XI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Mt 9, 36-10: La salvación de Jesucristo

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org 

 

 

Evangelio: Mt 9, 36-10, 8

 

Al ver a las multitudes se llenó de compasión por ellas, porque estaban maltratadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor.
Entonces les dijo a sus discípulos:
—La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, por tanto, al señor de la mies que envíe obreros a su mies.
Habiendo llamado a sus doce discípulos, les dio potestad para expulsar a los espíritus impuros y para curar todas las enfermedades y dolencias. Los nombres de los doce apóstoles son éstos: primero Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés; Santiago el de Zebedeo y su hermano Juan; Felipe y Bartolomé; Tomás y Mateo, el publicano; Santiago el de Alfeo, y Tadeo; Simón el Cananeo y Judas Iscariote, el que le entregó.
A estos doce los envió Jesús, después de darles estas instrucciones:
—No vayáis a tierra de gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; sino id primero a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Id y predicad: «El Reino de los Cielos está cerca». Curad a los enfermos, resucitad a los muertos, sanad a los leprosos, expulsad los demonios. Gratuitamente lo recibisteis, dadlo gratuitamente.


La salvación de Jesucristo

Estos pocos versículos de san Mateo que nos ofrece la Liturgia de este domingo expresan bien los deseos del Corazón de Cristo y cómo pone todos los medios para que podamos lograr la salvación.

Jesucristo se siente impaciente por ver a los hombres progresar en el camino que les lleve a la Vida Eterna, su único verdadero fin. No estaban la mayoría de los contemporáneos de Jesús bien orientados, de acuerdo con las enseñanzas que, a través de Moisés y los demás profetas, Dios había manifestado al pueblo elegido. El Señor siente compasión por la gente. Le dan pena los hombres porque ama a la humanidad y, en ese estado de desorientación y abandono de Dios –sentido único del hombre– la perdición para ellos sería segura.

Poco nos hubiera ayudado, sin embargo, con sólo lamentar nuestro estado. Siendo muy conveniente manifestar dolor y compasión ante la vida descarriada de gran parte de la sociedad, no es bastante con eso, si todo se queda en el sentimiento. Porque, además, el hombre no podía por sí mismo recuperar la dignidad perdida ni perseverar sin la ayuda de Dios en el camino hacia Él. Jesús se lamenta, se llenó de compasión por ellas –por las multitudes–, asegura Mateo, y sin duda debía manifestarse de modo notorio ese sentimiento suyo. Los discípulos entendieron así el profundo y lamentable descamino que supone no buscar a Dios en cada instante; estar en la vida en otro plan, con otros proyectos, por interesantes que pudieran parecer. Eso es –lo expresa Jesús con imagen gráfica– ir por la vida como ovejas que no tienen pastor. Y pone manos a la obra: recuerda por él mismo el Decálogo sin cansancio por toda Palestina, confirmando el camino que había trazado Dios por los profetas para que el hombre lo encuentre a Él, Dios, Señor y fin último; y capacita a otros hombres para llevar a cabo esa misma tarea, haciéndoles partícipes de su misma misión.

Al considerar esta decisión de Jesucristo, no podemos si no sentirnos agradecidos doblemente: porque sólo así es posible que el Evangelio llegue con su poder salvador a muchos hombres, y porque los cristianos, discípulos de Cristo destinados a la misma tarea del Señor, gozamos del honor de poder ser cauce de las misericordias divinas. En efecto, ha previsto Dios que llegue su salvación a otros hombres a través de nosotros y a pesar de nuestra poquedad, incluso de las personales miserias y de nuestros pecados. Agradezcamos sentidamente a nuestro Creador que nos trate así en su providencia. Es un rasgo más de su paternidad. Y es justo que nos gocemos, recreándonos al considerar este otro aspecto de amor con sus hijos. No queramos ser desconsiderados ante su cariño inefable, que además de colmarnos de bien nos hace partícipes de su misma grandeza: nos invita a ser generosos, a ser amor, como Él es generoso y es Amor.

Posiblemente casi de inmediato, al reflexionar sobre la hondura y relevancia de estas verdades, caemos en la cuenta de que no ha habido mérito alguno por nuestra parte. Somos sencillas personas humanas, cargadas de grandeza por la generosa bondad de Dios, que nada hemos hecho para llegar a este estado. Nuestra condición, gratuitamente conseguida, es muy superior a la de los otros seres que nos rodean y que, de hecho, están justamente a disposición del hombre: nos sirven para que alcancemos nuestro fin. En cambio, nosotros no somos medio o mero instrumento para nadie. Tenemos dignidad propia, pues lo nuestro es lograr a Dios, amándole y siendo amados por Él.

Sin embargo, algunas personas viven ajenas a Dios que nos dignifica, y han orientado su vida pensando sólo en objetivos temporales e intranscendentes que, a la postre, no sacian, como sabemos bien por la experiencia. Son las modernas multitudes que, como entonces –maltratadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor–, hoy también inspiran compasión. Y por eso, para no caer en una cómoda pasividad, queremos ayudarles cumpliendo el mandato de quien nos ha constituído sobre todo lo demás en este mundo. Gratuitamente lo recibisteis, dadlo gratuitamente, nos dice también el Señor a cada cristiano. Y nos lo recuerda con una especial behemencia, a cuantos más conscientes tal vez de nuestra dignidad –aunque también de nuestra pequeñez–, nos esmeramos cada día con decisión por el Reino de los Cielos. Queramos sentir urgentemente la reponsabilidad de ir con otros –¡con muchos!– hacia Dios.

Es muy patente el interés de Jesucristo por mejorar a cada uno de los que encuentra a su paso. El Señor quiere a los hombres, auténticamente hombres, pero sin defectos. Tanto se preocupa del espíritu como del cuerpo. Hace fácil la orientación hacía la vida que confiere nobleza a la existencia humana; impulsa a salir de situaciones lamentables de abatimiento –como ovejas sin pastor–; y, la vez, interesado por la dimensión material, sana enfermedades, alimenta muchedumbres o colma de eficacia la pesca infructuosa. Así debe ser también nuestro apostolado: fruto de un interés efectivo por cada persona en su totalidad. Conduciremos a nuestros amigos hacia Dios porque nos interesan como personas. Por eso, también procuramos divertirnos con ellos; si es preciso y tenemos posibilidad, les ayudamos en lo material; nos alegramos si triunfan social o económicamente; nos duelen sus penas; y, cuando es necesario, les corregimos. Puestos siempre nuestros ojos ilusionados en la Eternidad que, con ellos, nos aguarda.

Recordemos a la Madre del Salvador. Plenamente identificada con la misión del Hijo, la aclamamos: Reina de los Apóstoles, pues nadie como Ella ha comprendido que nuestro bien es el amor a Dios. Pero recordamos también a María en Caná de Galilea, ocupada en conseguir el vino que dos jóvenes esposos habían olvidado. Nos enseña así a nosotros a ayudar a los demás en todo lo que podamos.