XVI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Mt 13, 24-43:
Ser buen trigo para el mundo

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org 

 

 

Evangelio: Mt 13, 24-43

 

Les propuso otra parábola:
—El Reino de los Cielos es como un hombre que sembró buena semilla en su campo. Pero, mientras dormían los hombres, vino su enemigo, sembró cizaña en medio del trigo y se fue. Cuando brotó la hierba y echó espiga, entonces apareció también la cizaña. Los siervos del amo de la casa fueron a decirle: «Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿Cómo es que tiene cizaña?» Él les dijo: «Algún enemigo lo habrá hecho». Le respondieron los siervos: «¿Quieres que vayamos a arrancarla?» Pero él les respondió: «No, no vaya a ser que, al arrancar la cizaña, arranquéis también con ella el trigo. Dejad que crezcan juntos hasta la siega. Y al tiempo de la siega les diré a los segadores: "Arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla; el trigo, en cambio, almacenadlo en mi granero"».
Les propuso otra parábola:
—El Reino de los Cielos es como un grano de mostaza que tomó un hombre y lo sembró en su campo; es, sin duda, la más pequeña de todas las semillas, pero cuando ha crecido es la mayor de las hortalizas, y llega a hacerse como un árbol, hasta el punto de que los pájaros del cielo acuden a anidar en sus ramas.
Les dijo otra parábola:
—El Reino de los Cielos es como la levadura que tomó una mujer y la mezcló con tres ºmedidas de harina, hasta que fermentó todo.
Todas estas cosas habló Jesús a las multitudes con parábolas y no les solía hablar nada sin parábolas, para que se cumpliese lo dicho por medio del Profeta:
Abriré mi boca con parábolas,
proclamaré las cosas que estaban ocultas
desde la creación del mundo.
Entonces, después de despedir a las multitudes, entró en la casa. Y se acercaron sus discípulos y le dijeron:
—Explícanos la parábola de la cizaña del campo.
Él les respondió:
—El que siembra la buena semilla es el Hijo del Hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los hijos del Reino; la cizaña son los hijos del Maligno. El enemigo que la sembró es el diablo; la siega es el fin del mundo; los segadores son los ángeles. Del mismo modo que se reúne la cizaña y se quema en el fuego, así será al fin del mundo. El Hijo del Hombre enviará a sus ángeles y apartarán de su Reino a todos los que causan escándalo y obran la maldad, y los arrojarán en el horno del fuego. Allí habrá llanto y rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre. Quien tenga oídos, que oiga.


Mt 13, 24-43


Ante esta parábola del trigo y de cizaña que, una vez más, nos presenta la Iglesia, concluimos, con un ardiente deseo que nos lleve a la súplica en la oración: ¡deseamos ser trigo para el mundo! El solo pensamiento de que podríamos ser cizaña nos impulsa a una vigilancia estricta sobre nosotros mismos en sincero examen de conciencia. Porque el cristiano, discípulo de Cristo, no puede conformarse con estar en la Iglesia estáticamente. Mas bien pide Cristo de sus apóstoles, que contribuyan al desarrollo espiritual de cuantos les rodean. El trigo de hecho es para alimento, para desarrollo de los hombres del mundo y, así, los cristianos somos para desarrollo de los demás.

Es el trigo del señor del campo. Y los cristianos somos del Señor del mundo. Nos mantendremos, por tanto, fieles a su doctrina, nos serviremos de los medios que indicó a los hombres como imprescindibles para nuestro fin y aspiraremos al ideal de vida eterna que, por pura bondad y gratuitamente, nos ha ofrecido. No nos conviene, por consiguiente, desvirtuar esa condición recibida, enriquecida con la filiación divina. Se trata, ciertamente, de la más noble entre las naturalezas de nuestro mundo. ¿Qué otra criatura es, como el hombre, capaz de Dios?

Así como el trigo alcanza su plenitud en el campo muriendo, desarrollando la yerba primero hasta con el tiempo granar la espiga, así también los hombres tenemos un desarrollo pleno que nos aguarda. No se trata, desde luego, de cualquier objetivo que pudiéramos imaginar. Bastantes ideales que se presentan fascinantes no concluyen, de hecho, en el desarrollo que nos corresponde, aquel que es propio y exclusivo de la persona humana. Son, en ocasiones, metas tan sólo apetecibles y que, en ese sentido, satisfacen muy parcialmente al individuo; lo que se demuestra por el hecho de que, casi de inmediato, se reclama otra la satisfacción mayor o diferente cuando se alcanzan.

En efecto, podríamos convertirnos en cizaña, hijos del maligno, incapaces de ganar en espigas de trigo. Se trataría de una degeneración voluntaria en el proceso de desarrollo. Supondría un cambio profundo en los ideales y en las relaciones con los demás, que se pondría de manifiesto en seguida en la conducta. Así sucedió con la mala hierba de la parábola, que al poco de brotar ya se distinguía, por su aspecto, de las plantas de trigo. Sin embargo, el Señor, Dios del mundo, respeta las opciones humanas: no se desdice de su acto creador, según el cual nos quiso libres, a su imagen y semejanza. Dejad que crezcan juntos hasta la siega, sigue afirmando cada día, mientras en su infinita sabiduría contempla la clara diferencia entre unos y otros y el distinto destino que aguarda a cada uno.

Conscientes de esta realidad, contemplamos acertadoamente los contrastes del mundo, y en concreto las tan diferentes mentalidades, incluyendo la decidida oposición a Dios por parte de algunos. Como es sabido, los hay que no admiten instancia alguna superior a ellos. No tendrían –dicen– por qué someterse a nada salvo a lo acordado en aras del bien colectivo y puramente material. Carecen, por consiguiente, de un proyecto fructificador, posible por una especial categoría intrínseca recibida. No así el trigo y cuentos quieren comportarse como hijos de Dios en el mundo. Sus vidas son un perfecto plan, impulsado por la Gracia, que tiende engendrar nuevos hijos para Dios y a que sean cada vez menos los francos hijos del maligno y los indiferentes.

No podrá hacerse realidad ese proyecto de santidad sino a base de una crecida vitalidad en la relación de cada cristiano con Dios. Con palabras de san Josemaría podemos afirmar que la santidad –cuando es verdadera– se desborda del vaso, para llenar otros corazones, otras almas, de esa sobreabundancia.
Los hijos de Dios nos santificamos, santificando. —¿Cunde a tu alrededor la vida cristiana? Piénsalo a diario.

Puede ser, tal vez, una pregunta habitual en nuestro examen de conciencia, el modo en que nuestra vida cristiana influye en el amor con obras que los demás tienen a nuestro Padre del Cielo. Por mi conversación, por mi trato, por mi ejemplo, a partir de mi amistad... ¿puedo afirmar que han mejorado cristianamente otras personas? Los propósitos, buscando esa influencia amable y siempre animante, serán el mejor modo de asegurarnos en la noble condición de buen trigo, de no ponernos en ocasión de degenerar influidos por la abundante cizaña que nos rodea.

Nuestras Madre del Cielo nos protege en esta contienda, pues, a pesar de tener tan gran responsabilidad, somos niños: sus hijos pequeños.