Solemnidad de la Ascensión del Señor, Ciclo A
Mt 28, 16-20: Basta con una vida de fe

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org 

 

 

Evangelio: Mt 28, 16-20

 

 Los once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Y en cuanto le vieron le adoraron; pero otros dudaron. Y Jesús se acercó y les dijo:
--Se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.


Basta con una vida de fe

San Mateo, que se extiende más que los otros evangelistas narrando otros momentos de la vida pública del Señor, incluso la infancia y los antecedentes del Mesías es, sin embargo, muy escueto cuando se refiere a lo sucedido después de la Resurrección. Pero nos transmite, en todo caso, unas palabras decisivas de Jesús a sus Apóstoles, con las que hace herederos de su misión y su gracia a todos los pueblos que serán evangelizados. Haced discípulos a todos los pueblos, dice a los que le escuchaban. Con lo que les otorga el poder de llamar a otros para que sean también evangelizadores en su nombre. Y, Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo. Afirmando así, de otro modo, su misteriosa presencia -su inhabitación- en cada discípulo, además de garantizar para siempre la eficacia de los que trabajen en su nombre.

El Evangelista inmediatamente antes de estas palabras, con las que concluye su Evangelio, reconoce la falta de fe de algunos de esos discípulos escogidos por el Señor. Incluso en el último momento, cuando podríamos pensar que la obra del Señor con ellos estaba ya cumplida, sus apóstoles se muestran inseguros como tantas veces. Es evidente que la Redención no podrá apoyarse sin más en hombres así.

Entre otras virtudes, Jesús pedía a sus discípulos fe. Era mucho lo que esperaba de ellos. Era considerable el cambio que debían dar al mundo de la época y, a prtir de ellos, la transformación que estaba por realizar hasta el fin de los tiempos. Tanto esperaba de ellos y tan grande era el cambio anunciado que a cualquiera le parecía imposible. Pero Jesús es el Hijo de Dios y viene a establecer un modo divino de proceder en el mundo, totalmente nuevo, insólito hasta entonces. Lo que sería desproporcionado para la capacidad humana resulta normal para Dios. Es una afirmación constante del Evangelio: Lo que es imposible para los hombres es posible para Dios. Así responde, por ejemplo, Jesús cuando sus discípulos ven todo dificultades en la conversión de la gente. Les argumenta el Maestro con ejemplos, animándoles a tener fe: Porque os digo que si tuviérais fe como un granito de mostaza, podríais decir a este monte: Trasládate de aquí allá, y se trasladaría, y nada os sería imposible.

La Redención del hombre es obra de Dios y, como tal, lleva su firma: la impronta de lo imposible para el hombre. Ya el arcángel Gabriel se lo recordó a María, que no podía comprender su concepción virginal. Le habló del prodigio que poco antes había obrado Dios con su prima Isabel: En su ancianidad ha concebido también un hijo, y la que era llamada estéril, hoy cuenta ya el sexto mes, porque para Dios no hay nada imposible. Dijo entonces María: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. Esta es la actitud de María que acoge en sí el poder de Dios, sintiéndose inmersa en un plan que le trasciende por ser divino, pero que, precisamente por ser de Dios, acoge.

El reconocimiento de la debilidad humana frente a la omnipotencia divina es el primer paso -diríamos- de la relación con nuestro Creador. Debilidad que, en el caso humano, no sólo se manifiesta en la limitación de poder, propia de toda criatura, sino sobre todo en la imperfección de la conducta, en la tendencia al pecado y en el propio pecado, que de diversos modos acompaña nuestras obras y toda la existencia humana.

El hombre, por tanto, no puede alcanzar la Redención apoyándose en sí mismo, en su perfección y menos todavía extender el Evangelio en el mundo. De intentarlo estaría pretendiendo lo imposible. Basta, sin embargo, la perfección y poder divinos para hacernos santos. Y esto incluso a pesar de nuestras imperfecciones; de la falta de fe, por ejemplo, que, como los demás pecados, Nuestro Padre Dios perdona con creces cuando nos arrepentimos y le pedimos perdón sinceramente. Por eso advierte también san Mateo que Jesús, como si no diera excesiva importancia a la debilidad humana, en este caso, apoyándose sólo en su propio querer, decide permanecer para siempre entre los hombres de este mundo. Así muestra más aún su amor y garantiza eficazmente la salvación de cuantos quieren ser suyos.

La enseñanza de Jesús nos lleva a hacernos como niños y por tanto muy conscientes de ser débiles y de necesitar ayuda. Recordamos que es un consejo del Señor. Más aún, una condición imprescindible si queremos entrar en el Reino de los Cielos. Conociendo nuestra inevitable pequeñez, nos apoyamos en su grandeza y, sintiéndonos fuertes entonces, a pesar de que sea muy notoria nuestra debilidad, no encontramos límites insuperables en la tarea encomendada. Era el programa para la vida que sugería san Josemaría:

Amigo mío: si tienes deseos de ser grande, hazte pequeño.
Ser pequeño exige creer como creen los niños, amar como aman los niños, abandonarse como se abandonan los niños..., rezar como rezan los niños.

Ellos son por excelencia los que cuentan para todo con su padre. Por eso nos los pone Jesús como ejemplo.

Ejemplo es asimismo la Virgen María que es la más perfecta criatura y la más eficaz, porque hizo en Ella cosas grandes el Todopoderoso.