde luego, solamente de soñar y de saborear antes de tiempo una
ilusión. Debemos ejercitarnos en obras que, cada jornada, nos aproximen al
Cielo; pero nos animará para ese ejercicio, que se nos hace costoso, contemplar
por la fe el Paraíso que Nuestro Señor nos tiene prometido. No se turbe vuestro
corazón. Creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas
moradas. De lo contrario, ¿os hubiera dicho que voy a prepararos un lugar?
Cuando me haya marchado y os haya preparado un lugar, de nuevo vendré y os
llevaré junto a mí, para que, donde yo estoy, estéis también vosotros: la verdad
de la divina promesa la garantiza el mismo Dios por Jesucristo; y los que le
siguen, empeñándose con confianza en el esfuerzo que les supone ese seguimiento,
viven con paz y alegría, comprobando que no es tanta su fatiga o su exigencia
que se les haga insufrible; por el contrario, encuentran para cada instante la
energía sobrenatural y humana, proporcionada a sus circunstancias, para actuar
según Dios espera.
Esa alegría y paz, fruto de avanzar según Dios hacia un destino feliz, además de
estimular de modo permanente al propio esfuerzo, supone un importante revulsivo
que contagia a otros, que se sienten también atraídos por el reflejo de Cristo
en la vida de los cristianos consecuentes. Así ha sucedido desde los tiempos
apostólicos, cuando el atractivo de la vida de los fieles al Señor y su alegría
destacaba y sorprendía a pesar de las persecuciones que injustamente padecían.
La vida más fácil –sin fe– de los paganos de entonces, como la de muchos hoy,
llena de atractivos sensibles, decaía paulatinamente hasta ser superada por
otras culturas más violentas. Pero el cristianismo se ha mantenido, aunque haya
sido, no pocas veces, con abundante dolor por parte de los cristianos. Se ha
cumplido así la promesa de Jesucristo de que su Iglesia no sería aniquilada y
que Él acompañaría siempre a los suyos. Y su Reino no tendrá fin, rezamos en el
Credo.
Nos sentimos asimismo seguros acompañados por su Madre, habiendo querido desde
su Cruz que fuese también Madre de nuestra.