V Domingo de Pascua, Ciclo A
Jn 14, 1-12: Nuestra vida en Cristo

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org 

 

 

Evangelio: Jn 14, 1-12:

 

No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas. De lo contrario, ¿os hubiera dicho que voy a prepararos un lugar? Cuando me haya marchado y os haya preparado un lugar, de nuevo vendré y os llevaré junto a mí, para que, donde yo estoy, estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino.
Tomás le dijo:
--Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podremos saber el camino?
--Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida -le respondió Jesús-; nadie va al Padre si no es a través de mí. Si me habéis conocido a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora le conocéis y le habéis visto.
Felipe le dijo:
--Señor, muéstranos al Padre y nos basta.
--Felipe -le contestó Jesús-, ¿tanto tiempo como llevo con vosotros y no me has conocido? El que me ha visto a mí ha visto al Padre; ¿cómo dices tú: "Muéstranos al Padre"? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Las palabras que yo os digo no las hablo por mí mismo. El Padre, que está en mí, realiza sus obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí; y si no, creed por las obras mismas. En verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y las hará mayores que éstas porque yo voy al Padre.


Nuestra vida en Cristo

Nos presenta la Iglesia en este domingo quinto de Pascua un pasaje evangélico muy propio del tiempo litúrgico que celebramos, por cuanto nos hace considerar la vida en Cristo a la que somos llamados. Esa concisa expresión del Señor: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida, lo confirma. Asegura Jesucristo que para nosotros, los hombres, Él es Camino único de nuestra existencia, Verdad inequívoca para todo criterio y Vida plena de felicidad consumada.

Por sorprendente que nos parezca, Nuestro Dios nos otorga vivir su misma Vida, no ya imitar humanamente el comportamiento de Jesús de Nazaret, llevando así una conducta intachable desde el punto de vista terreno, sino mucho más. Podemos afirmar, incluso, que esta declaración de Jesucristo condensa todo su Evangelio: siendo hombres, Dios nos ha destinado a su Vida. Y esta vida divina en el hombre puede ser ya una realidad en cada uno, si vivimos vida sacramental por la Gracia.

Que Cristo es la Verdad podemos entenderlo de diversos modos. Entre ellos consideramos ahora que el Señor nos muestra nuestra verdad; es decir, cual es en verdad nuestra condición, lo que Dios ha establecido en el hombre por la creación y la posterior elevación por Cristo al orden sobrenatural: nuestra condición de hijos de Dios.

Jesucristo es el Camino puesto que a través de Él y sólo por Él alcanzamos la salvación. No solamente con su ayuda. No sólo imitando su conducta. Es preciso, de hecho, desarrollar personalmente en nosotos la misma vida de Cristo, con sus afanes y objetivos, con una oración y un sacrificio según nos quiso dar ejemplo, siendo otros cristos, según la expresión paulina.

La Redención, que celebramos de modo especial en Pascua, supone para el hombre, siendo criatura, la posibilidad de vivir la vida misma de su Creador. Así queda expresado, entre otras, por las palabras del Señor: Soy la Vida, Soy el Camino. El Señor es Vida y Camino nuestro y además nuestra Verdad. Muestra en su ser, en efecto, la realidad a la que somos llamados, nuestro destino por creación, lo que Dios espera: os llevaré junto a mí, para que, donde yo estoy, estéis también vosotros, declaró a los Apóstoles. El Señor mismo manifiesta claramente, por otra parte, su unión con el Padre: Yo estoy en el Padre y el Padre en mí. De ello se deduce nuestra vida en Dios cuando cumplimos su voluntad y, por tanto, que nuestras obras puedan ser sobrenaturales: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y las hará mayores.

El Creador, en efecto, quiere a su criatura humana con tal amor que no podemos comprenderlo. Lo reconocemos, sin embargo, y hacemos lo posible por agradecerlo y corresponder, aunque somos conscientes de que siempre nos quedaremos muy cortos. Y es que tanto amó Dios al mundo -al hombre-, que entregó a su Unigénito para que pudiéramos vivir de su Vida. Pero deseemos entregar amor por Amor. Como niños, hijos del mejor Padre, le manifestamos con sencillez que no sabemos..., que no podemos sólo con nuestras fuerzas y le pedimos... Y recordamos, entonces, al Apóstol de las gentes; que, reconociendo su debilidad, sin embargo, proclamaba optimista: ¡Todo lo puedo en Aquel que me conforta!

¿Sentimos esa fortaleza? ¿Sentimos esa confianza y seguridad en Nuestro Padre Dios? Porque podemos vivir más de acuerdo con esta condición nuestra, entre otros modos, fomentando nuestra filiación divina. Si se consolida firmemente en cada uno la verdad de que somos hijos de Dios por el bautismo, miraremos a los demás quizá con otros hojos. A los buenos..., y a los que no lo son tanto, los contemplaremos desde la óptica de Nuestro Padre Dios; o, lo que es igual, con los ojos del padre del hijo pródigo: ojos paternales y apostólicos, que quieren el bien del otro y se gozan al conceder el perdón y al ver progresar todavía en la perfección lograda.

Por eso el Papa Juan Pablo II, en la bula de convocación del Jubileo del año 2000, exhortaba: que en este año jubilar nadie quiera excluirse del abrazo del Padre. Que nadie se comporte como el hermano mayor de la parábola evangélica, que se niega a entrar en casa para hacer fiesta (cfr. Lc 15, 25-30). Que la alegría del perdón sea más grande y profunda que cualquier resentimiento. Que, siendo hijos -podemos proclamar cada uno de palabra y con la vida-, queramos sintonizar apasionadamente con el Padre de la parábola evangélica. Él desea tanto la vuelta al hogar del menor como la fiesta y la alegría también gozosa del que permaneció siempre a su lado.

Este Camino, esta Verdad y esta Vida, ha querido nuestro Dios que sean con su Madre y que sea también Madre nuestra.